Una enseñanza muy acertada del
Concilio Plenario de Venezuela es la que contradice expresamente, en lo que
toca a lo católico nuestro, la afirmación marxista de la religión como opio
alienante del compromiso terrenal: “Una de las grandes tareas de la Iglesia en
nuestro país consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna,
más humana, más cristiana y más solidaria. Esta tarea exige la efectividad del
amor. Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo
cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política
y cultural”.
Esta frase se encuentra en el
tercer documento de la referida asamblea conciliar, el cual constituye una
especie de manual criollo de Doctrina Social de la Iglesia, en virtud de la
metodología seguida: ver-juzgar-actuar. Recordarla resulta muy apropiado en
momentos en que se aproxima la canonización de los compatriotas Carmen Rendiles
y José Gregorio Hernández.
La Iglesia declara santos a
cristianos que han terminado su peregrinación histórica y gozan ya de la
presencia gloriosa de Dios. Con ello, al tiempo que los honra y festeja, los
señala como ejemplos e intercesores para los que todavía peregrinamos en un
mundo que reclama el ejercicio bien exigente de la fe, la esperanza y el amor. Cada
canonización resalta una existencia cristiana de perfecta comunión con Dios y
fraterna, y recuerda a quienes la festejamos el imperativo de ser auténticos
creyentes. Lo corriente, en efecto, es pensar en lo que el santo nos consigue y
no en lo que nos exige, lo cual puede llegar hasta testimonios martiriales como
los que están acaeciendo en estos momentos en varias regiones de África.
Hay una consigna que se viene
difundiendo en el país y es la de “Canonización sin presos políticos”. Ha
surgido en base a la proliferación de detenciones de disidentes y al creciente
clima de represión política. Éstos conforman aspectos salientes de la situación
nacional caracterizada por la ausencia de un estado de derecho, la marginación
de la voluntad del soberano (CRBV 5) para la orientación del país, así como la
cotidiana violación de los derechos humanos claramente establecidos en la Declaración
Universal de 1948 y en las normas correspondientes de la Constitución
nacional. Bastaría aquí citar sólo los comienzos de los artículos 18-20 de la Declaración:
“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento (…) a la libertad de
opinión y de expresión (…) a la libertad de reunión y de asociación pacíficas”.
Las próximas canonizaciones son
para Venezuela, país mayoritariamente cristiano católico, motivo de particular
alegría. Son nuestros primeros santos. Representante, por cierto, de los dos
mundos, femenino y masculino; José Gregorio, un laico, Carmen, una religiosa.
Los dos, notables servidores de los más necesitados de la sociedad y practicantes
efectivos del mandamiento máximo divino. En un país afligido por persistentes enfrentamientos
fratricidas constituyeron un mensaje existencial de bondad, solidaridad,
reconciliación y paz. José Gregorio, con un acento de presencia pública en lo
científico-académico-sanitario; Carmen con un colorido de humilde
servicialidad. Los santos se ofrecen como modelos y animadores de genuina
humanidad y de fe coherente en un mundo no escaso en egoísmo y belicosidad.
Hay también un aspecto, que en
circunstancias como la actual nacional, exige resaltarse. Es la interpelación
que lanzan los santos al conglomerado nacional, especialmente al creyente.
Interpelación respecto de lo que al comienzo de estas líneas se subrayó:
contribuir a la construcción de una nueva sociedad como civilización
del amor.
Vivimos actualmente en un país
como en estado de guerra consigo mismo. Presos políticos, una cuarta parte de
población expatriada, pobreza masiva, represión desenfrenada, un proyecto
ideológico-político gubernamental de corte totalitario, militarización global y
escasa “ciudadanización”.
Los santos nos plantean el desafío
de conjugar libertad y justicia, paz y progreso compartido, reconciliación y solidaridad.
A los santos los admiramos e
invocamos. Ellos nos miran y nos reclaman.
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