viernes, 21 de junio de 2019

COMUNIDAD Y PERSONA





Los sistemas totalitarios exaltan lo colectivo y obstruyen la construcción y el robustecimiento de una verdadera comunidad. Buscan convertir, en base a su política homogeneizante, al pueblo en masa y a la sociedad en monolito. La democracia, en cambio, favorece lo individual y plural, si bien está tentada siempre de exagerar lo subjetivo y polarizar en números y proporciones (de votos y opiniones) por encima de valores y de un genuino encuentro humano.
El mensaje cristiano acerca de Dios Uno y Trino brinda valiosas orientaciones para tejer un relacionamiento humano que conjugue armónicamente individuo y sociedad, entendiendo éstos como persona y comunidad. 
Verdad central y específica de la fe cristiana es la afirmación de Dios como Trinidad. comunidad, Reconoce a Dios uno y único (monoteísmo), como ser personal, pero no unipersonal; identifica la divinidad como íntima red de relaciones interpersonales: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De ahí que es bellamente exacta la definición de Dios como amor (1 Jn 4, 8).
Esta condición trinitaria de Dios es profundamente iluminadora respecto de tres puntos básicos: la noción de ser humano (antropología), el horizonte fundamental de la ética y el sentido de un desarrollo social integral.
En cuanto a lo antropológico resulta clave el relato de la creación que ofrece el libro del Génesis en su inicio mismo. Después de crear el universo y la variedad de la naturaleza, Dios dice: “Ahora hagamos al hombre a nuestra imagen” (Gn 1,25). El ser humano emerge así como ser inteligente, con voluntad libre, personal. Responsable, por tanto, de su actuar; de allí su condición ética. El hombre, como corporal también (hecho de tierra es la figura que emplea el Génesis) resulta situado en el tiempo, al cual, por su libertad, convierte en historia. Como persona no aparece como simple individualidad, subjetividad aislada (ego-ísta), sino acompañado (Adán, Eva, humanidad) en relación, social, dialogante, ser para la comunicación y la comunión, “ser para el otro”. (Pronto, lamentablemente, manifestará también el mal uso de su libertad, pecando). La flecha del perfeccionamiento del ser humano habrá de ir entonces, en la dirección de lo subjetivo y lo comunional de modo inseparable.
La Trinidad proyecta su luz también sobre la ética. Dice san Juan: “(…) debemos amarnos unos a otros porque el amor viene de Dios (… El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (4, 7-8). Jesús en su Sermón de la Cena es repetitivo respecto del amor como el mandamiento máximo, principio supremo regulador de la vida moral y espiritual de sus discípulos. Será, por tanto, el criterio de discernimiento en el Juicio final (Mt 25, 31-46. El ser humano como “imagen” ha de responder operativamente a la naturaleza amorosa de Dios. El mandato -positivo, proactivo-, divino es que amemos, especialmente a los que más necesitan del acompañamiento fraterno.
La realidad trinitaria da luz también sobre el compromiso social del cristiano -y podríamos decir del ser humano- en este mundo: contribuir a la edificación de la sociedad como comunidad. Ésta significa encuentro, compartir de personas y no simple suma de individualidades; tampoco masa humana, colectivo sin rostros, algo   así como un agregado de clones, que es un objetivo característico de los proyectos totalitarios. Para tener una comunidad se debe favorecer y formar el libre ejercicio de las personas que la integran, en efectiva pluralidad y diversidad. En la Trinidad divina las personas son realmente distintas. Una comunidad humana existe y progresa entonces en la medida en que las personas que la componen son ellas y no otras, con identidad propia. “Ser para el otro” no es desaparecer en el otro o disolverse en un todo común, lo cual se plantea como exigencia de genuino humanismo para toda comunidad, desde la familiar hasta la global. No hay comunidad sin personas.
Las anteriores consideraciones adquieren especial vigencia en la actual crisis del país, consecuencia de un proyecto colectivista totalitario que se trata de imponer. La sociedad venezolana por edificar no debe ser otro que una comunidad nacional verdaderamente tal.



viernes, 7 de junio de 2019

SOBERANÍA Y SOBERANO




Especialmente en casos de crisis nacionales que se proyectan en conflictividad internacional suele subrayarse el concepto de soberanía como escapatoria a reclamos y sanciones que vienen de más allá de las propias fronteras.
En apelaciones a la condición soberana se manejan términos como “no injerencia” y “no intervención” frente a normas y acuerdos de organismos supranacionales que aconsejan, permiten o deciden prevenir o frenar injusticias. Suena extraño que en un mundo en creciente globalización y más aguda toma conciencia acerca de la obligante universalidad de los derechos humanos se trate de convertir la soberanía en burladero de procedimientos inhumanos.
El Papa Juan Pablo II fue alguien que supo bastante de estas cosas. Él vivió y tuvo serias responsabilidades en un país que sufrió los totalitarismos nazi y comunista, la partición de su territorio por parte de éstos y la ola devastadora de una guerra mundial. La experiencia personal da un toque bien experiencial a esta afirmación: “No es verdadera soberanía la de un Estado en el que la sociedad no es soberana: es decir, cuando ésta no tiene la posibilidad de decidir acerca de su bien común, cuando se le niega el derecho fundamental a participar en el poder y en las responsabilidades” (Mensaje a la Conferencia Episcopal Polaca con motivo del 50º aniversario del comienzo de la Segunda guerra mundial, 26 de agosto de 1989).
El mismo Papa Wojtyla años antes había expresado en una encíclica algo que parece dirigido expresamente a la Venezuela de nuestros días: “El sentido esencial del Estado como comunidad política consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de su propia suerte. Este sentido no llega a realizarse si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición por parte de un determinado grupo sobre todos los demás miembros de esta sociedad” (Redemptor hominis, 17 de marzo 1979).
He citado más de una vez la siguiente denuncia hecha por la Conferencia Episcopal Venezolana: “(…) el Gobierno usurpó al pueblo su poder originario. Los resultados los está padeciendo el mismo pueblo que ve empeorar día tras día su situación. No habrá una verdadera solución de los problemas del país hasta tanto el pueblo no recupere totalmente el ejercicio de su poder” (Exhortación, 12 de enero de 2018).
Me gusta recordar aquello de que Dios creó a los seres humanos y éstos fabrican las fronteras, que se justifican para una más ordenada marcha de comunidades y pueblos, pero no para su aislamiento e insolidaridad. Más que a seres individuales dispersos el Creador dio vida a la humanidad, llamada a constituirse como gran fraternidad universal. En este sentido, la planetización (globalización o mundialización) debe interpretarse primariamente -en sí y no en discutibles realizaciones de facto- como un hecho positivo, que corresponde al plan relacional divino.
Al hablar de soberanía se debe entonces dirigir prioritariamente la mirada al nivel de participación del soberano en la cosa pública, a su corresponsabilidad ciudadana y a la subordinación de los órganos del Estado a las necesidades y anhelos del pueblo. Evitando, por supuesto, las “encarnaciones” de éste en un determinado líder y su círculo ideológico-político, de tal modo que el gran jefe (big brother) y su secta de iluminados ya no necesitan consultar o recibir directrices de los súbditos. Son patentes las consecuencias nefastas de consignas como “Fulano de tal es el pueblo”.
La causa principal de la crisis venezolana -lo han repetido los obispos- reside en la voluntad del Régimen de imponer un proyecto de corte totalitario (Socialismo Siglo XXI, Plan de la Patria) a un soberano que casi unánimemente se resiste a tal propósito. Para salir de esa crisis y abrir cauce a un consistente progreso nacional compartido es menester “volver a las fuentes” consultando al pueblo qué es lo que realmente quiere.
La soberanía es importante pero en cuanto el soberano es el primer importante. Es el sentido genuino del artículo 5 de nuestra Carta Magna.