jueves, 18 de abril de 2024

ALFABETIZAR EN DERECHOS HUMANOS

 

    El analfabetismo en materia de derechos humanos abunda en Venezuela, paralelamente a su sistemática y descarada violación por parte del sector oficial, que debiera estar a la cabeza en la defensa de los mismos.

    Sobre este punto he vuelto una y otra vez mis escritos. Por ejemplo, en un sencillo libro sobre Doctrina Social de la Iglesia, editado por el Consejo Nacional de laicos, inserté como anexo la Declaración universal de derechos humanos, proclamada por la ONU el 10 de diciembre de 1948; incluí igualmente el Preámbulo y los Principios fundamentales de nuestra Constitución de 1999.

    Nil volitum nisi praecognitum reza un proverbio latino, que puede traducirse así: nada se quiere si no se pre-conoce. Lo cual constituye en el presente caso un serio llamado de atención al soberano (CRBV 5) y, de modo interpelante, a quienes dentro de ese cuerpo tienen una función educativa.

    “Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”. Así comienza el reciente documento de la Santa Sede Dignitas infinita sobre la dignidad humana (8 de abril 2024).  Declaración  que se publica en la oportunidad del 75º aniversario de la producida por la ONU sobre los derechos humanos.

    Para la Iglesia esa dignidad “plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos”; así “a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús”. El documento vaticano continúa ratificando aquella primacía y su defensa más allá de toda circunstancia, al tiempo que aprovecha la ocasión para “aclarar algunos malentendidos que surgen a menudo en torno a la dignidad humana y (…)  abordar algunas cuestiones concretas, graves y urgentes, relacionadas con ella”.

    En nuestro país tenemos de parte de la Iglesia un documento valioso en materia de derechos humanos y de una antropología integral. Es el tercero del Concilio Plenario de Plenario de Venezuela, relativo a la construcción de una “nueva sociedad”, y estructurado según la muy útil metodología del ver-juzgar-actuar; en él encontramos como Desafío 3 del Actuar el siguiente: “Concretar la solidaridad cristiana y defender y promover la paz y los derechos humanos ante las frecuentes violaciones se los mismos”. Dicho documento fue aprobado en agosto de 2001 y tiene reforzada actualidad.

    Cuando hablo de alfabetizar en derechos humanos pienso en el poco conocimiento-conciencia-reclamo que tenemos en este país al respecto. Como referencia ejemplar de alfabetización citaría aquí sólo dos artículos, referentes a la comunicación. El primero es el No. 19 de la Declaración de la ONU: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas sin limitaciones de fronteras, por cualquier medio de expresión”. El segundo es el No. 57 de la Constitución de nuestro “conatelizado” país: “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión (…)”. Recuerdos muy oportunos ante la pretensión de un régimen de corte totalitario, que considera las libertades ciudadanas como dádivas gubernamentales condicionadas y la voz oficial como monopolio comunicacional.

    Un genuino cambio político en Venezuela debe colocar, entre sus prioridades, una alfabetización ciudadana en materia constitucional y de derechos humanos, que posibilite un genuino ejercicio de la soberanía. Una democracia sólida supone y exige una seria información en cuanto a derechos-deberes cívicos fundamentales, junto a   una clara y viva conciencia ético-política. Esto lo hemos de asumir los creyentes, no sólo como imperativo de la razón, sino como don-mandato divino.   

 

 

 

 

sábado, 6 de abril de 2024

IGLESIA Y POLÍTICA

     Conviene recordar varias acepciones del término Iglesia para precisar su relación con la política, de la cual podemos distinguir también varios sentidos.

    Iglesia es una palabra derivada del griego ekklesía, la cual significa asamblea, congregación. Históricamente ha quedado fijo su uso para denominar el conglomerado de los creyentes en Cristo, conjunto que a través de los siglos se ha diversificado, como efecto de rupturas y separaciones de distinta índole (cismas, herejías). Un movimiento de data relativamente reciente, el ecumenismo, viene propiciando, entre otras cosas, encuentros entre las varias confesiones para impulsar una progresiva unidad de los cristianos.

    En Venezuela y en muchos países, particularmente del Occidente, se da una adhesión mayoritaria de la población a la Iglesia católica; ésta se identifica como el tronco cristiano original, que tiene como distintivo fundamental la autoridad máxima del Papa, a quien se estima Obispo de Roma, Sucesor de san Pedro.

    Volviendo al término Iglesia (y concretándolo en la católica y, más concretamente, la de nuestro país) resulta necesario registrar en aquél varios sentidos: a) el primero y básico es el de conglomerado o conjunto de los creyentes, y así decimos que la gran mayoría de los venezolanos adhiere a la Iglesia, la cual ha marcado la historia, la cultura, de nuestro pueblo, desde el encuentro constituyente de hace cinco siglos; b) otro,  segundo, es el de la autoridad o jerarquía, en ella, y, más concreta y centralmente todavía, el Episcopado o Conferencia Episcopal Venezolana (asociación de los obispos). Así corrientemente se dice que “la Iglesia ha fijado posición ante la realidad nacional”, cuando nuestro Episcopado ha hecho una declaración.

    La aplicación del término Iglesia no se reduce a estos dos significados. Pensemos en expresiones plenamente legítimas como las siguientes: “Todo creyente bautizado es Iglesia”, “yo bautizado (miembro de una familia, trabajador, estudiante, político…) soy Iglesia”, “los laicos (seglares) son la Iglesia en su casi totalidad”. San Pablo definió a la Iglesia cuerpo de Cristo (1 Co 12), cuyos miembros todos -con diversidad de dones, carismas, funciones- son y han de ser activos y corresponsables, del pueblo de Dios.

    “La Iglesia (en referencia a la jerarquía) debe decir una palabra y asumir una postura proféticas en la presente crisis nacional”. Es una frase que se escucha con frecuencia. Pero es muy importante no identificar simplemente el decir-actuar de la Iglesia con lo que hace-debe hacer su representación jerárquica. A los obispos les corresponde una responsabilidad primaria en el ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia; con todo, no la totaliza. A los laicos les corresponde también un obligante protagonismo, de modo particular en lo tocante a contribuir en la construcción de una nueva sociedad, tarea que les es más propia y peculiar.  

    En esta materia socio-política, hay dos peligros a evitar: el ausentismo y el clericalismo. A saber, la auto marginación de la jerarquía (obispos, presbíteros) en ese campo, como si lo pastoral no tuviese que ver con lo temporal; y la indebida injerencia del clero en tareas peculiares de los laicos bajo propia responsabilidad, como son el ejercicio del poder y la actividad partidista.

    Algo que quisiera recalcar aquí es la responsabilidad de los católicos, todos, en asumir la política (es decir, presencia activa, corresponsable, en la “polis”, la ciudad, la convivencia ciudadana) como exigencia de su condición humana y vocación cristiana. Y la jerarquía en la Iglesia tiene como una de sus tareas indeclinables el contribuir a la formación y el estímulo de los laicos para un protagonismo efectivo, servicial, en ese campo, especialmente cuando la suerte de la “polis” (dignidad del ser humano y bien común básico,) está en juego. Como sucede hoy en Venezuela

    Dios creó al ser humano como “ser político” y de esto el Señor Jesucristo pedirá cuentas (ver Mateo 25, 31-46). Lo “religioso” y lo “eclesial” no son alienantes de esta ciudad terrena, sino, al contrario, exigen un ineludible compromiso cristiano para la construcción de una “nueva sociedad”.

 

 

 

 

viernes, 22 de marzo de 2024

METERSE EN POLÍTICA

     “Yo no me meto en política” es una frase de uso bastante corriente. Sobre las razones que se dan, no es del caso entrar aquí. La atención se dirige hacia la posibilidad misma de una tal actitud, previo un recordatorio de significados elementales del término política (del griego polis, ciudad).

    En el siglo IV antes de la era cristiana el filósofo Aristóteles en su libro clásico Política definió al hombre como animal político (zoon politikon). Con ello asomaba ya la amplitud de ese campo del quehacer humano. No es de extrañar por tanto que en nuestro tiempo Thomas Mann haya empleado en su Montaña Mágica la expresión de que “todo es política” y Michel Foucault subrayase que ésta se encuentra en todas partes y nunca pueda desaparecer. En esta línea de comprensión terminológica la connotada feminista Carol Hanisch buscó diluir fronteras afirmando que “lo personal es político” ¡Qué quedaría entonces fuera de la política? Por cierto que Maquiavelo, marcado por su escenario pragmático renacimental, encogió lo político con una interpretación éticamente negativa. Puede decirse, a manera de síntesis, que lo político está en todo, pero no lo es todo. El ser humano, en efecto, por su dimensión ética y espiritual, tiene una apertura trascendente y se mueve en ámbitos que no se reducen a lo relacional político.

    Para distinguir, sin complicar demasiado las cosas, podemos señalar tres acepciones del vocablo política 1. Lo concerniente a la polis en cuanto convivencia social, conglomerado humano y su bien común. 2.  Lo que se refiere al poder (su organización y ejercicio), a la autoridad, en la polis. 3. Lo relativo a la agrupación en partidos, con miras a la toma y actuación de dicho poder. El ser y el actuar políticos tiene, por consiguiente, diversos modos darse, lo cual se refleja, obviamente, en los diferentes tipos de compromiso y comportamiento frente a esa realidad. Pensemos, por ejemplo, en lo que en este asunto toca a) a la Iglesia como conjunto, b) a su jerarquía y c) al laicado que mayoritariamente la integra. Algo semejante se puede hacer respecto de la llamada “sociedad civil”.

    Como fácilmente se cae en una especie de “mitificación” de la política (asumiéndola casi sólo como espacio de secretismos, dobleces, manipulaciones y aprovechamientos) estimo iluminadora y saludable la traducción de polis como sociedad y la interpretación del adjetivo social como político. Así podemos razonable y convenientemente interpretar el relato bíblico del Génesis (1, 26-27), en el sentido de que Dios creó al ser humano como político, como ser relacional para surgir, vivir y desarrollarse en polis (con-vivencia), comenzando por la estructura más elemental de ésta, que es la familia. La politicidad o socialidad constituye, por consiguiente, no un agregado del ser humano, sino algo que lo define desde adentro, estructuralmente, y lo acompaña en uno u otro modo en todo su quehacer. En este sentido se puede afirmar que el hombre es necesaria e ineludiblemente político. La revelación cristiana lo identifica como imagen auténtica de Dios, que es Unitrino, comunión, relacionalidad interpersonal, amor (1 Jn 4, 8).

    Expresiones como la referida al inicio, de meterse o no en política, carecen entonces de sentido, en cuanto, en virtud de existentes, los seres humanos somos políticos, con-vivientes, desde el inicio de nuestra peregrinación terrena. Querámoslo o no, estamos metidos cotidianamente en política y el problema ético y religioso entonces reside en cómo hemos de estarlo. El “segundo mandamiento” (Mc 12, 31), al igual que las obras de misericordia de que habla Jesús (Mt 25, 31-46) pueden y han de entenderse como amor político.

    De lo anterior se desprende que la formación política es moralmente obligante para una convivencia responsable y corresponsable. La edificación de una nueva sociedad (polis vivible, deseable) es tarea de todos, cualquiera sea la condición personal. El actuar político puede variar según vocaciones, situaciones y oportunidades, pero todos y cada uno tenemos una tarea que realizar en dicho campo. Para los creyentes esta obligación se acentúa en virtud del mandamiento máximo proclamado por Jesús.

 

   

   

   

viernes, 8 de marzo de 2024

SOBERANO: COMUNIDAD, NO MASA

     La revolución democrática desencadenada a partir de finales del siglo XVIII ha subrayado el papel del soberano como portador originario y supremo del poder en la sociedad política. De ello viene a ser expresión manifiesta nuestra Carta Magna en su artículo 5.

    Sujeto de esa soberanía es el pueblo en su conjunto, con su connatural variedad, dentro de la cual se inscriben, entre otras, diferencias de posición social, situación económica, inclinación política y calidad ético-cultural. La democracia, expresión de esa heterogeneidad, debe tener, entre sus objetivos prioritarios, el mantenimiento y cultivo de la unidad de la polis, no a pesar de, sino precisamente mediante el cultivo de una educación en el respeto y delicado manejo de la diversidad, lo cual ha de implicar un consciente y esforzado cultivo del bien común.

    Una no rara corruptela de la democracia viene a ser el populismo, que constituye una degradación del pueblo, cuya genuina identidad consiste en: ciudadanía como conjunto de personas, sujetos conscientes y libres. El populismo viene a ser una nivelación del pueblo por lo bajo, basada no en lo racional sino lo pasional, orientada no al protagonismo corresponsable sino a la masificación manipulada. El líder (convertido en capataz) se erige como encarnación y no ya delegado de la gente. A ésta no se la forma y estimula a pensar con la propia cabeza, sino a asumir lo que quiere el jefe con su nomenklatura. Un tal sistema no se conjuga, obviamente, con la formación de una comunidad (compartir interpersonal) sino con la confección de una masa (colectivo monocolor), rechazándose así todo lo que significa disidencia u oposición. El llamado Socialismo del Siglo XXI se identifica con este objetivo de corte totalitario, que cristaliza necesariamente en un poder absorbente único.

    La lógica política en esta línea impositiva masificante es de una rigurosa centralización del poder, frente a la división y desconcentración (participativa y subsidiaria) exigida por una genuina dinámica democrática. Al servidor presidente de Montesquieu lo substituye un dominador comandante en jefe. Esa misma lógica conduce a la perpetuación en el poder, de la cual, en Venezuela, las consignas explícitas y publicitadas del referido Socialismo, “vinimos para quedarnos” y “por las buenas o por las malas”, expresan un delictivo y desfachatado propósito anticonstitucional. 

    Quien lee la Constitución nacional -la cual, sin ser perfecta, merece una alta calificación- encuentra allí una adecuada definición del soberano y de la polis que él está llamado a edificar.  Esto aparece claro ya en el Preámbulo y los Principios Fundamentales, que, por cierto, me gusta citar con frecuencia.  El problema es que el actual Régimen funciona intencional y gustosamente al margen y en violación abierta de la Constitución.

    El soberano no simplemente nace sino que se hace. Ha de formarse para actuar como tal. Nos ha faltado en el país, sin embargo, una sistemática y acertada educación democrática (en la libertad, la responsabilidad, la solidaridad, la participación, el bien común y otros temas capitales) para contar con un soberano efectivo. Excusa para ciertos comportamientos anárquicos e irresponsables es que “no somos suizos”. Sin pensar que ellos lo son, no por simple geografía, sino por pedagogía.

    Una de las tareas prioritarias para una reconstrucción del país es educarnos los venezolanos en los valores de una genuina democracia. Educación que corresponde no sólo a los planteles específicos -en un tiempo contaron con la materia Moral y Cívica- sino también, comenzando por la familia, a las instituciones religiosas, a los partidos, gremios y asociaciones. No se cosechan peras del olmo.

    La educación para la convivencia democrática postula elementos organizacionales, históricos, jurídicos y otros, pero, primordialmente, éticos y espirituales, que tocan lo más profundamente humano. Hay una frase que siempre viene a mi mente al hablar de estas cosas y es aquella de la tragedia Edipo Rey: “Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna persona hay en ellos”.

viernes, 23 de febrero de 2024

CREADOR Y DEFENSOR DEL HOMBRE

     Al hablar de lo divino, al creyente no le conviene otra cosa sino repetir, en algún modo, el gesto ordenado por Yahveh a Moisés en el monte Horeb, ante el espectáculo de la zarza que ardía sin consumirse: “No te acerques aquí; quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Éxodo 3, 5). Frente al Absoluto la actitud primaria es: reconocimiento y adoración.

    Para el ser humano la cuestión o problema de lo divino es inseparable de su historia, en las muy diversas formas o maneras en que su realidad se ha alcanzado (sentimiento, razonamiento, revelación) interpretado (mito, explicación, encuentro), recibido (rechazo, indiferencia, indecisión, aceptación) o expresado (explicita, implícitamente). Como planteamiento ha sido, en todo caso, ineludible.

    Entre las posiciones identificables en los últimos siglos destacan, junto a las afirmativas claras de Dios (como único, personal, creador y remunerador), otras como la del Iluminismo, para el cual Dios resulta más bien insignificante, en cuanto crea el mundo y se ausenta. Entre ellas insurgen negaciones beligerantes como la del marxismo, el cual, en la línea de Feuerbach, considera la religión una ilusión pero muy dañina, a la cual es preciso desterrar; para el positivismo lo religioso resulta también una fantasía, que, como crédula ignorancia, la ciencia se encargaría de deshacer. Pero el listado incluye igualmente batalladores como Nietzsche o Sartre, que tomaron el ateísmo como obligante empresa guerrera. Y hoy, en tiempos de revolución cultural, ideologías como la woke, la cruzada de la cancelación, el manual de corrección política y otras novedades, antes que atacar a Dios directamente tratan de desacreditar o borrar a los creyentes y deshilachar lo que éstos interpretan como obra divina: un cosmos estructurado por el Creador y una humanidad llamada a la comunión universal. Lo cierto es que no es fácil zafarse del problema. Y también que a su sereno y constructivo planteamiento no ayudan belicosos fundamentalismos propugnados por teísmos intolerantes.

    En los comienzos del siglo XVIII, el filósofo alemán Leibniz publicó la obra Ensayos de Teodicea (término griego éste, que une Dios y justicia), en la cual defiende la afirmación creyente frente a objeciones que se suelen plantear respecto de la bondad divina, la libertad humana y el origen del mal. Busca, pues, una justificación de Dios frente a dificultades específicas. Reflexionando sobre éstas me viene a la mente el rechazo marxista de Dios, como ilusión adormecedora del trabajador explotado  en su esfuerzo por liberarse, alienando en esta forma lo mejor de sí mismo en la espera de una felicidad ultraterrena.  Esta contraposición entre lo que interesa al hombre y el reconocimiento de Dios me trae a la mente la afirmación del escritor y mártir cristiano Ireneo (+200), quien en una obra suya contra herejes afirma: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Cabe uno imaginarse entonces que publicaciones como la de Leibniz, pudieran cambiar ese título por el de Antropodicea, en el sentido de que Dios es el soberano defensor del hombre.

    En la situación contemporánea, frente a graves desafíos culturales, entre los cuales se manifiesta una patente desestructuración antropológica y un vaciamiento humanístico, acompañados de radical relativismo ético y utilitarismo económico-político, urge poner de relieve el fundamento sólido trascendente de la dignidad y el destino del ser humano y de su comunidad histórica. El Dios creador y providente de la revelación judeo-cristiana no es celoso competidor del perfeccionamiento humano, sino, antes bien, fuente animadora de la existencia y el desarrollo integral y definitivo del hombre. La intuición de Ireneo cobra plena actualidad.

    El Dios revelado por Cristo se muestra como el verdadero y supremo defensor del hombre, de su dignidad y derechos inalienables. Lo ha creado inteligente y libre, social y responsable, con un imperativo central que es el amor y un horizonte definitivo de su quehacer temporal: la comunión humano-divina perfecta. Dios no es un absoluto personal solitario, sino intercomunicación de vida, Trinidad, que por amor ha creado a la humanidad y ha historizado a su propio Hijo.  

 

 

    

 

 

  

viernes, 9 de febrero de 2024

DOCTRINA SOCIAL DISPONIBLE

 

    En medio de la crisis de ideas y propuestas sobre cómo organizar la sociedad en sus varios ámbitos económico, político y ético-cultural, se dispone de un conjunto orientador orgánico bajo la denominación de Doctrina Social de la Iglesia (DSI).

    Ante todo conviene precisar que aquí Doctrina no se identifica con una cerrada o dogmática formulación conceptual, ni “de la Iglesia” con algo para uso de solos católicos. En efecto, constituye un conjunto abierto, siempre en actualización, a disposición no exclusivamente de a católicos, sino de cristianos en general, así como de creyentes y no creyentes, sensibles todos sí a la edificación de una sociedad genuinamente humanista. La DSI una enseñanza propuesta formalmente por la Iglesia como guía para una praxis que responda al ideal cristiano de vida societaria, pero también a las exigencias humanas para la edificación de una sociedad al servicio integral del hombre. De allí que dicha Doctrina se formula en forma de secuencia propositiva, con una gradación de razones y objetivos que posibilitan su aceptación y ejecución por los miembros de la Iglesia, pero también y a manera de círculos que se expanden, por todos los demás, de cualquier denominación o afiliación, pero que coinciden en el denominador básico de constructores de una deseable convivencia humana. Así, por ejemplo, el respeto a la vida y el disfrute de una sociedad pacífica, libre y justa, se los plantea como derechos humanos básicos, pero también como mandamientos del Decálogo y como actuación del “mandamiento nuevo” del Señor Jesucristo. Por eso la DSI está abierta al diálogo y al compromiso de personas y grupos en perspectiva pluralista y es, en consecuencia, un conjunto no monopolizable por un partido político, una organización social o un sector ciudadano determinados. Lo cual no excluye que se la pueda asumir como identificación programática explícita, pero sin pretensiones de exclusividad por corrientes, movimientos o partidos políticos.

    La DSI, como propuesta social histórica, está en aggiornamento permanente, lo que de modo fácil se aprecia comparando su primer gran documento, la Rerum Novarum de León XIII (1891), con las encíclicas de los últimos papas, y aquí, en nuestro país, con lo producido por el Concilio Plenario de Venezuela en sus documentos 3 y 13.

  La DSI provee de elementos válidos para la edificación, siempre progresiva, de una “nueva sociedad”.  Valgan como ejemplo a) la tríada de componentes, economía participativa, democracia plural y calidad espiritual, b) la tríada de integradores sociales, solidaridad, participación y subsidiaridad, c) los derechos humanos como eje central societario y d) la opción privilegiada por los más necesitados.

    Después de un cierto opacamiento de la DSI, principalmente por la crisis de organizaciones que la asumían como estandarte político-partidista, hoy en día -y sin duda, en Venezuela- está reapareciendo como instrumento efectivo de renovación societaria, como oferta válida y desafiante para su concreción en programas políticos renovadores e inspiración de iniciativas de la sociedad civil. Deber de la Iglesia es percibir acertadamente estos signos, retomar como obligante una formación correspondiente y el estimular, en diversos modos y formas, iniciativas de aplicación. 

 

Actualmente se plantea entre nosotros la urgencia de una refundación nacional, a raíz del vendaval ocasionado por la imposición de un modelo socialista de corte totalitario. Pues bien, la DSI se ofrece como un conjunto de principios, criterios y orientaciones para la acción, disponible con miras a la conformación de modelos, planes y proyectos sociales, que respondan de veras a las exigencias de una república democrática de auténtico sentido humanista. Ésta ha de ser, pluralista, solidaria y participativa, en la cual el respeto y la promoción de los derechos (con su otra cara de deberes) humanos sea el eje central del tejido social. Debe responder a nuestra Carta Magna y avanzar, entre otras cosas, en descentralización y educación ético-cívica.

martes, 30 de enero de 2024

DOCTRINA SOCIAL DISPONIBLE

 

    En medio de la crisis de ideas y propuestas sobre cómo organizar la sociedad en sus varios ámbitos económico, político y ético-cultural, se dispone de un conjunto orientador orgánico bajo la denominación de Doctrina Social de la Iglesia (DSI).

    Ante todo, conviene precisar que aquí Doctrina no se identifica con una cerrada o dogmática formulación conceptual, ni “de la Iglesia” con algo para uso de solos católicos. En efecto, constituye un conjunto abierto, siempre en actualización, a disposición no exclusivamente de a católicos, sino de cristianos en general, así como de creyentes y no creyentes, sensibles todos sí a la edificación de una sociedad genuinamente humanista. La DSI una enseñanza propuesta formalmente por la Iglesia como guía para una praxis que responda al ideal cristiano de vida societaria, pero también a las exigencias humanas para la edificación de una sociedad al servicio integral del hombre. De allí que dicha Doctrina se formula en forma de secuencia propositiva, con una gradación de razones y objetivos que posibilitan su aceptación y ejecución por los miembros de la Iglesia, pero también y a manera de círculos que se expanden, por todos los demás, de cualquier denominación o afiliación, pero que coinciden en el denominador básico de constructores de una deseable convivencia humana. Así, por ejemplo, el respeto a la vida y el disfrute de una sociedad pacífica, libre y justa se los plantea como derechos humanos básicos, pero también como mandamientos del Decálogo y como actuación del “mandamiento nuevo” del Señor Jesucristo. Por eso la DSI está abierta al diálogo y al compromiso de personas y grupos en perspectiva pluralista y es, en consecuencia, un conjunto no monopolizable por un partido político, una organización social o un sector ciudadano determinados. Lo cual no excluye que se la pueda asumir como identificación programática explícita, pero sin pretensiones de exclusividad por corrientes, movimientos o partidos políticos.

     La DSI, como propuesta social histórica, está en aggiornamento permanente, lo que de modo fácil se aprecia comparando su primer gran documento, la Rerum Novarum de León XIII (1891), con las encíclicas de los últimos papas, y aquí, en nuestro país, con lo producido por el Concilio Plenario de Venezuela en sus documentos 3 y 13.

    La DSI provee de elementos válidos para la edificación, siempre progresiva, de una “nueva sociedad”.  Valgan como ejemplo a) la tríada de componentes, economía participativa, democracia plural y calidad espiritual, b) la tríada de integradores sociales, solidaridad, participación y subsidiaridad, c) los derechos humanos como eje central societario y d) la opción privilegiada por los más necesitados.

    Después de un cierto opacamiento de la DSI, principalmente por la crisis de organizaciones que la asumían como estandarte político-partidista, hoy en día -y sin duda, en Venezuela- está reapareciendo como instrumento efectivo de renovación societaria, como oferta válida y desafiante para su concreción en programas políticos renovadores e inspiración de iniciativas de la sociedad civil. Deber de la Iglesia es percibir acertadamente estos signos, retomar como obligante una formación correspondiente y el estimular, en diversos modos y formas, iniciativas de aplicación. 

 

Actualmente se plantea entre nosotros la urgencia de una refundación nacional, a raíz del vendaval ocasionado por la imposición de un modelo socialista de corte totalitario. Pues bien, la DSI se ofrece como un conjunto de principios, criterios y orientaciones para la acción, disponible con miras a la conformación de modelos, planes y proyectos sociales, que respondan de veras a las exigencias de una república democrática de auténtico sentido humanista. Ésta ha de ser, pluralista, solidaria y participativa, en la cual el respeto y la promoción de los derechos (con su otra cara de deberes) humanos sea el eje central del tejido social. Debe responder a nuestra Carta Magna y avanzar, entre otras cosas, en descentralización y educación ético-cívica.