sábado, 29 de enero de 2022

RELIGIÓN, OPIO O INTERPELACIÓN

     A manera de preámbulo valgan dos observaciones con respecto a religión como la interpretamos aquí. La primera es que se la define como comunión con Dios, inseparablemente ligada a comunión con el prójimo, y no ya polarizada en lo institucional normativo y cultual como suele hacerse. La segunda es que se la entiende en su especificidad cristiana, sin ignorar y, mucho menos, menospreciar, los valores comunes con otras expresiones confesionales.

    Fundamental en una reflexión sobre religión es el concepto de Dios de que se parte. En perspectiva cristiana se trabaja no sólo con los datos de la razón, sino que se cuenta primordialmente con lo que Dios ha revelado acerca de su ser y obrar, lo cual recoge la Sagrada Escritura o Biblia (conjunto de Libros que se dividen en Antiguo y Nuevo Testamento).

    La noción de Dios que ofrece esa revelación lo presenta no sólo como el absoluto, ser infinito y perfecto, personal y creador, sino como comunión, tejido de relaciones interpersonales: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El misterio central cristiano es el de Dios- Trinidad y Jesucristo, Revelador y Salvador. Dios se manifiesta como ser dialogal, “familia divina”. Por ello la Primera Carta de Juan da la siguiente definición: “Dios es Amor” (4, 8). Los cristianos coincidimos con los judíos y musulmanes en afirmar a Dios como uno y único (monoteísmo), pero nos distinguimos en reconocerlo como pluripersonal (Unitrino).

    La concepción cristiana en Dios no se queda en un seco enunciado intelectual; es fecunda y sumamente iluminadora en consecuencias. Mencionamos algunas, comenzando con el reflejo antropológico.

    Según el relato genesíaco de la creación Dios dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (1, 26). Pues bien, lo que brota de esta voluntad del Unitrino creador no es un humano solitario, sino solidario, dialogal, ser para la comunicación y la comunión; no crea simplemente humanos sino humanidad, sociedad, en función de la cual aparece la distinción sexual.

    Otra expresión la tenemos en el campo operativo. Como consciente y libre, el humano creado queda constituido en sujeto ético, responsable y corresponsable, recibe orientaciones y normas (lamentablemente la libertad histórica no tardará en manifestar su lado limitado y oscuro, el pecado, cap. 3).  La norma máxima y articuladora moral, que se va perfilando en el Antiguo Testamento y queda patente en el Nuevo, es el amor, a Dios y prójimo, como Jesucristo lo subraya una y otra vez (ver, por ejemplo, el Sermón de la última Cena, Jn. 13-17). San Pablo subraya que la plenitud de la ley es el amor (ver Rm 13, 8.10). El relato del Juicio Final que hace el mismo Jesús, según Mateo 25, 31-46, muestra bien claro que, antes que opio y distracción, el relacionamiento con Dios es interpelación y exigencia de solidaridad y fraternidad concretas; allí aparece como criterio de salvación y condenación definitivas la práctica o no, en este mundo, del amor al prójimo, el cual presencializa al Señor Jesucristo. Y amor muy en concreto. Aquí hay toda una exigencia de servicio, misericordia, bondad, respeto, reconciliación, justicia, ternura, solidaridad. No sólo como buenos deseos, sino como realización efectiva. Pablo VI habló de “civilización del amor” como figura de la nueva sociedad que es preciso construir.

    Antes que, alienación, indiferencia, evasión del quehacer servicial mundano, la comunión (religatio) con Dios Trinidad-Amor, es reclamo y estímulo de compromiso social, político y cultural hacia una convivencia humana realmente digna y fraterna.

    La religión cristiana tiene un credo que sintetiza las verdades fundamentales que se han de creer y un conjunto cultual en que es preciso participar. Pero como sentido y norte de todo ello se destaca el “mandamiento máximo” como orientación-meta del ser y quehacer del creyente: el amor. Como advertencia final valga la siguiente: “Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20).

jueves, 13 de enero de 2022

Soberano, participante y protagónico

     La Constitución en el Preámbulo afirma como su finalidad suprema refundar la República para lograr una sociedad, cuyas primeras tres notas han de ser: democrática, participativa y protagónica. Ahora bien, ¿quién ha de ser el constructor de esa polis? El artículo 5 responde: el pueblo soberano, de modo directo o indirecto, pero, en todo caso, primero, originario.

    La democracia etimológicamente dice “poder del pueblo”, expresión de su soberanía. Ésta, con todo, no se da sin más, por cuanto exige participación y protagonismo.  Entraña, en efecto, compromiso real, corresponsabilidad efectiva e irrenunciable proactividad. Requiere una seria educación para ello y fraguar mecanismos indispensables.

    A finales del siglo pasado se habló bastante de los cogollos hegemónicos de los partidos, cuando las dirigencias se convirtieron en grupos cerrados, autosuficientes, dejando de ser vasos comunicantes con la militancia partidista y la población en general. Alguna vez oí decir a un alto directivo nacional, en vísperas de unas elecciones presidenciales, que lo más importante no era el candidato, sino la maquinaria partidista que lo llevaría al poder.

    Cuando hoy se plantea una necesaria refundación del país es porque el manejo político no ha ido acorde con la participación y el protagonismo genuinos del soberano. Tenemos así un régimen opresor que se considera omnisciente y omnipotente, un liderazgo partidista con pretensiones de autosuficiente y una ciudadanía más bien replegada como observadora, confusa y aquejada en buena medida por el síndrome de Estocolmo.

    Hay una expresión, que si bien no puede ser asumida axiomáticamente, no deja de exhibir gran parte de verdad: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Afirmación que han de tomarse como desafío hacia la transformación de la realidad.

    La gravísima crisis del país, que tiene como causa principal el gobierno dictatorial de proyecto totalitario, exige un esfuerzo muy grande para el cambio democrático de mentes, procedimientos y estructuras. Lo de mentes se refiere a formación, educación, para la participación y el protagonismo ciudadanos, con miras a una convivencia de significativa calidad humana (ético-cultural, espiritual, social) y un ordenamiento societario promotor de corresponsabilidad, compartir, solidaridad. Con gente pasiva, cautiva, encuadrada en estructuras hegemónicas y monopólicas no se puede pensar en un futuro democrático, de consistente bien común. En la Iglesia Católica, por cierto, está hoy sobre el tapete el tema de la sinodalidad (en griego quiere decir caminar juntos), que busca promover precisamente la participación, la corresponsabilidad de los creyentes en los varios ámbitos eclesiales hacia el cumplimiento de la común misión evangelizadora.

    Participación -derivada de parte- significa que cada quien debe asumir la tarea que le corresponde dentro del conjunto social  y ser protagonista en alguna forma de la suerte del mismo. Responsabilizándose siempre, en pequeño o en grande, de algo. No sentándose a esperar que le compongan su hábitat, sino asumiéndolo en concreto (familia, vecindario, pueblo, región, nación; grupo, sector, gremio, partido…). Pensando con la propia cabeza y poniendo en acción la libertad.

    Participación es “meter las manos en la masa”, enfrentar lo poco o mucho que corresponde hacia un horizonte de bien común. Es tomar conciencia de ser actor y no simple paciente, buscando los mejores modos de ejercer el servicio ciudadano y, si toca, ocupando primeros puestos, no ciertamente por soberbia o avaricia, sino en la línea de una solidaridad corresponsable.

    Nuestra historia nacional con su persistente secuencia de gobiernos de fuerza, dictaduras, oligarquías, partidocratismos, populismos y pare de contar, no ha sido la mejor escuela de participación ciudadana y de protagonismo efectivo y compartido.  Ahora bien, para remodelar mentes y reconstruir tejidos y estructuras, nadie puede considerarse desempleado y excluido en esta empresa societaria, en la cual va de por medio el futuro deseable de la nación. Repito: al hay que debo cambiarlo por el tengo que y entrar en acción para poder decir estoy en.

    El soberano sea de veras soberano, participando y protagonizando.