viernes, 26 de octubre de 2018

GIRO COPERNICANO DEL PODER




El domingo pasado en la celebración de la Misa se leyó un pasaje del Evangelio (Mateo 10, 35-45), que encierra un verdadero giro copernicano en la concepción del poder, y con éste, del gobierno y del estado. Se trata de la lección dada por Jesús a sus discípulos sobre el sentido de la autoridad ¿Ha de girar ésta alrededor de la gente o lo contrario? Una enseñanza muy oportuna en momentos en que se acerca en nuestro país el urgente e indispensable Gobierno de Transición
La lección la da Jesús en un tiempo en que su nación se encuentra bajo la férula del emperador romano y por eso expresa: “Ustedes saben que quienes son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. Él mismo habría de sufrir en carne propia la arbitrariedad del Procurador romano de la Judea, Pilato.
A raíz de los acontecimientos de finales de 1989 y comienzos de 1990 simbolizados en caída del Muro de Berlín, el Papa Juan Pablo II expresó la estima eclesial hacia la democracia diciendo que la Iglesia aprecia este sistema “en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Encíclica Centesimus Annus, 46). Y agregó algo de suma importancia: “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad”. 
El giro en que consiste el paso a la democracia es concebir y actuar el poder en función del bien común de los ciudadanos y no ya sometiendo a éstos a los intereses de los gobernantes. Jesús, luego de criticar la rebatiña que los discípulos tenían por querer ocupar los primeros puestos en la gloria del Reino predicado por él, los amonesta: “Ustedes, nada de eso: el que quiera ser grande, sea su servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. Y se pone como ejemplo por cuanto “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.
En un régimen auténticamente democrático se pone en práctica de modo efectivo el principio de que la soberanía reside en el pueblo y es en función del desarrollo integral de éste como deben actuar los gobernantes. En el texto del Papa arriba citado se denuncia “la formación de grupos dirigentes restringidos que por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado”. Es lo que sucede en Venezuela con el Régimen del así llamado Socialismo del Siglo XXI, en el que una casta gubernamental partidista se cree dueña del país y juega malignamente con la suerte de los venezolanos: expropia lo que quiere, encarcela a quienes le viene en gana, empobrece y niega servicios de salud a la población para manejarla a su antojo, destierra y obliga al exilio a millones de compatriotas, depreda el ambiente por acción y omisión, impide la libre comunicación y muchas tropelías más. Ha usurpado la soberanía popular y ha llevado a las grandes mayorías a una emergencia humanitaria, la cual se niega a reconocer y, por supuesto, no atiende.
El cambio de dirección que el país requiere ha de realizar entonces el giro copernicano de poner el gobierno al servicio del pueblo,                atendiendo a sus necesidades y promoviendo un progreso integral compartido. Y esto no como una gracia o concesión del poder, sino como deber ineludible de quienes reciben del soberano unas facultades para guiar y coordinar la buena marcha de la comunidad política.
La enseñanza de Jesús sobre el poder es sumamente oportuna: la autoridad debe ejercerse como servicio, no como dominación.

 


miércoles, 10 de octubre de 2018

ROMERO: POLÍTICA DESDE EL EVANGELIO




 El próximo 14 de octubre será reconocido como santo y mártir el arzobispo Oscar Arnulfo Romero. La celebración litúrgica tendrá lugar en Roma en la Plaza de San Pedro y será presidida por el Papa Francisco. Para los venezolanos constituye una fuerte iluminación y un vivo reclamo hacia el cambio que urge el país.

El nuevo santo latinoamericano nació el 15 de agosto de 1917 y fue asesinado el 24 de marzo de 1980 en la capital salvadoreña mientras celebraba la Eucaristía. Ahora recibirá culto público en la Iglesia, que lo expondrá como modelo de seguimiento de Cristo e intercesor por quienes todavía peregrinamos en este mundo. La ofrenda sangrienta de su vida fue la culminación de su fecundo recorrido como pastor, el cual estuvo marcado por su total fidelidad al Señor, una completa entrega a la Iglesia y un heroico servicio al pueblo, a cuya defensa y promoción integrales consagró su vida y su muerte.  Ya el 23 de mayo de 2015 Monseñor Romero había sido declarado, en la capital salvadoreña, beato; y mártir, por “odio a la fe”.

Entre los recuerdos personales que tengo de él, me viene a la memoria con profunda emoción el recibo de una carta suya fechada en San Salvador poco antes (11 de marzo) y recibida por mí tres días después de su muerte. Era de agradecimiento por el mensaje de la solidaridad que le habíamos hecho llegar desde Lima los participantes en un encuentro del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).  Monseñor Romero escribió: “Su fraternal solidaridad como signo de unidad eclesial, alienta vivamente nuestra pastoral de acompañamiento al pueblo, en sus justas causas y reivindicaciones”
De mis encuentros con él me quedaron muy grabadas su humildad y sencillez, su actitud apacible y dialogal, que conjugaba con su firme disposición y fortaleza para encarar los desafíos planteados en cuanto obispo y ciudadano: indoblegable defensa de los derechos humanos, construcción de paz en libertad, justicia y solidaridad.

El ahora santo y mártir asumió y concretó su defensa inquebrantable del prójimo, especialmente del más necesitado, desde el mandamiento máximo evangélico, el amor, imitando a Jesús, a quien percibía claramente en la persona de los más débiles. Entendió sin medianías y alambicamientos ideológicos el criterio del juicio definitivo del Señor, el amor, como lo recoge el evangelista Mateo (25, 31-46). Su humanismo iba más allá del altruismo y de una recta condición ética, valiosos en sí; se fundaba en Dios, que es amor (1 Jn 4, 8).

Oscar Arnulfo entendió el mandamiento máximo, no restringiéndolo a una aislada relación interpersonal o a estrechos ámbitos sociales, sino también extendido a la dimensión de la polis.   Por eso intervino en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la denuncia de abusos del poder y en la animación de reformas estructurales sociales. Existencialmente mostró que el amor ha de traducirse en acción política, so pena de confinarse en un espiritualismo desencarnado e intimista. ¿Obispo santo político? Sí, pero desde su coherencia pastoral y una autenticidad evangélica. Realizó también algunas funciones de suplencia, por la insuficiencia de canales normales institucionales democráticos, en una circunstancia de situaciones de fuerza y graves confrontaciones. Una exposición clara y sistemática de su coherente engranaje de fe y política, de tarea pastoral y servicio social, lo había desarrollado Monseñor Romero el 20 de mayo de 1979 en una homilía titulada “El don más grande la Pascua: el dinamismo del amor”.

La canonización del Obispo Mártir viene oportunamente en el momento actual venezolano, que urge a católicos, cristianos, creyentes y personas de genuinas convicciones humanistas, a comprometerse en el cambio político que reclama el país: el paso de un régimen dictatorial totalitario a una convivencia democrática pluralista. Hacia una nueva sociedad, en la línea de la “civilización del amor”.