jueves, 24 de junio de 2010

24.6.10
SER PARA LA COMUNION
Ovidio Pérez Morales
Uno de los mejores logros del Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006) ha sido el poner de relieve el término comunión, como aglutinante y armonizador, en un conjunto orgánico, de todo lo que el cristiano cree (doctrina) y está llamado a realizar (moral, pastoral). Cosas que él considera válidas no sólo para su Iglesia, sino también para toda la humanidad, a la cual las ofrece como “buena nueva” e invitación.
Varios términos nos ayudan a comprender mejor lo que significa e implica comunión: unidad, participación, compartir.
En el relato que el primer capítulo del Génesis hace de la creación, leemos lo siguiente (versión Biblia de Jerusalén): “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” v. 26). Esta expresión se entiende normalmente en el sentido de que el ser humano no sólo es cosa con las cosas y viviente con los vivientes, como los ya creados (vv. 1-25 del mismo capítulo), sino, también y principalmente, espíritu (inteligencia y voluntad), que lo convierte en interlocutor de Dios, como bien se manifiesta en la conversación que éste inaugura (vv. 28-30).
Hay, sin embargo, otro elemento capital en el ser corpóreo-espiritual creado a imagen y semejanza de Dios, a saber, su condición social. Ésta se muestra ya en la pareja que emerge, y significativamente por cierto, en diversidad sexual (“macho y hembra los creó”, v. 27). El ser humano puede ser definido entonces como “ser para la comunión”, para el encuentro, la comunicación, el diálogo. Persona, en bipolaridad de interioridad y alteridad.
Ahora bien, esta socialidad del ser humano refleja la de Dios mismo, que siendo único, no es un ente unipersonal aislado, sino encuentro de relaciones interpersonales, comunión, Trinidad. Esto justifica el que se hable de “familia divina”. “Dios es amor” (1 Jn 4, 16). Así se comprende por qué el plan divino, creativo-salvífico, respecto de la humanidad, es unificante, tendido hacia la comunión humano-divina e interhumana. Para realizar este plan, Dios Padre ha enviado a su Hijo al mundo (encarnación). Jesucristo constituye, así, el gran signo e instrumento (sacramento) de esa unidad universal, para cuya actuación asocia a la Iglesia, a la cual corresponde anunciar, celebrar y actuar significativamente la “buena nueva” de la comunión. Ésta, en realización ya en la historia, tendrá su plenitud “al final de los tiempos”, comienzo de lo definitivo “celestial”. El “Reino de Dios”, centro de la predicación de Jesús, consiste precisamente en ese designio unificante de Dios sobre la humanidad. Teilhard de Chardin subrayó, acertadamente, el sentido amorizante de la historia.
En esta lógica de comunión se entiende cómo la praxis cristiana tiene como núcleo y síntesis el amor (“mandamiento máximo”). Éste, horizonte y sentido de la libertad, teje la comunión y se identifica con ella. El amor ha de traducirse en alabanza a Dios y en solidaridad con el prójimo, especialmente el más débil, reconociendo en él la presencia de Cristo mismo.
En esta lógica se explica igualmente por qué la acción cristiana en el mundo ha de orientarse a la edificación de una “nueva sociedad”, caracterizada por la convivencia fraterna, la reconciliación, el encuentro, la paz.
Comunión, noción de raigambre bíblica, nos permite captar la organicidad del conjunto doctrinal y práctico del mensaje cristiano, que se ofrece en apertura dialogal a todos los seres humanos.

sábado, 19 de junio de 2010

17.6.10
ESPERANZA E HISTORIA
Ovidio Pérez Morales
En una interpretación cristiana de la historia, ésta aparece no como reino del azar sino como proyecto divino, que envuelve creación y redención en un único movimiento cristo-referencial. La historia no es un irremediable ciclo de generaciones y corrupciones, de eternos retornos; constituye una duración de acontecimientos únicos, que tiende hacia una plenitud definitiva. De modo semejante, el tiempo no es un fatum donde la persona se disuelve en intrincadas redes de determinismos y necesidades, sino duración calificada por la libertad humana, que si bien débil, es fortalecida y solicitada continuamente por la iniciativa dialogal divina.
El cristiano percibe la historia, en virtud de su fe, no como devenir secular librado a las solas capacidades y proyectos humanos, y cerrado en sí mismo. Por ello, entre otras cosas, excluye la visión dialéctico-materialista de la historia, al igual que el mito del progreso humano indefinido.
Para el cris¬tiano, en la historia se juega un sinergismo humano-divino y un proceso dialéctico trascendente. El hombre es responsable en un mundo que recibe como ámbito de libertad y como desafío a sus posibilidades y capacidades; pero no está solo en ese mundo, ni abandonado a su propia y simple suerte en el cosmos. Cuál sea el sentido último del hombre y de su historia, lo re¬cuerda el Concilio Vaticano II: “Todos los pueblos forman una co¬munidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra (Cfr. Hch 17, 26), y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa...” (NA 1). El mismo Concilio afirma: “El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspira¬ciones. Él es a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Res¬taurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1, 10)” (GS, 45).
El cristiano no ignora la debilidad y la miseria humanas; las vive, así como también participa del dolor y de la muerte. Comparte igualmente las alegrías, expectativas y trabajos de sus hermanos los hombres en la búsqueda de un mundo mejor. La esperanza cristiana está llamada a consolar, acoger, animar, abrir a los seres humanos a perspectivas más amplias, serviciales y hermosas. El creyente sabe que “por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (GS, 22f) y se comprenden y amplían las más altas esperanzas de la humanidad (GS, 21f).
Por ello la esperanza cristiana no se reduce al el éxito humano, ni desaparece ante el dolor y la muerte, porque sabe que la historia tiene su alfa y su omega en una opción amorosa de la libertad infinita. En esta per¬suasión procedía Pablo, para quien nada “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8, 39).
La perspectiva escatológica proyecta la historia en sentido trascendente. El tiempo del hom¬bre no es simple ilusión, “opinión”, o puro trampolín para fantasiosos anhelos. Es consistente tiempo de prueba, de decisión, interpelación y compromiso. Nada hay más alejado del Evangelio que una devaluación de la historia. El “intervalo” (entre la Ascensión y el retorno glorioso del Señor) es el “tiempo oportuno”, del testimonio, de la esperanza fructuosa, del servicio y del amor. San Pablo en su carta a los filipenses (4, 4-9) nos advierte que el tiempo de la espera es el espa¬cio para el trabajo servicial, la realización de los mejores valores, el agradecimiento y la oración.
La esperanza cristiana, antes que amortiguar el compromiso tem¬poral, lo estimula, pues el creyente sabe que ha de manifestar en el mundo la vida nueva del Evangelio y preparar así el regreso del Señor.

miércoles, 9 de junio de 2010

10.6.10
POLAR-IZAR TOTALITARI0
Ovidio Pérez Morales
El socialismo marxista (asumido por el SS XXI), postula dogmáticamente como suprema realización histórica el comunismo; en esta línea, formula y alienta, como dinámica del proceso social, la polarización conflictiva (de clases, ricos-pobres) tendiente a la eliminación de uno de los términos, para llegar así a la imposición exclusiva y excluyente del polo supuestamente de los pobres. Estos entrarían así, integrando a todos los humanos, al reino de la libertad, de la felicidad.
La lucha actual del Gobierno contra la Polar reviste, en este sentido, un carácter paradigmático, altamente simbólico y muy estimulante en perspectiva de la “Revolución”. Se iza dicha empresa como bandera-ícono de lo que se trata de eliminar, para el establecimiento del Socialismo- aurora del Comunismo (así, con mayúscula, porque se los absolutiza). De allí la justificación de una serie de medidas persecutorias, sin importar, por supuesto, que vayan en contra de la actual constitución (así, “minusculizada”), dada su funcionalidad respecto del “Proceso” socializante, sacralizado por la Ideología.
En una lógica democrática o de eficiencia económica y social, se consideran un grave daño los efectos de una tal confrontación (desempleo, desabastecimiento, inflación, decrecimiento, corruptela burocrática y otros). En una lógica socialista-marxista, sin embargo, se estiman como grandes logros, en cuanto desmontan la propiedad privada, desarticulan el movimiento obrero autónomo, acaban con la pluralidad de ofertas, fortaleciendo de tal modo la planificación y administración centralizadas del Estado monopólico (estructurado en la pirámide ascendente Gobierno- Partido- Hiperlíder).
Lo más dramático o trágico de esta polarización bélica empujada por el sector oficial y asumida doctrinalmente como necesaria y obligante, es el deterioro de la calidad de la vida del venezolano, en sus varias dimensiones. La razón es que el real bienestar de la gente no cuenta. La suerte de los pobres, antes que interesar por sí misma, se convierte en función respecto de la validación de una doctrina, la realización de un proyecto político-ideológico, que, histórica y previsiblemente, terminan en la imposición totalitaria de una nomenklatura o nueva clase comandada por un hiperlíder omnisciente y omnipotente.
Oficialmente, entonces, todo se explica y se justifica todo, también los errores más crasos, ya achacándolos a conspiraciones contrarrevolucionarias, ya considerándolas como inevitables sombras en el luminoso camino de la Revolución. Se llega hasta edulcorar la pobreza, tergiversando maliciosamente textos bíblicos, en tanto que la “nueva clase” se rodea de anillos de seguridad, abulta sus presupuestos y aumenta sus privilegios. La caída del PIB, los índices económicos negativos macro y micro, los cortes de luz-agua, las colas para adquirir la enflaquecida cesta básica y otras minucias, parecen no quitar el sueño a quienes tienen el poder y buscan mantenerlo y acrecentarlo.
Para un sistema socialista-marxista (comunista), el que la gente sea más pobre, más desvalida, más temerosa, más dependiente, más insegura, ¡tanto mejor! Así se la somete y maneja con mayor facilidad. Basta cruzar el “mar de la felicidad” para comprobarlo.
Hemos de ser muy lúcidos en interpretar la realidad, pues el país nos exige hoy un servicio de reconstrucción nacional muy esforzado, generoso, eficaz y esperanzado. Y, para ello, superar la presente polarización.

sábado, 5 de junio de 2010

3.5.10
A DIEZ AÑOS DE CONCILIO PLENARIO
Ovidio Pérez Morales
Este año se cumple el primer decenio de la solemne inauguración del Concilio Plenario de Venezuela, el primero en los cinco siglos de evangelización de nuestro país. El 26 de noviembre de 2000, en pleno puente de siglos y milenios, comenzó ese trascendental encuentro llamado a concretizar la “nueva evangelización” de nuestro pueblo.
El marco histórico del Concilio Plenario no ha podido ser menos desafiante. En medio de un salto histórico-cultural de la ecumene, en pleno Bimilenario de la Encarnación del Hijo de Dios, y todavía fresco el V Centenario del anuncio de su buena nueva en el Continente. En Venezuela, prácticamente coincidiendo con los quinientos años de la primera siembra del Evangelio en esta “tierra de gracia”, se estaba en los comienzos de un “proceso revolucionario” de índole socialista-marxista contrario a nuestra genuina identidad nacional y a un auténtico humanismo.
El Concilio inició sus reuniones tras cuatro años de preparación. Sus sesiones de trabajo se prolongaron por un sexenio. La participación fue amplia. Y no sólo por parte de quienes se congregaron en el encuentro sinodal: una doscientas cincuenta personas pertenecientes a los tres sectores del Pueblo de Dios, de las cuales una cuarentena de obispos.
Resultado visible del Concilio Plenario: un corpus de diez y seis documentos contentivos de un Ver-Juzgar-Actuar relativo a las varias tareas fundamentales de la misión de la Iglesia, que es la evangelización.
¿Importancia del Concilio? La acaba de subrayar la Conferencia Episcopal Venezolana: “nuestra Iglesia cuenta con un conjunto doctrinal sólido proporcionado por el Concilio Plenario de Venezuela, el cual constituye el fundamento de un proyecto evangelizador pastoral de gran alcance para su renovación en función de un mejor servicio a nuestro pueblo. Urge, por consiguiente, su puesta en práctica, decidida y responsable, a lo ancho y largo del país” (Carta Pastoral Sobre el Bicentenario de la Declaración de Independencia de la República, 12 de Enero de 2010).
El Concilio Plenario clausuró sus sesiones el 7 de Octubre de 2006. Sus decisiones entraron en vigencia el 6 de Enero del año siguiente. Cinco meses después tuvo lugar en Aparecida (Brasil) la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13-31 de mayo de 2007). Para nosotros, en Venezuela, esta Conferencia ha venido a confirmar, reforzar y, en algunos puntos, a enriquecer el Concilio Plenario, el cual queda, en palabras de nuestro Episcopado, como “el fundamento” del proyecto pastoral de la Iglesia en Venezuela para los próximos años y décadas.
¿Qué estamos haciendo y nos proponemos hacer del Concilio Plenario? Es una pregunta bien interpelante para toda nuestra Iglesia. Los Obispos venezolanos en la citada Carta Pastoral han expresado: “como Pastores manifestamos nuestra decisión de impulsar una decidida puesta en práctica de las decisiones conciliares”. Pero la aplicación del Concilio no es cuestión de los solos Obispos. Concierne a todo el Pueblo de Dios, que peregrina en Venezuela, en virtud de la corresponsabilidad de todos los ciudadanos de ese Pueblo, como bautizados y creyentes. Alguien dijo, y muy certeramente, al concluir el Concilio: “¿A quien toca aplicarlo? A mí, aquí y ahora”. Este “a mí” tiene que personalizarlo todo(a) laico(a), consagrado(a) y ministro ordenado, que sienta en lo vivo de su espíritu y de su sangre la misión evangelizadora encomendada por el Señor y conferida en el bautismo.
A diez años de iniciado el Concilio urge robustecer y, donde sea necesario, lanzar la puesta en práctica del Concilio. Algo que la situación nacional, con su agravarse, exige todavía más. Pero no nos sentemos a esperar que nos pongan la mesa servida para ocuparnos del asunto. Tratándose de algo tan decisivo para la Iglesia y tan importante para el país, cada quien ha de tomar la iniciativa para conocer, profundizar y aplicar el Concilio. Por cierto que la mayor parte de lo él recomienda o pide, no necesita de ninguna decisión a nivel superior para ser puesta en práctica. Esto lo digo pensando de modo especial en los laicos (quienes, de paso sea dicho) constituyen la extra grande mayoría o casi totalidad de los miembros de la Iglesia.
El Episcopado venezolano, luego de referirse al compromiso de la Iglesia (comunidad y miembros) con respecto a la construcción y reconstrucción del país, enfatiza: en la puesta en práctica del Concilio Plenario “está en juego todo lo relativo a valores como la defensa y promoción de los derechos humanos; lo tocante a la superación del empobrecimiento, la exclusión y las hegemonías, mediante la promoción de la justicia, la participación y la subsidiaridad; así como el fortalecimiento de la democracia y la sociedad pluralista, la educación libre hacia un desarrollo compartido y el dinamismo cultural orientado a una calidad espiritual de vida”.
El Concilio busca, integralmente, promover la comunión con Dios y la comunión-solidaridad con los hermanos, el encuentro vivo con Jesucristo y la fraternidad con el prójimo que lo “presencializa” en nuestro mundo concreto. Por ello, la aplicación del Concilio interesa no sólo a la Iglesia, sino también a la entera nación, con la variedad de confesiones y convicciones que comprende.