jueves, 28 de marzo de 2019

BELIGERANCIA CONTRA LA IGLESIA




La Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) viene haciendo de modo regular en sus documentos pastorales sobre la situación nacional serias denuncias sobre múltiples aspectos de la praxis del régimen con respecto a violación de derechos humanos, crisis humanitaria, corrupción administrativa, opresión política y otros. Esto lo hacen los obispos en coherencia con su función pastoral, que comprende también el compromiso por la edificación de la convivencia según las exigencias humano - cristianas del evangelio.
A casi veinte años de distancia reviste particular actualidad la Carta Abierta que, con fecha 26 de abril de 2002, la Presidencia del Episcopado dirigió al presidente Hugo Chávez, con motivo de declaraciones emitidas por éste en la en la capital cubana. En ella leemos: “Usted afirmó en la Habana, en noviembre pasado, que la Iglesia católica en Venezuela era cómplice de la corrupción, porque había callado durante los últimos cuarenta años. Hace unos días, desde el mismo lugar, y a su regreso, se expresó en términos semejantes”.
Lo primero que le hacen los obispos al presidente, ante tales declaraciones, es pedirle que consulte dos volúmenes, los cuales, bajo el título Compañeros de camino, contienen los documentos de la CEV de las últimas décadas. Éstos muestran las recurrentes tomas de posición del Episcopado en cuanto a denuncia, anuncio y compromiso sobre problemas socio – económicos, políticos y culturales de nuestro pueblo. Todo ello, como es de suponer, no había sido siempre pacíficamente recibido, pues quienes tienen el poder suelen padecer sordera para escuchar y corregir, cuando no es que reaccionan belicosamente.
Es oportuno tener presente el reconocimiento que había hecho Chávez de la intervención de la CEV en favor de él y sus compañeros de alzamiento con ocasión del 4F, “en la defensa de sus vidas, de su integridad física y de todos sus derechos ciudadanos”. Por cierto, guardo carta que me envió el mismo Chávez, firmada también por sus compañeros de prisión, agradeciendo todo lo que habíamos hecho al respecto y formulando votos por una Venezuela muy distinta de la que después “construyó”. Recordemos también lo que agregan los obispos: “La mediación de la Conferencia Episcopal, igualmente, a petición del Gobierno presidido por Usted, en el conflicto del año pasado entre la Asamblea Nacional Constituyente y el Congreso Nacional, fue aceptada por nosotros por razones superiores”.
Antes de cualquier otro comentario quisiera subrayar, a propósito de la mentira de Chávez, que una de las razones de la fricción entre los gobiernos del SSXXI y el Episcopado ha sido precisamente la crítica de la Iglesia a la corrupción oficial imperante.
Especial relieve tiene una consideración histórica e institucional, que subraya la Presidencia del Episcopado en la Carta: “Sus juicios sobre la Iglesia y la descalificación genérica de la misma, son los más negativos emitidos por un Jefe de Estado en toda la vida republicana. Qué lejos están esas expresiones del auténtico ideal bolivariano: protegeré la religión hasta que me muera (Carta a María Antonieta Bolívar, 27 de octubre de 1825)”.  Se agrega: “Ni siquiera los presidentes que expulsaron sacerdotes, religiosos y obispos se valieron de semejantes calificativos (…) Si esto se dice de la Iglesia, ¿qué se puede esperar para el resto de las instituciones del país y para los ciudadanos?”
Los Obispos rechazan también la pretensión de presentar al Episcopado como dividido y dominado por una pequeña fracción; la insistencia de Chávez en identificar “la verdadera Iglesia” con la posición de algunos exsacerdotes o sacerdotes afectos al proceso; y la utilización del lenguaje y citas bíblicas para abalar su proyecto, su programa e incluso sus medidas políticas.
Desde el inicio del régimen “socialista”, el gobierno, en razón de su proyecto totalitario, ha sido beligerante contra la Iglesia. Ésta se identifica con ningún modelo político, sino que está abierta a un pluralismo en la línea de la libertad, la justicia y la paz; busca siempre cooperar con Estado con miras al bien común.

miércoles, 13 de marzo de 2019

UN PAÍS, UN PRESIDENTE




Venezuela no debe continuar con la actual dañina bicefalia, que mantiene al país en gran parálisis y empeora la ya grave crisis nacional caracterizada por hambre y muerte, violencia y destrucción. En estos mismos días estamos viviendo una realidad sumamente dramática, expresiva de dos décadas de progresivo deterioro global y afectando, por tanto, los distintos ámbitos sociales: económico, político y cultural.
Esa bicefalia consiste en la existencia de dos cabezas, que reflejan de modo patente una doble situación intolerable: la una , ejerce el poder de facto apoyándose principalmente en la Fuerza Armada y es ilegítima, no tanto por irregularidades en el campo jurídico, cuanto por la permanente violación de derechos humanos del pueblo venezolano, comenzando por las insoportables privaciones que golpean especialmente a los más desprotegidos,  los niños y ancianos de los sectores pobres de la población, junto a la obstrucción de la ayuda humanitaria para aliviarlas; la otra cabeza es la legítima, pues brota debidamente del único poder público electo por la gran mayoría de los ciudadanos, goza del espontáneo apoyo  de éstos y de un gran reconocimiento internacional.
El Episcopado en enero del año pasado denunció lo siguiente: “Con la suspensión del referéndum revocatorio y la creación de la Asamblea Nacional Constituyente, el Gobierno usurpó al pueblo su poder originario. Los resultados los está padeciendo el mismo pueblo          que ve empeorar día tras día su situación” (Exhortación, 12 de enero de 2018). Meses más tarde el mismo Episcopado advirtió la ilegitimidad de la consulta electoral de mayo y de la resultante prolongación del “mandato del actual gobernante” (Exhortación del 11 de julio de 2018).
De lo anterior se puede inferir como algo implícito en las declaraciones del Episcopado, que la actual bicefalia debe resolverse así: quien detenta el poder de facto tiene que ceder el paso a la formación de un Gobierno de Transición, respondiendo de tal manera al angustioso clamor nacional y al obligante bien común de los venezolanos, quienes anhelan y urgen la recuperación de la paz y el restablecimiento de un clima de convivencia democrática de la nación. Al pueblo soberano le habrá de corresponder, mediante elecciones verdaderamente libres, convalidar este cambio y determinar el camino ulterior a seguir.
El Episcopado también ha hecho llamados a la Fuerza Armada “a que se mantenga fiel a su juramento ante Dios y la Patria de defender la Constitución y la democracia, y a que no se deje llevar por una parcialidad política e ideológica” (Ibid.). Lo que significa reconocer la cabeza legítima.  
Las tomas de posición de los Obispos brotan de una coherente preocupación pastoral, en la línea de su misión evangelizadora específica, que los obliga a contribuir junto con toda la Iglesia a la construcción de una “nueva sociedad” o “civilización del amor”; ésta busca conjugar la libertad y la justicia, el progreso y la solidaridad, el pluralismo y la paz. Una sociedad en que hay un estado de derecho, se respetan y promueven los derechos humanos, los deberes de las personas así como de los conjuntos sociales, la calidad moral y espiritual de vida y una ecología integral.
Estimo que en la presente circunstancia cobra particular actualidad lo que en la citada Exhortación  de enero del año pasado dijera el Episcopado: “La actitud de resignación es paralizante y en nada contribuye al mejoramiento de la situación. Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad ¡Despierta y reacciona, es el momento!, lema de la segunda visita de san Juan Pablo II a Venezuela (1996), resuena en esta hora aciaga de la vida nacional. Despertar y reaccionar es percatarse de que el poder del pueblo supera cualquier otro poder”.
Venezuela como una nación, un pueblo, un cuerpo político, necesita y soporta una sola cabeza presidencial, legítima, democrática, de rectitud republicana y moral. Esa cabeza existe y Venezuela urge el ejercicio pleno de su autoridad.

viernes, 1 de marzo de 2019

CONOCIMIENTO LIBERADOR




Nadie quiere lo que no conoce. Es una muy conocida sentencia, que expresa el enraizamiento de la voluntad y, por tanto, de la libertad, en el conocimiento. De allí la importancia de una recta formación con miras a decisiones y acciones convenientes.
Lo anterior no significa que el tener ideas implique necesariamente el desencadenamiento de opciones y actividades correspondientes, pero si se carece de aquellas nada se puede esperar en el ámbito de lo concreto operativo. De allí la importancia de una buena formación o, mejor, educación.
En una pequeña publicación escrita por mí a modo de curso introductorio sintético de Doctrina Social de la Iglesia -publicación del Consejo Nacional de Laicos- incluyo en anexos la Declaración universal de los derechos humanos, el Preámbulo y Principios fundamentales de nuestra Constitución (CRBV), así como algunos números del documento La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad, producido por el Concilio Plenario de Venezuela. Lo hice porque, especialmente a los dos primeros, se los menciona mucho, pero suelen ser ilustres desconocidos.
Todo el mundo habla de los derechos humanos, mas sería interesante saber cuántos son los que los conocen de verdad. Los dos últimos presidentes que hemos tenido en el país solían agitar en sus intervenciones públicas el librito de la Constitución, sin preocuparse, sin embargo, de que los ciudadanos lo leyesen, y, peor aún, procurando que no fuesen leídos por los peligros que implicaba una ilustración de la gente en la materia. Bolívar llegó a decir: “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.
El desconocimiento de los derechos hace que se viva como a la intemperie en la polis y que se consideren como dádivas del gobernante las que son pura y simplemente obligaciones de éste. A título de ejemplo cito aquí dos artículos de la Constitución, abierta y sistemáticamente violados por el Régimen: “El Estado garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transparente, autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones indebidas, sin formalismos o reposiciones inútiles” (Art. 26). “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas y opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura”. Y de la Declaración universal baste citar un artículo de particular actualidad: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar; y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25, 1).
Ahora bien, a propósito de derechos es indispensable agregar que la otra cara de los mismos son los deberes. El Decálogo en el Antiguo Testamento y el Sermón de la Montaña en el Nuevo son tablas de obligaciones orientadas hacia el perfeccionamiento personal y social. El texto evangélico de Mateo 25, 31-46, que me gusta citar a menudo, habla del Juicio Final, en el cual la salvación se otorgará a los seres humanos por su iniciativa en el ejercicio activo de la solidaridad, mientras que la condenación se recibirá por la indiferencia e inacción en ese mismo campo de amor misericordioso.
La recuperación del país dependerá ciertamente de la acertada estructuración del tejido económico y político, pero, sobre todo de un sano funcionamiento de la dimensión ético-cultural. De allí lo indispensable de la correspondiente formación en materia de calidad moral y espiritual de la vida, de una educación que será realmente liberadora en la medida de su fidelidad a lo que entrañan la dignidad de la persona y sus derechos y deberes humanos fundamentales. Aquí se aplica lo que dice el Señor Jesús: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 32).
El conocimiento de la verdad no sólo informa, sino que libera, eleva, dignifica. No así la falsedad, la mentira, el engaño, el neolenguaje encubridor.