jueves, 22 de noviembre de 2018

TRANSICIÓN HACIA LA NORMALIDAD




La situación nacional plantea como indeclinable imperativo el lograr con urgencia un cambio en la conducción oficial del país ¿Hacia qué? La gente común está dando una respuesta, que, si bien no reviste arreos técnicos, sí expresa la substancia de lo que se quiere: volver a ser un país normal. Esto implica que estamos en una situación anormal en el sentido negativo del término: deforme, monstruosa.

¿Qué entiende   el ciudadano corriente por un país normal?  No algo propiamente maravilloso, sobreabundante, ideal, sino una convivencia nacional que responda a exigencias básicas de la población, en base a la experiencia habida (pensemos en la Venezuela de la etapa democrática), al común denominador con otras naciones semejantes (comenzando por las latinoamericanas) y a las ordinarias aspiraciones de la mayoría de la población. Se podría describir entonces la anormalidad con algunos ejemplos: se tiene dinero suficiente para comprar  comida o  medicinas, pero no se las encuentra; el dinero se evapora al calor de la hiperinflación; se sufre continuamente por interrupciones de electricidad, gas y agua; se está obligado a dedicar exagerada parte del tiempo en colas de supermercados o en paradas de autobús; no se puede salir tranquilo a la calle desde el anochecer y  el día transcurre bajo el continuo temor de ser asaltado por delincuentes; se teme el encarcelamiento y torturas por manifestar disconformidad con la política oficial. En una palabra: no se disfruta de una vida “vivible”, no se goza de un ambiente “respirable”.

Un país normal consiste en una convivencia pacífica, de pluralismo democrático y con estado de derecho. Sin estar a merced de la arbitrariedad de los gobernantes, los abusos de la policía y la represión de cuerpos militares o “servicios de inteligencia”, frente a los cuales no hay instancias de apelación.

En el concierto americano y mundial Venezuela no es un país normal. Por eso millones de personas abandonan el país e infinidad de otras que permanecen en él están sometidas a insoportables penurias y angustias.

En la exhortación hecha a comienzos de este año por la Conferencia Episcopal Venezolana leemos que ante la dramática situación nacional se perfilan dos actitudes: a) “la conformista y resignada de quienes quieren vivir de las dádivas, regalos y asistencialismo populista del gobierno” (…) y b) “la de quienes   buscan instaurar unas condiciones de verdad, justicia e inclusión, aún a riesgo del rechazo y la persecución”. La de resignación paraliza y no contribuye a mejorar la realidad. Los obispos agregan: “Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad”, en la línea del lema de la visita de Juan Pablo II en 1996: “¡Despierta y reacciona, es el momento!”. Para el Episcopado no hay más vueltas que dar: “Venezuela necesita un cambio de rumbo. El Ejecutivo ha fracasado en su tarea de garantizar el bienestar de la población”.
A un año de ese mensaje episcopal la situación se ha agravado, y con ello la urgencia de un cambio del régimen, cuya ilegitimidad es hoy más patente.

Del 7 al 12 de enero próximo (días particularmente desafiantes para el futuro del país) se reunirá la Conferencia Episcopal en asamblea plenaria, la cual fijará posición respecto de la realidad nacional. Ahora bien, como el Episcopado no es un “operador político”, no se puede esperar de él que tome la batuta y proponga un proyecto concreto para la transición.  Me atrevo a decir, sin embargo, que los obispos están a la espera de que organizaciones e instituciones de la sociedad civil y partidos políticos, conjugados en un acuerdo de la mayor convergencia, planteen una propuesta operativa, consistente, positiva y factible hacia un cambio de conducción oficial del país, a fin de darle todo el respaldo posible.
La agonía de Venezuela ha sido demasiado larga como para prolongarla más. Es preciso reponer cuanto antes a la nación en la normalidad.  Dios nos ilumine y fortalezca en el cumplimiento de este deber.






 



jueves, 8 de noviembre de 2018

LESA HUMANIDAD




Los derechos humanos son como la manga o el sombrero de un mago. Pañuelos o conejos van saliendo en ininterrumpida secuencia.
La historia muestra la progresión en este campo. Se habla de varias generaciones de tales derechos y siempre nuevos horizontes se abren, a medida que se va profundizando en la dignidad y exigencias del ser humano e intensificando el compartir entre los pueblos. Por desgracia han sido conflictos (revoluciones, guerras), nacionales o internacionales, los que más han catalizado el ahondamiento teórico y práctico en la materia. Como grandes hitos se consideran las Declaraciones, norteamericana de Virginia (1776), francesa de la Revolución (1789) y universal de la ONU (1948). Sobre los delitos de lesa humanidad resaltan el Acuerdo de 1945 -estableció el Tribunal de Nuremberg para castigar los crímenes del nazi fascismo- y la constitución de la Corte Penal Internacional (1998) para perseguir y condenar delitos contra la humanidad. 

Hace poco (30 agosto) escribí en este diario respecto del derecho a la comunicación, como íntima e inmediatamente ligado al de la vida, por cuanto vivir es comunicarse. La hegemonía del Estado, que sofoque la comunicación de todo un pueblo, debe catalogarse como delito de lesa humanidad, pues encarcela a la ciudadanía en la mazmorra del pensamiento único. La tipificación ya hecha de este tipo de crímenes conforma un inventario inacabado, que la reflexión y la experiencia irán ampliando; inicialmente la mirada se fijaba en los asesinatos, exterminios y deportaciones estilo Auschwitz y trenes de la muerte; hoy en día es preciso incluir casos como la negación de ayuda humanitaria a poblaciones enteras, al igual que la creación de condiciones que obligan a millones de seres humanos a abandonar su patria en la búsqueda de comida, trabajo y seguridad.

El multitudinario éxodo patrio, al igual que las gravísimas y masivas penurias que recogen las encuestas de entes como Cáritas de Venezuela, obligan a hablar de delitos de lesa humanidad.  El Episcopado nacional en exhortación publicada en enero pasado expresó: “El éxodo de millones de venezolanos que buscan nuevos horizontes nos duele profundamente, así como las fórmulas desesperadas para huir del país” y “La emergencia económica y social hace indispensable que el Gobierno permita un Canal Humanitario”. 

 Manifiesto agravante del drama venezolano es que los sufrimientos de la población son no simple consecuencia de políticas erradas, sino, en gran medida, fruto de estrategias enderezadas al fortalecimiento y continuidad del Régimen y su proyecto socialista comunista. Mientras la gente sea menos en cantidad y más débil en calidad, mejor para el poder.

La extragrande mayoría de los venezolanos disienten del proyecto socialista oficial, rechazado y condenado expresamente en 2007 por la Conferencia Episcopal Venezolana: “Un modelo de Estado socialista, marxista-leninista, estatista, es contrario al pensamiento de Libertador Simón Bolívar (…) y también contrario a la naturaleza personal del ser humano y a la visión cristiana del hombre” (Sobre la propuesta de reforma constitucional, 19 octubre 2007).

El Episcopado identificó bien lo que se tenía enfrente. Cosa que no hizo o no quiso hacer gran parte de la dirigencia política. Si el análisis está mal, el diagnóstico será errado y la curación quedará imposibilitada. Pregunta obligante en este momento es a) si la dirigencia de la gran mayoría ciudadana dispone de un análisis y un diagnóstico adecuados y compartidos y b) sobre todo, si está dispuesta a integrarse ya, de modo racional y responsable, para rescatar al país y encaminarlo a un progreso, sólido, equitativo y solidario.

Ante un gobierno en comisión de delitos de lesa humanidad, todos y en especial los dirigentes de la sociedad civil y de las organizaciones políticas, estamos obligados moralmente a una adecuada identificación del Régimen y al logro urgente del Gobierno de Transición que el país reclama.