viernes, 21 de agosto de 2015

HACIA UNA NUEVA SOCIEDAD






“¿Debemos conocer la Doctrina Social de la Iglesia?”

Esta pregunta la formuló el Arzobispo de Caracas Rafael Arias Blanco a los niños  cursantes de “los grados 3º, 4º, 5º y 6º de Instrucción Primaria” (según la nomenclatura de entonces), en su Catecismo de la Doctrina Cristiana (1956). Lo hizo un  año antes de su famosa Carta Pastoral, catalizadora de la rebelión ciudadana, que llevó al derrocamiento de la dictadura perezjimenista.

En aquel momento faltaban seis años para comenzar el renovador Concilio Vaticano II y más de dos décadas para publicar Juan Pablo II un documento en el cual se lee cómo “el rico patrimonio de la enseñanza social de la Iglesia”  debe encontrar su puesto “bajo formas apropiadas, en la formación catequética común de los fieles” (Exhortación Catechesi Tradendae de 1979).

Los catecismos, estructurados por entonces en forma de pregunta-respuesta, procedían de manera concisa, para que el contenido fuese fácilmente memorizable por los alumnos. La  respuesta dada en este caso por el Catecismo de Monseñor Arias era la siguiente: “Sí; debemos conocer la Doctrina Social de la Iglesia para poder defender la justicia social con una orientación cristiana”. Y de inmediato venía otro binomio: “¿Dónde está contenida la Doctrina Social de la Iglesia? La Doctrina Social de la Iglesia está contenida principalmente en la encíclicas Rerum Novarum de León XIII, Quadragesimo Anno de Pío XI y de numerosas declaraciones de los últimos papas”. (El término “justicia social” utilizado aquí por Mons. Arias Blanco sintetizaba la amplia temática de valores contenida en la DSI)

Mucha agua habría de correr bajo los puentes desde 1956 en lo tocante a DSI, en  ineludible correspondencia con el formidable cambio histórico contemporáneo – epocal ha sido el adjetivo inventado para calificar la magnitud del mismo-. En cuanto a documentos, baste pensar en las encíclicas Pacem in terris (paz) de Juan XXIII, Populorum Progressio (desarrollo) de Pablo VI, Laborem Exercens (trabajo) y Centesimus Annus (revolución del ´89) de Juan Pablo II, Caritas in Veritate (actualización del mensaje social) de Benedicto XVI y Laudato sí (ecología) del Papa Francisco. Se deben  mencionar también la Constitución Gaudium et Spes (Iglesia en el mundo actual) del Concilio Vaticano II; los documentos de las Conferencias Episcopales latinoamericanas de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007); y los documentos del Concilio Plenario de Venezuela, particularmente los relativos a Nueva Sociedad y Evangelización de la Cultura.

Es preciso retomar hoy con fuerza la iniciativa de Mons. Arias Blanco por parte de nosotros los católicos y de nuestra Iglesia como conjunto, con respecto a una formación “masiva” en DSI. Estamos, ciertamente, en deuda con el país, que atraviesa la más grave crisis de su historia. Y lo digo también, en apertura dialogal, a los hermanos cristianos no católicos, a los creyentes no cristianos y a los no creyentes animados por propias convicciones éticas humanistas. Porque la DSI constituye un cuerpo de enseñanzas fundadas primariamente en la razón –por lo tanto, de amplia fundamentación y manejo-, enriquecidas, sin duda, por el Evangelio así como por la reflexión y praxis de la Iglesia católica.

La DSI no propone un modelo  determinado de organización social, económica, política y cultural. Pero ofrece, sí, principios, criterios y orientaciones para la acción, que iluminan y estimulan la construcción de modelos, los cuales serán siempre perfectibles. No es una “tercera vía”, ni una ideología en el sentido de proyecto específico. Tampoco una doctrina simplemente hecha, sino que conjuga traditio consistente, con creatio permanente.  Pensemos, por ejemplo, en la novedosa ecología del Papa Francisco elaborada con  materiales viejos y recientes.

La DSI ofrece luces para salir de túneles, como el que dramáticamente estamos atravesando, y, sobre todo, para construir una Venezuela a la altura de lo que la razón y el Evangelio postulan.

lunes, 3 de agosto de 2015

ALTO AL DESASTRE NACIONAL



Me apena, pero debo recordarlo. Es algo del Antiguo Testamento, pero aplicado a este inicio de milenio venezolano.
El rey Salomón al final de su vida se volvió duro y desordenado, lo cual enojó a Dios, según relata el Libro Primero de los Reyes (12, 1-25).  Al morir le sucedió su hijo Roboam. Un grupo grande de israelitas acudió al nuevo rey para decirle: “Tu padre ha hecho pesado nuestro yugo; ahora tú aligera la dura servidumbre de tu padre y el pesado yugo que puso sobre nosotros, y te serviremos”. 
Roboam pidió consejo a los ancianos, que habían servido a Salomón; ellos le aconsejaron mejorar el trato al pueblo y así asegurar la gobernabilidad. Roboam, sin embargo, desoyó este buen consejo y aplicó, más bien, lo que le recomendó un grupo de radicales, “que se habían criado con él y estaban a su servicio”. Así pues, cuando regresó la gente para obtener la respuesta prometida, esto fue lo que les espetó Roboam: “Mi padre hizo pesado el yugo, yo lo haré más pesado a ustedes todavía”. Al oír esto, la gente le respondió a Roboam más o menos en estos términos: ¿Así son las cosas? Quédate con tu pedazo de reino, que nosotros montaremos tienda aparte. ¿Qué resultó? La  división del Reino en dos: el del Sur (Judá) y el del Norte (Israel). ¿Y qué pasó después? Vinieron los asirios y acabaron con el segundo, y luego los babilonios, quienes arrasaron el primero (conquista de Jerusalén y deportación, hacia el año 587 av.).
El hijo de Salomón fue terco, sordo, miope. Pensó que apretando el torniquete, los súbditos, temerosos, se quedarían quietos. Pero no contó con que la paciencia tiene sus límites.
Algo semejante está ocurriendo en nuestro país. A la muerte del comandante (¿eterno?),  que trató de imponer un proyecto opresivo, el sucesor elegido por él, ha recibido pedidos de revisión de su política inviable. Consejos no han faltado, comenzando por los que la Conferencia Episcopal Venezolana ha hecho reiteradamente en una perspectiva de genuino servicio nacional. La respuesta ha sido la descalificación de los que hemos propuesto caminos de entendimiento para el bien de Venezuela y una gobernabilidad consistente.


¿Cuál viene siendo el resultado de la terquedad, conocido y sufrido por la gran mayoría de compatriotas? Inseguridad e inflación galopantes, desabastecimiento creciente; crisis de los servicios y desencanto-malestar que se agravan. Mientras tanto se multiplican: controles, restricciones, estatizaciones, intimidaciones, violaciones de DDHH, encadenamientos mediáticos, conflictividades. Todo esto junto a las más variadas y acentuadas formas de corrupción.
La terquedad del régimen se exhibe en el dogmatismo político-ideológico, que busca imponer un antihistérico, opresivo y empobrecedor “socialismo”. Seguir por esta vía significa correr hacia la destrucción material, moral y espiritual del país. 
Los venezolanos tenemos derecho a un ambiente respirable de tranquilidad, respeto mutuo, entendimiento, paz; a la promoción del emprendimiento, la producción y la productividad; al ejercicio del pluralismo democrático; a una educación sin trabas ideológicas. En fin a la convivencia humanista, que está en la letra y el espíritu de la mismísima Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
En la actual grave crisis nacional, la luz al final del túnel no es algo simplemente deseable. Constituye un imperativo. Tenemos que lograrlo. Y lo vamos a lograr. Con la ayuda de Dios evitaremos el desastre, cambiaremos el rumbo  e impulsaremos la marcha hacia adelante del país.

Hay signos manifiestos de la voluntad mayoritaria de hacer de Venezuela una verdadera casa   común, en la que cuantos hemos nacido o se han sembrado aquí, quepamos, convivamos y trabajemos por el bien de todos, “no a pesar de” sino “precisamente con” nuestras diferencias. La jornada electoral de Diciembre, unida a una lúcida y efectiva transición, permitirán poner un alto al desastre nacional y abrir las compuertas al progreso nacional en justicia, libertad, unión y solidaridad.