jueves, 25 de marzo de 2021

COMUNAS CON NUEVA CLASE

 


El Manifiesto comunista de l847 termina con notas triunfales: “Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo que ganar”. Con la unión insurgente del proletariado frente a la propiedad en cualquiera de sus formas se abrirían las puertas a una nueva sociedad, igualitaria, compartida.

    Marx y Engel generaron entusiasmos y sueños. La historia se encargaría de demoler ilusiones humanistas generadas sobre las frágiles bases de un materialismo sin horizontes trascendentes, tejido por pecadores mortales. Lenin y Stalin trataron de plasmarlo en modelos dominadores y junto a sistemas ulteriores como el Maoísmo, pararon en genocidios. La cuestión clave de la eliminación de la propiedad, no se podía identificar con la de los pecados capitales. Reediciones como el Socialismo del Siglo XXI tratan de maquillar otros intentos, pero inevitablemente llevan a nuevas frustraciones.

    Una voz de alerta y denuncia desde el seno del socialismo real, que, sin abjurar del marxismo, puso de relieve la tragedia comunista, fue la del yugoeslavo Milovan Djilas, centralmente con su obra La nueva clase (1957). Él vivió desde bien adentro el proceso, siendo hasta lugarteniente del Mariscal Tito y se lo ha calificado como “el primer disidente de Europa del Este”. Por ese tiempo, en una Italia con el Partido Comunista más fuerte fuera de la URSS, percibí la inevitable gran repercusión del libro. Djilas subrayó en dos platos la constante en los regímenes comunistas: el grupo de militantes que llegan al poder, y de incendiarios se convierten en una nueva élite de burócratas, integrada por familiares, amigos y advenedizos aprovechadores, monopolizadores ahora del poder. ¿Resultado? Una original burocracia, con todos los privilegios y administrando como cosa propia la res publica. Cristalizaba así una Nomenklatura dueña y señora del Estado. Los medios de producción resultaban manejados por la nueva clase social, con el completo dominio económico, político y cultural del país. Todo esto entrañaba la traición a la clase obrera, que continuaba sometida, en espera de su liberación. A propósito de esto, recuerdo que una vez hablando con un colega mexicano acerca de las revoluciones en ese país hermano, me dijo con su buen humor: “Ovidio, no hay nada más peligroso que un mexicano detrás de un escritorio”.

    En Venezuela las inagotables ofertas fantasiosas del SSXXI han cristalizado en un régimen omnidestructor, sostenido fundamentalmente por fuerza armada, corrupto, colonizado por el régimen castro cubano, monopólico, represor a través de instrumentos como SGCIM, SEBIN, PN, GN, FAES y procedimientos como el amedrentamiento y las torturas. Gobierna una “nueva clase” que quiere eternizarse en el poder y promueve el “culto a la personalidad”.

    Una bandera que exhibe el régimen comunista es la comunal. Se encamina a constituir un Estado comunal, estructurando la nación en comunas. Éstas serían las células originarias de participación popular. Valgan a continuación algunas observaciones sobre un tal proceso.

    El término comunal evoca comunidad. Ahora bien, ésta, en sentido auténtico, significa encuentro de personas, oponiéndose así a simple masa o agregado humanos; implica, en efecto, protagonistas con inteligencia y voluntad en asociación libre y liberadora. No hay, por tanto, comunidad sin personas, es decir, sin sujetos libres y conscientes, llamados a desarrollarse y perfeccionarse en interrelación, corresponsabilidad, diálogo, comunicación, comunión. La comunidad es encuentro de rostros concretos, de miradas, respecto de lo cual el filósofo Emmanuel Lévinas ha hecho hondos aportes.

    El SSXXI con su Estado comunal busca asegurar su dominio a través de la agrupación forzada de individuos en comunas que se enlazan como correas de transmisión de un poder central, oficial. El sistema totalitario encadena para el completo control de la ciudadanía. 

    El comunismo (y el SSXXI se inscribe en esta línea) es, en realidad, estatismo. No es gobierno de y desde las comunidades, poder popular, sino manipulación de la ciudadanía ejercida por una nueva clase, élite hegemónica totalitaria.

 

 

 

 

jueves, 18 de marzo de 2021

COMUNAS CON NUEVA CLASE


    El Manifiesto comunista de l847 termina con notas triunfales: “Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo que ganar”. Con la unión insurgente del proletariado frente a la propiedad en cualquiera de sus formas se abrirían las puertas a una nueva sociedad, igualitaria, compartida.

    Marx y Engel generaron entusiasmos y sueños. La historia se encargaría de demoler ilusiones humanistas generadas sobre las frágiles bases de un materialismo sin horizontes trascendentes, tejido por pecadores mortales. Lenin y Stalin trataron de plasmarlo en modelos dominadores y junto a sistemas ulteriores como el Maoísmo, pararon en genocidios. La cuestión clave de la eliminación de la propiedad, no se podía identificar con la de los pecados capitales. Reediciones como el Socialismo del Siglo XXI tratan de maquillar otros intentos, pero inevitablemente llevan a nuevas frustraciones.

    Una voz de alerta y denuncia desde el seno del socialismo real, que, sin abjurar del marxismo, puso de relieve la tragedia comunista, fue la del yugoeslavo Milovan Djilas, centralmente con su obra La nueva clase (1957). Él vivió desde bien adentro el proceso, siendo hasta lugarteniente del Mariscal Tito y se lo ha calificado como “el primer disidente de Europa del Este”. Por ese tiempo, en una Italia con el Partido Comunista más fuerte fuera de la URSS, percibí la inevitable gran repercusión del libro. Djilas subrayó en dos platos la constante en los regímenes comunistas: el grupo de militantes que llegan al poder, y de incendiarios se convierten en una nueva élite de burócratas, integrada por familiares, amigos y advenedizos aprovechadores, monopolizadores ahora del poder. ¿Resultado? Una original burocracia, con todos los privilegios y administrando como cosa propia la res publica. Cristalizaba así una Nomenklatura dueña y señora del Estado. Los medios de producción resultaban manejados por la nueva clase social, con el completo dominio económico, político y cultural del país. Todo esto entrañaba la traición a la clase obrera, que continuaba sometida, en espera de su liberación. A propósito de esto, recuerdo que una vez hablando con un colega mexicano acerca de las revoluciones en ese país hermano, me dijo con su buen humor: “Ovidio, no hay nada más peligroso que un mexicano detrás de un escritorio”.

    En Venezuela las inagotables ofertas fantasiosas del SSXXI han cristalizado en un régimen omnidestructor, sostenido fundamentalmente por fuerza armada, corrupto, colonizado por el régimen castro cubano, monopólico, represor a través de instrumentos como SGCIM, SEBIN, PN, GN, FAES y procedimientos como el amedrentamiento y las torturas. Gobierna una “nueva clase” que quiere eternizarse en el poder y promueve el “culto a la personalidad”.

    Una bandera que exhibe el régimen comunista es la comunal. Se encamina a constituir un Estado comunal, estructurando la nación en comunas. Éstas serían las células originarias de participación popular. Valgan a continuación algunas observaciones sobre un tal proceso.

    El término comunal evoca comunidad. Ahora bien, ésta, en sentido auténtico, significa encuentro de personas, oponiéndose así a simple masa o agregado humanos; implica, en efecto, protagonistas con inteligencia y voluntad en asociación libre y liberadora. No hay, por tanto, comunidad sin personas, es decir, sin sujetos libres y conscientes, llamados a desarrollarse y perfeccionarse en interrelación, corresponsabilidad, diálogo, comunicación, comunión. La comunidad es encuentro de rostros concretos, de miradas, respecto de lo cual el filósofo Emmanuel Lévinas ha hecho hondos aportes.

    El SSXXI con su Estado comunal busca asegurar su dominio a través de la agrupación forzada de individuos en comunas que se enlazan como correas de transmisión de un poder central, oficial. El sistema totalitario encadena para el completo control de la ciudadanía. 

    El comunismo (y el SSXXI se inscribe en esta línea) es, en realidad, estatismo. No es gobierno de y desde las comunidades, poder popular, sino manipulación de la ciudadanía ejercida por una nueva clase, élite hegemónica totalitaria.

 

 

 

 

jueves, 11 de marzo de 2021

CENTRALIDAD DE LA PERSONA

    El Estado es una construcción humana para el mejor servicio de la persona y de la convivencia que ésta ha de tejer en la historia. Dios creó personas, las cuales trazan fronteras y erigen soberanías para cuidar el desarrollo personal y comunitario. El Estado es, por tanto, para la persona y no lo contrario, por lo que ha de revisarse siempre en función de su finalidad.

    Desde antiguo se han dado desequilibrios en esta relación, con penosas consecuencias para el conjunto social. Imperios con poderes absolutos concentrados en personas y familias, dictaduras y tiranías del más diverso género. Modernamente, la imposición de totalitarismos con la auto divinización de sus jefes (Führer, Duce, Secretario General del Partido, Comandante Máximo…). El socialismo marxista, que ideológicamente relativiza al Estado profetizando su ocaso, de facto lo ha convertido en leviatán inmisericorde y criminal manejado por gente como los Kim y los Castro. En nuestro tiempo se quiere también convertir al Estado, aún en países democráticos, en refugio y brazo ejecutor de quienes hábilmente buscan imponer ideologías minoritarias beligerantes y sólidamente financiadas, tales como las de género y anti vida. Aquí se aplica lo dicho por Juan Pablo II: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus Annus 46). No sobra denunciar aquí la utilización de la soberanía del Estado, como burladero para la violación de los derechos humanos, como si a éstos se le pudiesen erigir fronteras. 

    El relato de la creación que trae el capítulo primero del Génesis dibuja a Dios como un aplicado y eficiente artesano que realiza en una semana las etapas de su obra, a la cuales va calificando diariamente como buenas. Al caer la tarde del sexto día, luego de producir el binomio humano (hombre y mujer), al cual entrega todo lo anteriormente hecho, el calificativo que emplea es “muy bueno”. La pareja humana recibe de Dios el amplio cosmos y el pequeño mundo concreto como don y tarea. Como regalo y campo de relacionamiento, desarrollo y emprendimiento. El Creador aparece completando su laboriosa semana con un razonable día de descanso

    El ser humano, eje referencial de todo el proceso creativo, resulta constituido como ser para la comunicación y comunión con Dios y con “el otro”, en el marco de un hábitat dado como casa amistosa, estrechamente ligada a la suerte de sus huéspedes.  El relato genesíaco es, pues, de gran riqueza antropológica. Contiene múltiples elementos que entran en la comprensión, situación y destino humanos, como son su corporeidad, espiritualidad, socialidad, historicidad, así como su limitación, fragilidad y pecaminosidad. La revelación judeo-cristiana desde su fuente primordial bíblica ilumina y enriquece lo que el intelecto humano, en el ejercicio de sus propias capacidades, puede formular sobre la persona.

    Lo anteriormente dicho ayuda a entender una afirmación clave en la Doctrina Social de la Iglesia, a saber, la “centralidad de la persona”: “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene necesidad de la vida social” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 25). Esto entraña algo que hemos de tener siempre presente: al ser humano no se lo puede considerar en modo alguno como medio e instrumento, ni disolverlo en masa humana, en colectivo sin rostros. Por ello, también, cuando se afirma con justeza que el bien común debe prevalecer sobre el individual, se debe recordar que dicho bien común consiste en “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (Ib., 26).

    El sujeto humano es fin, no medio. Una “nueva sociedad” ha de ser un conjunto fraterno de rostros. El Estado (nación, estructura social, economía, política…) debe estar al servicio de la persona. Lo “comunal” no puede disolver la persona. No hay comunidad sin personas. Tanto el individualismo egocentrista como el colectivismo masificante son incompatibles con el ser y el bien-estar de la persona, como sujeto consciente, libre, social, abierto a la trascendencia.