jueves, 18 de noviembre de 2021

POLITICIDAD Y REFUNDACIÓN

 

    Los elementos básicos de una filosofía del ser humano los encontramos en los tres primeros capítulos del Génesis, bajo un ropaje literario de símbolos, metáforas y antropomorfismos; entre aquellos destacan: creaturalidad, corporeidad, espiritualidad, socialidad, libertad, diferenciación sexual, historicidad, vulnerabilidad ética, esperanza.

    La politicidad concreta la socialidad y entraña participación, corresponsabilidad, en la polis, que es convivencia humana orgánica y estructurada hacia el logro y promoción del bien común. Sabemos que Aristóteles definió al hombre “por naturaleza un animal político”. Y pudiéramos agregar: político también “por deber moral”. (Se toma aquí él término “política” en sentido general y no reducido a lo partidista o al ejercicio del poder).

    Lo político viene a ser entonces una condición o característica del ser humano, pero, dándose en una creatura libre, es igualmente una vocación, sujeta, por tanto, a calificación ética. El ser humano está diseñado para ser y actuar en la polis; es inevitablemente político, aunque en su  ejercicio puede comportarse de modo activo o pasivo, responsable o irresponsable. Estrictamente hablando el hombre apolítico no existe, como tampoco el ahistórico. Robinson Crusoe es simple fantasía.

    De la refundación de Venezuela -planteamiento claro y urgente del Episcopado patrio- se ha tratado ya anteriormente en esta columna, explicitando algunos de sus rasgos y exigencias fundamentales. Hoy quisiera abordar la seria interpelación que se plantea a todos los venezolanos, acerca de su compromiso político. Refundar el país no es tarea concerniente a unos pocos, sino obligación de todos los ciudadanos.

    Factores decisivos de la descomposición democrática en el tiempo próximo anterior al advenimiento del social comunismo (SSXXI) fueron el “cogollismo” (concentración cupular) partidista; la ofensiva “anti política” desde centros comunicacionales y empresariales, que arropó a la sociedad civil; así como la dinamización de movimientos subversivos de signo marxista. La ilusión de que la convivencia democrática tenía bases muy firmes y aseguradas llevó a dañinas aventuras como la de sustituir punitiva e innecesariamente a un presidente en vísperas de terminar su mandato constitucional. Aquí había desaparecido de las escuelas, lamentablemente, la asignatura Moral y Cívica y los partidos políticos descuidaron o abandonaron su actividad formativa; las instituciones religiosas, en general, desatendieron la formación permanente y sistemática de los creyentes para un genuino, renovador y servicial protagonismo político. En los partidos preocupación prioritaria era la compactación de masas y la eficacia de maquinarias directivas.

    No hay democracia sin demócratas y no hay demócratas si no han sido formados para tales. Educar para la democracia es formar para la responsabilidad y corresponsabilidad, la participación y la solidaridad, la subsidiaridad y el emprendimiento; formar mentes críticas y sujetos éticos, constructores y protagonistas de la polis y no simples pacientes, observadores o jueces.

    Al Régimen social comunista emergente no le ha interesado, por principio, la educación democrática ciudadana, sino el amaestramiento ideológico y la disciplina “revolucionaria”; le importa, no la formación de cerebros pensantes, críticos, sino de voluntades obedientes al pensamiento único y al poder totalitario. Su hegemonía comunicacional y su política absorbente y represiva busca impedir el crecimiento de una ciudadanía activa y corresponsable, genuinamente electoral y no simplemente votante.

    Refundar el país como república democrática, consciente de sus raíces históricas y cultora de sus mejores valores nacionales, exige como requisito sine qua non, educar venezolanos, desde los más diversos ángulos, para una ciudadanía activa y corresponsable, para una participación protagónica en la polis, para un ejercicio efectivo de su soberanía (CRBV 5). Es oportuno recordar siempre aquello de Sófocles al inicio de la tragedia Edipo Rey: “Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna persona hay en ellos”.

    Para los cristianos, que hemos recibido como mandamiento máximo el amor -fuente de servicio y solidaridad-, la politicidad es doblemente obligante y, con ello, el educarse y educar para la recta praxis política. Esto es imperativo de modo especial para los laicos, que tienen como propio y peculiar, transformar las realidades temporales con los valores humano-cristianos del Evangelio, ya en el amplio y vasto campo de la sociedad civil, ya también en el terreno político-partidista y en el manejo del poder.

 

CRUZ TRINITARIA


 

jueves, 4 de noviembre de 2021

DOBLE CIUDADANÍA

     La Doctrina Social de la Iglesia (DSI), como el nombre mismo lo dice, es un conjunto de enseñanzas sobre el ser y el quehacer societarios, propuestas de manera oficial a través, especialmente, del magisterio pontificio.

    Lo anterior no significa que los destinatarios de la DSI se circunscriban al círculo eclesial y que el mensaje no constituya una plataforma de diálogo con gente de otras confesiones o convicciones. En efecto, su contenido comprende fundamentalmente dos niveles de proposiciones, a saber, a) las que se mueven en el ámbito de la sola razón, y b) las que ahondan o enriquecen el mensaje a la luz de la Revelación divina según lo interpreta la Iglesia; la actividad intelectual se abre entonces a un horizonte posibilitado por la fe. Un ejemplo: la DSI considera la dignidad del ser humano no sólo desde su condición personal según lo que alcanza la sola razón (sujeto consciente, social, libre y responsable), sino, más profundamente, desde su identidad como creado a imagen y semejanza de Dios Unitrino y redimido-elevado por Cristo, Hijo de Dios encarnado. Se comprende entonces por qué cuando el Papa habla en la ONU, su discurso no es necesariamente del mismo tono y contenido que su predicación en San Pedro.

    Este enfoque dimensional se relaciona estrechamente con lo que pudiera denominarse doble ciudadanía del cristiano -para no hablar del ser humano en general-: una, temporal, mundana, y otra, definitiva, meta histórica, trascendente, con las derivaciones que ello tiene para el quehacer histórico y un humanismo integral.

    Sobre la ciudadanía temporal como factum, valga recordar la definición del ser humano como “ser en el mundo”, así como el hecho jurídico de que el nacimiento de una persona acarrea automáticamente su incorporación a un Estado (polis) determinado. Existir es, ineludiblemente, con-vivir. El problema reside en cómo se actúa esa necesaria “mundanidad” y “politicidad”, si como pasivos o pacientes, o como agentes o protagonistas.  

    Sobre la otra ciudadanía (la trascendente), dejando de lado aquí lo que puede aportar la razón sobre la inmortalidad del alma, prestemos atención a lo que se ofrece en perspectiva creyente. Resulta muy ilustrativo el testimonio de San Pablo, quien en su Carta a los Filipenses -escrita en cárcel y en la probabilidad de una pronta ejecución- manifiesta (Cap. 1) una aguda tensión existencial entre morir y estar con Cristo, que para él resulta “con mucho lo mejor”, o seguir viviendo (“permanecer en la carne”), que para los destinatarios es “más necesario”. Junto a reafirmar su compromiso de servicio a la comunidad en su tarea evangelizadora, el Apóstol destaca: “nuestra ciudadanía (políteuma) está en los cielos” (4, 20). Se confiesa, pues, miembro de dos mundos, ciudadano de dos polis, de las cuales la celestial -poseída ya en algún modo- es la permanente y prioritaria. Sobre la relación de esas dos polis y la doble ciudadanía es sumamente iluminadora la narración que Jesús hace del Juicio Final (Mt 25, 31-46); la entrada o no al Reino celestial depende de cómo se haya actuado la ciudadanía terrestre: si en el amor, o en el cierre sobre sí mismo. El prójimo viene a ser presencialización del Señor y en lo temporal se juega lo definitivo. Esta afirmación se sitúa en las antípodas de ideologías como la marxista (humanismo cerrado, lo religioso como alienación). El compromiso social viene a ser exigido y reforzado desde a fe.

    Una categoría fundamental del ser humano en su interpretación creyente, y particularmente cristiana, es la de peregrino. No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que estamos en camino hacia lo que el Apocalipsis define como la Jerusalén Celestial, plenitud del Reino de Dios, la comunión o sociedad perfecta de los seres humanos con Dios y entre sí.

    El tiempo de la peregrinación ha de ser de protagonismo servicial, solidario. Para el creyente, la condición de peregrino, su ciudadanía celestial, antes que alienación ha de ser incentivo para la construcción de una “nueva sociedad”, desde la familiar hasta la internacional. Esto, particularmente en un país como la Venezuela actual, de amplia mayoría cristiana y en grave desastre global, constituye una punzante interpelación.