lunes, 22 de junio de 2015

DE DIOS NO HABLAR



Dios no debe ser interpretado como simple recurso argumentativo para un correcto comportamiento ético. Hay no creyentes que se comportan éticamente con rectitud. Por lo demás,  Dios no necesita nuestra obediencia, como si ésta le añadiese algo a su felicidad y perfección.
Tampoco se puede decir que la afirmación de Dios produzca automáticamente concepciones y sentimientos de bondad, fraternidad y paz. La historia ofrece dolorosas experiencias de cruel intolerancia religiosa –también entre cristianos- y la actualidad mundial exhibe muestras trágicas de masacres realizadas en nombre de un “Dios”,  caricaturizado como fundamentalista.
El Dios único, que nos ha revelado y comunicado  Jesucristo, sin embargo, es al que podemos invocar como “Padre nuestro” y el que nos plantea el amor mutuo como exigencia fundamental. En un libro del Nuevo Testamento encontramos esta interpelante advertencia: “(…) quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20). Dios se constituye así, en exigencia y garantía de fraternidad y, con ello, de diálogo y encuentro, de perdón y reconciliación, de solidaridad y paz. Por eso se dice que Dios es la mejor defensa del ser humano.
Dios es la absolutez e infinitud de la bondad y la gratuidad. En  libro bíblico citado leemos también una definición de Dios, que suena extraña a muchos ojos nublados y corazones vendados: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Y nos ha creado como seres en relación, para que amemos. Esto significa, negativamente, para que no nos odiemos, marginemos, excluyamos, dañemos, destruyamos. Y, positivamente, para que hagamos de este pequeño mundo peregrino en la inmensidad del cosmos, una casa común, un hogar para todos, no a pesar de que seamos diferentes, sino precisamente con nuestra diversidad en huellas digitales, código genético y personalidad indeleble e intransferible.
Duele entonces encontrar consignas como “De Dios no hablar”, que se traducen en planes pedagógicos como el del Socialismo del Siglo XXI. Éste no sólo ha liquidado el Programa de Educación Religiosa Escolar (ERE) –de la Iglesia católica, pero que estaba generando también algunos de otras confesiones cristianas-, sino que se propone una formación en sustitutos de Dios como son los ídolos ideológicos. ¿Resultante? Lo que ha historia también nos muestra como frutos de la dureza, crueldad, inhumanidad de los sistemas totalitarios idolátricos.
Se habla en Venezuela de muchas expropiaciones dañinas, pero poco o nada de lo que a mi entender es la expropiación más deletérea: la que este régimen le ha hecho al pueblo venezolano al quitarle el referido Programa de Educación Religiosa.  
No se hable de Dios a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes. Si esa es la consigna ¿Qué corresponde esperar de las nuevas generaciones en este mundo conflictivo, bajo la mirada y la protección divinas, ciertamente, pero también tentado por pecados capitales como la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira y la envidia?
Eliminada la enseñanza sobre Dios en la escuela ¿Qué hacer? Lo que se debe hacer. Que la familia tome en serio su condición de primera escuela; que los maestros creyentes asuman su responsabilidad de comunicar la fe por los medios que les toca imaginar; que los creyentes todos asuman su responsabilidad de difundir los valores religiosos; que al restablecerse la democracia en nuestro país se retome la educación religiosa escolar como ingrediente pedagógico básico de un humanismo integral.
Dios no se reduce a escueto inspector y  juez  de la conducta humana. Su plan creador y salvador tiende al logro de una genuina fraternidad universal íntimamente unida a Él, que no es una persona solitaria en eterno narcisismo, sino perfectísima comunión interpersonal, Trinidad, Amor. 

¿De Dios no hablar? En la Biblia encontramos esta admonición: “Si Dios no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si Dios no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia” (S. 127).

sábado, 13 de junio de 2015

ESPIRITUALIDAD POLÍTICA



Me invita a escribir estas líneas la temática de la reciente Asamblea Anual del Consejo Nacional de Laicos de Venezuela, a saber, la dimensión social y política del Evangelio.
A los términos espiritualidad y política se los tiende comúnmente a considerar como extraños, cuando no como contrarios. Y esto no sólo por quienes, racionalistas o pragmáticos, estiman lo espiritual y religioso como algo  de consumo sólo privado y relegado a lo doméstico, sino también por creyentes que juzgan lo político como una actividad ajena a la comunicación con Dios y al ejercicio religioso -distrayendo u obstaculizando- o, en todo caso, como una praxis que poco o nada tiene que ver con el cultivo de las cosas del espíritu.
En el referido encuentro el tema inicial suscitó particular interés por su originalidad: “El criterio del Juicio Final y sus consecuencias socio-políticas”. Fue una reflexión sobre el capítulo 25, versículos del 31 al 46, del Evangelio según san  Mateo, en donde Cristo aparece felicitando a unos y apartando a otros por la sencilla razón de haberse preocupado efectivamente o no por “el otro” (proximus) hambriento, enfermo, preso o, en general, necesitado. Se explicó que  esa atención o indiferencia se refería no sólo a lo micro (servicio a una persona individual o una familia), sino también a lo macro, o sea  al amplio  campo social (políticas alimentarias, habitacionales, sanitarias, carcelarias). En el texto evangélico el Señor interpreta  la atención-desatención  al “otro” como algo hecho-no hecho a él mismo, lo cual transfigura la acción socio-política en vivencia religiosa. Esto lo entendía muy bien Teresa de Calcuta al mirar a sus queridos menesterosos como a Jesús mismo.
El mandamiento “nuevo” de Jesús, el amor, no se identifica, por tanto, con un sentimiento puramente interior o de expresión meramente asistencialista limitada. Postula, en efecto, una acción efectiva solidaria, exigente también de actividades promocionales (enseñar a pescar, se dice) y  de cambios estructurales (reordenamiento de la sociedad en su conjunto en el sentido de la justicia y la solidaridad, la libertad y la paz).
Se percibe entonces cómo cambia la interpretación de política. De ámbito peligroso o indiferente para el creyente cultor del espíritu, se transforma en el campo de demostración del amor a Dios. Con razón la Primera Carta de san Juan dice que “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (4, 20). El crecimiento espiritual del político creyente se reflejará necesariamente entonces en robustecimiento de su compromiso social y viceversa. El cultivo espiritual purifica, fortalece y eleva la acción política (amenazada siempre por los pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, pereza, odio…).
Interpretada así la política, se convierte en fuente y camino de santificación, de perfeccionamiento en la comunión con Dios. Para ello, deberá alimentarse con la oración,  la contemplación y los medios (los sacramentos cristianos, por ejemplo), que Dios pone a disposición. El mundo, lo temporal, lo secular se trasforman en ámbito de encuentro con Dios. Un Dios inseparable del prójimo, especialmente del más débil. 
Todo creyente debe ser político en el sentido amplio de este término, es decir, trabajador por el bien común. Y ciertamente hace falta que más y más creyentes se dediquen expresamente a la acción política, también  partidista, para desde allí construir una convivencia deseable,  que en la Iglesia se ha denominado como  “civilización del amor”.

Con mucha razón el Concilio Plenario de Venezuela afirmó en su documento sobre  La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad: “Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y cultural. Por ello se tiene que promover la Civilización del amor como fuente de inspiración de un nuevo modelo de sociedad”.