lunes, 18 de febrero de 2013

ESE NO ES MI PROBLEMA

Ovidio Pérez Morales “Ese no es mi problema”. Con estas y otras palabras de la misma índole solemos despachar solicitudes o reclamos que nos vienen del entorno. Es lo mismo que con un gesto bien significativo hizo Pilato para deshacerse de la absolución debida al justo que tenía delante, acusado por una vociferante asamblea. Es evidente que hay problemas cuya solución total o parcial no entra en nuestras posibilidades o deberes. Frente a ellos no tenemos responsabilidad alguna. Al mendigo de la esquina se le escapa de las manos una medida económica, que pueda paliar el desequilibrio social. Y uno no tiene nada que ver con el orden de los planetas. Pero uno sí tiene, y mucho, que ver, con innumerables problemas pequeños y grandes, que entrar en el tejido de la propia existencia y sobre los cuales no se toma conciencia de la propia responsabilidad. Situaciones familiares, del vecindario, del lugar de trabajo o de estudio, de la ciudad y del país. Puede tratarse de un prójimo necesitado de una solidaridad concreta en ayuda material o espiritual, de la participación en un reclamo colectivo o de una elección para un cargo público. Puede consistir en una palmada en el hombro, una denuncia necesaria o una iniciativa gremial ¿Has pensado en el Juicio Final? Antes era un tema más manejado. Actualmente muchísimos lo niegan o lo estiman como idea inoportuna. Jesús lo planteó en serio en su predicación del Reino, como discernimiento y sentencia al final de la travesía humana por la historia. Lo cierto es que le dedicó amplio espacio en su predicación del Reino. Los capítulos 24 y 25 del evangelio según san Mateo reciben generalmente en el Nuevo Testamento el título de “Discurso escatológico” porque llaman la atención sobre lo definitivo, las postrimerías, la culminación de lo que denominamos historia y, al mismo tiempo, el inicio de ¿cómo decir? una post o metahistoria, o, mejor, la consumación del designio divino sobre la humanidad. La Biblia nos habla de la plenitud del Reino de Dios. Pues bien, en ese texto, Mateo, luego de referir discursos y parábolas sobre el tópico, trae (25, 31-46) una especie de reportaje sobre el Juicio Final. No me detengo en particulares, que el lector puede buscar, para concretarme en un elemento fundamental que aparece allí: el criterio del juicio. ¿Qué es lo que el Rey, el Hijo del hombre, aplica como medida para premiar o castigar? Simplemente el haber atendido o no a necesidades concretas del prójimo. Por ejemplo, tuve hambre y me diste-no me diste de comer. Los condenados no son lanzados al castigo por haber hecho algo malo (matar, mentir…), sino por no haber hecho algo bueno (dar de comer o beber al hambriento o sediento…). Reciben el premio eterno, entonces, los que han hecho, de verdad, proximus al “otro” (hambriento, sediento…). Jesús castiga la indiferencia y la frialdad. Premia la solicitud, la solidaridad. Castiga la omisión. Felicita la proactividad. Mat 25, 31-46 es una punzante advertencia a todos nosotros, que solemos mantener y aplicar una moral “negativa” (no matar, no, no, no), sin ocuparnos de lo principal, que consiste en positividad, proactividad, con respecto a los demás. El mandamiento máximo de Jesús es amar. Como él nos amó. Y amar no reside puramente en no dañar al otro (padres, vecinos, connacionales…), sino, principalmente, en servir, apreciar, ayudar, hermanar. Una manoseada conseja dice: “El mundo anda como anda, no por lo que hacen los malos, sino por lo que los buenos dejan de hacer”. Es decir, por los “pecados de omisión” de quienes se consideran “buenos”. Con “lavarse las manos” no se llega muy lejos en la construcción de una nueva sociedad, justa, libre, pacífica. Jesús nos pone en guardia frente al “ese no es mi problema”.

lunes, 4 de febrero de 2013

SOMOS RESPUESTA DE DIOS

Ovidio Pérez Morales ”Escucha mis palabras, oh Dios, repara en mi lamento”. “¡Escucha, oh Dios, mi clamor, atiende a mi plegaria!”. Así comienzan los salmos 5 y 61, respectivamente. Son la invocación del ser humano, sumido en la angustia, o frente a problemas punzantes de la vida cotidiana. ¿No hemos oído decir a muchas personas que Dios no las ha escuchado en sus necesidades, a pesar de que él mismo las ha invitado a pedir frecuente e insistentemente? ¿Nosotros mismos, no hemos sido, al menos, tentados de quejarnos así? ¿Es sordo o se hace el sordo el Señor? Meditando en esto y siguiendo la orientación iluminadora de la Escritura Santa (ver, por ejemplo Mt 25, 31-46), se me impone en la mente este imperativo: “Yo debo ser, en la medida de mis posibilidades y en asuntos en que pueda serlo, la respuesta que mi prójimo espera de Dios”. Yo: la respuesta de Dios. Personalizando de otro modo esta afirmación, se la puede formular así: Yo, tu, nosotros debemos ser la respuesta que nuestro prójimo espera del Señor. Pensemos aquí, ahora, en la situación concreta de nuestra circunstancia grande o pequeña: país, ciudad, vecindario. Percibimos situaciones de violencia desenfrenada, así como carencias materiales y espirituales del más diverso tipo. Y en medio de ellas, captamos también las invocaciones a Dios por parte de mucha gente, en el sentido de que en vez del odio, la crueldad, la indiferencia, el egoísmo, reinen, el amor, la compasión, la solidaridad, el compartir. Dios responde siempre. Hay ocasiones en que lo hace de manera perceptible y milagrosa, como Jesús en Palestina, al curar leprosos, dar la vista a ciegos y poner a caminar a paralíticos. Otras veces Dios actúa efectiva pero ocultamente. Pero el quiere obrar, ordinariamente, a través de nosotros. El quiere responder, sí, mediante nuestro compromiso con el prójimo. Para ello nos hizo libres-responsables y nos dio un mandato muy preciso por boca de Jesús: “Este es el mandamiento mío: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). En el Padre Nuestro pedimos a Dios que se haga su voluntad y que nos dé el pan de cada día. Pues bien, la voluntad de Dios es que estemos atentos y seamos operativos con respecto a las necesidades de los demás; cuando hacemos así, damos la respuesta de Dios a las plegarias que se le elevan. Cuando atendemos una súplica, damos un consejo, hacemos un servicio o prestamos una ayuda a personas amigas, a conocidos o extraños, pero también a quienes no nos caen bien y aún a los que podemos considerar no amigos, estamos convirtiéndonos en boca, oído, corazón, brazos de Dios para el hermano necesitado. Maximiliano Kolbe, Teresa de Calcuta y, más cerca de nosotros, Oscar A. Romero, María de San José, entendieron muy bien esta lección. No se lavaron las manos frente a injusticias y necesidades. No se escabulleron con el acostumbrado “ese no es problema mío”. Se identificaron como respuesta de Dios a enfermos, pobres, maltratados, excluidos. Convirtiéndose a su vez, así, en clara lección para nosotros de lo que es amar a Dios y de lo que significa verdadera religión. Por tanto, yo, tu, nosotros, hemos de ser la respuesta de Dios al prójimo suplicante