sábado, 22 de diciembre de 2018

El IMPERATIVO 10 ENERO





Veremos qué pasa. Es una expresión muy frecuente ante un futuro incierto, cuyo desenlace se espera para tomar una decisión o ejecutar una acción. En este caso, en buena medida lo futuro aparece como quehacer ajeno y lo histórico como algo que acaece al margen de una intervención propia.
Ahora bien, el esperar que algo acontezca para determinarse a obrar es algo conveniente o inevitable en muchas ocasiones.  Al fin y al cabo, la historia es confluencia de múltiples libertades y se encuadra en un escenario también de necesidades. Estamos aquí ante el yo y la circunstancia de que hablaba Ortega.
El depender de que algo suceda no se justifica, sin embargo, cuando lo que está en la mira exige desde ya una definición y un ineludible compromiso. Aquí la historia interpela como imperativo a la propia libertad. En estos casos postula pasar de la expectativa a la acción y convertir el acontecimiento en propósito y meta.
Lo anterior se aplica de modo claro al próximo 10 enero como fecha de cambio político nacional, en el cual debe empeñarse -en criollo significaría “restearse”- el conjunto de personas y sectores democráticos del país.
En ciertos ambientes partidistas y de la sociedad civil se espera que la Iglesia institucionalmente tome la batuta para la realización del cambio que urge la nación. Con relación a esto conviene recordar dos cosas. La primera es que el Episcopado (Jerarquía, Conferencia Episcopal) en cuanto representación institucional de la Iglesia, no es un “operador político”, como lo es un partido o puede serlo una organización o institución de la sociedad civil; representa, en efecto un conglomerado creyente, multiformemente plural en su interior y con una misión religiosa, que asume lo histórico, pero no se agota en éste. Es así como la Iglesia nunca podría optar por cerrar sus puertas e irse a la clandestinidad.
Lo segundo que conviene recordar y podría colocarse mejor como primero es lo siguiente: la Conferencia Episcopal Venezolana ha sido muy explícita en identificar y calificar al actual Régimen, así como en subrayar una y otra vez la urgencia de un cambio. Y ello, desde hace tiempo. Baste un par de ejemplos. El Episcopado en 2007 calificó la propuesta de un “Estado socialista” como “moralmente inaceptable”, “contraria a principios fundamentales de la actual Constitución, y a una recta concepción de la persona y el Estado” (Exhortación sobre la propuesta de reforma constitucional, 19 octubre 2007). Diez años después (en documento del 13 de enero) precisó como “la causa fundamental” de la extremadamente grave crisis nacional: “el empeño del Gobierno de imponer el sistema totalitario recogido en el Plan de la Patria (llamado Socialismo del Siglo XXI)”; sistema al que identificó también en Comunicado del 5 de mayo siguiente como “militarista, policial, violento y represor”. A comienzos del presente año los obispos afirmaron algo muy serio: “Con la suspensión del referéndum revocatorio y la creación de la Asamblea Nacional Constituyente -inconstitucional e ilegítima en su origen y desempeño- el Gobierno usurpó al pueblo su poder originario”; agregaron que éste debía asumir “su vocación de ser sujeto social”, indicando algunas iniciativas posibles al respecto, como el artículo 71 de la Constitución. En Julio pasado la Conferencia episcopal declaró: “Vivimos un régimen de facto, sin respeto a las garantías previstas en la Constitución y a los más altos principios de la dignidad del pueblo” (Exhortación, 9 de Julio 2018); allí mismo, con respecto a la consulta electoral presidencial de mayo, denunció “su ilegitimidad, su extemporaneidad y sus graves defectos de forma”, agregando que la “altísima abstención” había constituido “un mensaje silencioso de rechazo”.
El Episcopado se reunirá del 7 al 12 del próximo enero en asamblea plenaria. Me atrevo a decir que estimula y espera una propuesta de cambio de Régimen, legítima, consistente, factible y de previsible apoyo nacional e internacional, para darle el respaldo de la Iglesia. Y esto como respuesta a su misión propia y a un clamor del pueblo soberano (ver Mensaje del 19 de marzo 2018).
¿Esperar a ver qué sucede el 10 enero? ¡No! ¡Es preciso “restearse” para que el cambio suceda! Cambio que es humana, moral y religiosamente obligante.

jueves, 6 de diciembre de 2018

NAVIDAD VENEZOLANA 2018




Hay dos realidades (no fantasías) cuya articulación el cristiano no la percibe racionalmente de modo claro; la formula como verdad que lo trasciende. Al fin y al cabo, Dios y su creatura se mueven a niveles radicalmente distintos. Así:  Cristo es Señor de la historia y, sin embargo, ésta constituye tarea de nuestra libertad, por cuanto Dios creó al ser humano libre, protagonista, responsable.
Suena entonces paradójico, pero verdadero: hay que pedir a Dios la paz y al mismo tiempo empeñarnos en establecerla. Un milenario lema benedictino acertadamente dice: ora et labora (reza y trabaja). En este sentido el rezar por la salud no dispensa de acudir al médico. De igual manera, en el hoy venezolano debemos pedir mucho al Altísimo nos conceda un cambio de dirección política y al mismo tiempo conjugar nuestros esfuerzos para lograr un Gobierno de Transición.
La Navidad venezolano de este 2018 es un tiempo particularmente oportuno para reflexionar y actuar respecto de la configuración y orientación que hemos de dar a la convivencia nacional, dado el desastre en que nos encontramos y la fractura y divisiones que experimenta el cuerpo de la nación, como efecto, fundamentalmente, de un proyecto político-ideológico inhumano, comunista, totalitario.
Hay dos textos bíblicos sumamente iluminadores sobre el plan definitivo divino sobre la historia, el cual traza por consiguiente el horizonte hacia el que la humanidad ha de dirigir sus pasos. Se trata de dos mensajes mesiánicos del profeta Isaías, personaje clave para el pueblo de Israel y que los cristianos recordamos de modo especial en este tiempo preparatorio de la Navidad. Son los contenidos en el libro de dicho profeta en los capítulos 2 (versículo 4) y 11 (versículos 6-9).
El primero dice así: “Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas”. Y el segundo: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, por            que la tierra está llena del conocimiento de Yahveh”.
Así dibuja el profeta Isaías los tiempos últimos, mesiánicos, en que la humanidad estará penetrada del conocimiento de Dios. En lenguaje bíblico “conocimiento” no es sólo algo cognoscitivo, gnoseológico, sino que entraña reconocimiento, adhesión, unión. Por cierto,  el Papa Francisco en su encíclica ecológica, Laudato Si´, en la perspectiva de San Francisco de Asís, habla de una comunión universal como gran plan de Dios, que entraña una profunda unión del ser humano con la naturaleza. Ser humano, cuya más honda y definitiva vocación es la comunión con la Trinidad Divina.
Esta Navidad, celebración del nacimiento del “Príncipe de la Paz” (Isaías 9, 6) que viene a traer paz a los hombres amados de Dios (ver Lc 2, 14), encuentra a nuestra Venezuela envuelta en grave conflicto. Al país se lo quiere dividir en “revolucionarios” y “traidores a la patria”; también se lo está despoblando por carencias culpables y abundante represión. El Régimen destruye, divide, discrimina y encarcela para poder dominar más fácilmente a un pueblo, cuyo ejercicio de soberanía ha usurpado. Navidad 2018 se plantea así, de manera urgente y obligante, como compromiso ciudadano por el restablecimiento de la paz en libertad-progreso-solidaridad-democracia-fraternidad. Algo que debemos pedir con fervor a Dios y trabajar de modo persistente.
Hemos de hacer de nuestra Venezuela, mediante una positiva transición política, un verdadero ámbito de paz, compartir, encuentro nacional; la profecía de Isaías ha de inspirar nuestra acción, para reconstruir el país como casa común de todos los venezolanos. Casa multicolor y polifónica en que todos podamos tener y expresar nuestras convicciones y contribuir corresponsablemente al bien común.   


jueves, 22 de noviembre de 2018

TRANSICIÓN HACIA LA NORMALIDAD




La situación nacional plantea como indeclinable imperativo el lograr con urgencia un cambio en la conducción oficial del país ¿Hacia qué? La gente común está dando una respuesta, que, si bien no reviste arreos técnicos, sí expresa la substancia de lo que se quiere: volver a ser un país normal. Esto implica que estamos en una situación anormal en el sentido negativo del término: deforme, monstruosa.

¿Qué entiende   el ciudadano corriente por un país normal?  No algo propiamente maravilloso, sobreabundante, ideal, sino una convivencia nacional que responda a exigencias básicas de la población, en base a la experiencia habida (pensemos en la Venezuela de la etapa democrática), al común denominador con otras naciones semejantes (comenzando por las latinoamericanas) y a las ordinarias aspiraciones de la mayoría de la población. Se podría describir entonces la anormalidad con algunos ejemplos: se tiene dinero suficiente para comprar  comida o  medicinas, pero no se las encuentra; el dinero se evapora al calor de la hiperinflación; se sufre continuamente por interrupciones de electricidad, gas y agua; se está obligado a dedicar exagerada parte del tiempo en colas de supermercados o en paradas de autobús; no se puede salir tranquilo a la calle desde el anochecer y  el día transcurre bajo el continuo temor de ser asaltado por delincuentes; se teme el encarcelamiento y torturas por manifestar disconformidad con la política oficial. En una palabra: no se disfruta de una vida “vivible”, no se goza de un ambiente “respirable”.

Un país normal consiste en una convivencia pacífica, de pluralismo democrático y con estado de derecho. Sin estar a merced de la arbitrariedad de los gobernantes, los abusos de la policía y la represión de cuerpos militares o “servicios de inteligencia”, frente a los cuales no hay instancias de apelación.

En el concierto americano y mundial Venezuela no es un país normal. Por eso millones de personas abandonan el país e infinidad de otras que permanecen en él están sometidas a insoportables penurias y angustias.

En la exhortación hecha a comienzos de este año por la Conferencia Episcopal Venezolana leemos que ante la dramática situación nacional se perfilan dos actitudes: a) “la conformista y resignada de quienes quieren vivir de las dádivas, regalos y asistencialismo populista del gobierno” (…) y b) “la de quienes   buscan instaurar unas condiciones de verdad, justicia e inclusión, aún a riesgo del rechazo y la persecución”. La de resignación paraliza y no contribuye a mejorar la realidad. Los obispos agregan: “Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad”, en la línea del lema de la visita de Juan Pablo II en 1996: “¡Despierta y reacciona, es el momento!”. Para el Episcopado no hay más vueltas que dar: “Venezuela necesita un cambio de rumbo. El Ejecutivo ha fracasado en su tarea de garantizar el bienestar de la población”.
A un año de ese mensaje episcopal la situación se ha agravado, y con ello la urgencia de un cambio del régimen, cuya ilegitimidad es hoy más patente.

Del 7 al 12 de enero próximo (días particularmente desafiantes para el futuro del país) se reunirá la Conferencia Episcopal en asamblea plenaria, la cual fijará posición respecto de la realidad nacional. Ahora bien, como el Episcopado no es un “operador político”, no se puede esperar de él que tome la batuta y proponga un proyecto concreto para la transición.  Me atrevo a decir, sin embargo, que los obispos están a la espera de que organizaciones e instituciones de la sociedad civil y partidos políticos, conjugados en un acuerdo de la mayor convergencia, planteen una propuesta operativa, consistente, positiva y factible hacia un cambio de conducción oficial del país, a fin de darle todo el respaldo posible.
La agonía de Venezuela ha sido demasiado larga como para prolongarla más. Es preciso reponer cuanto antes a la nación en la normalidad.  Dios nos ilumine y fortalezca en el cumplimiento de este deber.






 



jueves, 8 de noviembre de 2018

LESA HUMANIDAD




Los derechos humanos son como la manga o el sombrero de un mago. Pañuelos o conejos van saliendo en ininterrumpida secuencia.
La historia muestra la progresión en este campo. Se habla de varias generaciones de tales derechos y siempre nuevos horizontes se abren, a medida que se va profundizando en la dignidad y exigencias del ser humano e intensificando el compartir entre los pueblos. Por desgracia han sido conflictos (revoluciones, guerras), nacionales o internacionales, los que más han catalizado el ahondamiento teórico y práctico en la materia. Como grandes hitos se consideran las Declaraciones, norteamericana de Virginia (1776), francesa de la Revolución (1789) y universal de la ONU (1948). Sobre los delitos de lesa humanidad resaltan el Acuerdo de 1945 -estableció el Tribunal de Nuremberg para castigar los crímenes del nazi fascismo- y la constitución de la Corte Penal Internacional (1998) para perseguir y condenar delitos contra la humanidad. 

Hace poco (30 agosto) escribí en este diario respecto del derecho a la comunicación, como íntima e inmediatamente ligado al de la vida, por cuanto vivir es comunicarse. La hegemonía del Estado, que sofoque la comunicación de todo un pueblo, debe catalogarse como delito de lesa humanidad, pues encarcela a la ciudadanía en la mazmorra del pensamiento único. La tipificación ya hecha de este tipo de crímenes conforma un inventario inacabado, que la reflexión y la experiencia irán ampliando; inicialmente la mirada se fijaba en los asesinatos, exterminios y deportaciones estilo Auschwitz y trenes de la muerte; hoy en día es preciso incluir casos como la negación de ayuda humanitaria a poblaciones enteras, al igual que la creación de condiciones que obligan a millones de seres humanos a abandonar su patria en la búsqueda de comida, trabajo y seguridad.

El multitudinario éxodo patrio, al igual que las gravísimas y masivas penurias que recogen las encuestas de entes como Cáritas de Venezuela, obligan a hablar de delitos de lesa humanidad.  El Episcopado nacional en exhortación publicada en enero pasado expresó: “El éxodo de millones de venezolanos que buscan nuevos horizontes nos duele profundamente, así como las fórmulas desesperadas para huir del país” y “La emergencia económica y social hace indispensable que el Gobierno permita un Canal Humanitario”. 

 Manifiesto agravante del drama venezolano es que los sufrimientos de la población son no simple consecuencia de políticas erradas, sino, en gran medida, fruto de estrategias enderezadas al fortalecimiento y continuidad del Régimen y su proyecto socialista comunista. Mientras la gente sea menos en cantidad y más débil en calidad, mejor para el poder.

La extragrande mayoría de los venezolanos disienten del proyecto socialista oficial, rechazado y condenado expresamente en 2007 por la Conferencia Episcopal Venezolana: “Un modelo de Estado socialista, marxista-leninista, estatista, es contrario al pensamiento de Libertador Simón Bolívar (…) y también contrario a la naturaleza personal del ser humano y a la visión cristiana del hombre” (Sobre la propuesta de reforma constitucional, 19 octubre 2007).

El Episcopado identificó bien lo que se tenía enfrente. Cosa que no hizo o no quiso hacer gran parte de la dirigencia política. Si el análisis está mal, el diagnóstico será errado y la curación quedará imposibilitada. Pregunta obligante en este momento es a) si la dirigencia de la gran mayoría ciudadana dispone de un análisis y un diagnóstico adecuados y compartidos y b) sobre todo, si está dispuesta a integrarse ya, de modo racional y responsable, para rescatar al país y encaminarlo a un progreso, sólido, equitativo y solidario.

Ante un gobierno en comisión de delitos de lesa humanidad, todos y en especial los dirigentes de la sociedad civil y de las organizaciones políticas, estamos obligados moralmente a una adecuada identificación del Régimen y al logro urgente del Gobierno de Transición que el país reclama.

viernes, 26 de octubre de 2018

GIRO COPERNICANO DEL PODER




El domingo pasado en la celebración de la Misa se leyó un pasaje del Evangelio (Mateo 10, 35-45), que encierra un verdadero giro copernicano en la concepción del poder, y con éste, del gobierno y del estado. Se trata de la lección dada por Jesús a sus discípulos sobre el sentido de la autoridad ¿Ha de girar ésta alrededor de la gente o lo contrario? Una enseñanza muy oportuna en momentos en que se acerca en nuestro país el urgente e indispensable Gobierno de Transición
La lección la da Jesús en un tiempo en que su nación se encuentra bajo la férula del emperador romano y por eso expresa: “Ustedes saben que quienes son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. Él mismo habría de sufrir en carne propia la arbitrariedad del Procurador romano de la Judea, Pilato.
A raíz de los acontecimientos de finales de 1989 y comienzos de 1990 simbolizados en caída del Muro de Berlín, el Papa Juan Pablo II expresó la estima eclesial hacia la democracia diciendo que la Iglesia aprecia este sistema “en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Encíclica Centesimus Annus, 46). Y agregó algo de suma importancia: “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad”. 
El giro en que consiste el paso a la democracia es concebir y actuar el poder en función del bien común de los ciudadanos y no ya sometiendo a éstos a los intereses de los gobernantes. Jesús, luego de criticar la rebatiña que los discípulos tenían por querer ocupar los primeros puestos en la gloria del Reino predicado por él, los amonesta: “Ustedes, nada de eso: el que quiera ser grande, sea su servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. Y se pone como ejemplo por cuanto “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.
En un régimen auténticamente democrático se pone en práctica de modo efectivo el principio de que la soberanía reside en el pueblo y es en función del desarrollo integral de éste como deben actuar los gobernantes. En el texto del Papa arriba citado se denuncia “la formación de grupos dirigentes restringidos que por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado”. Es lo que sucede en Venezuela con el Régimen del así llamado Socialismo del Siglo XXI, en el que una casta gubernamental partidista se cree dueña del país y juega malignamente con la suerte de los venezolanos: expropia lo que quiere, encarcela a quienes le viene en gana, empobrece y niega servicios de salud a la población para manejarla a su antojo, destierra y obliga al exilio a millones de compatriotas, depreda el ambiente por acción y omisión, impide la libre comunicación y muchas tropelías más. Ha usurpado la soberanía popular y ha llevado a las grandes mayorías a una emergencia humanitaria, la cual se niega a reconocer y, por supuesto, no atiende.
El cambio de dirección que el país requiere ha de realizar entonces el giro copernicano de poner el gobierno al servicio del pueblo,                atendiendo a sus necesidades y promoviendo un progreso integral compartido. Y esto no como una gracia o concesión del poder, sino como deber ineludible de quienes reciben del soberano unas facultades para guiar y coordinar la buena marcha de la comunidad política.
La enseñanza de Jesús sobre el poder es sumamente oportuna: la autoridad debe ejercerse como servicio, no como dominación.

 


miércoles, 10 de octubre de 2018

ROMERO: POLÍTICA DESDE EL EVANGELIO




 El próximo 14 de octubre será reconocido como santo y mártir el arzobispo Oscar Arnulfo Romero. La celebración litúrgica tendrá lugar en Roma en la Plaza de San Pedro y será presidida por el Papa Francisco. Para los venezolanos constituye una fuerte iluminación y un vivo reclamo hacia el cambio que urge el país.

El nuevo santo latinoamericano nació el 15 de agosto de 1917 y fue asesinado el 24 de marzo de 1980 en la capital salvadoreña mientras celebraba la Eucaristía. Ahora recibirá culto público en la Iglesia, que lo expondrá como modelo de seguimiento de Cristo e intercesor por quienes todavía peregrinamos en este mundo. La ofrenda sangrienta de su vida fue la culminación de su fecundo recorrido como pastor, el cual estuvo marcado por su total fidelidad al Señor, una completa entrega a la Iglesia y un heroico servicio al pueblo, a cuya defensa y promoción integrales consagró su vida y su muerte.  Ya el 23 de mayo de 2015 Monseñor Romero había sido declarado, en la capital salvadoreña, beato; y mártir, por “odio a la fe”.

Entre los recuerdos personales que tengo de él, me viene a la memoria con profunda emoción el recibo de una carta suya fechada en San Salvador poco antes (11 de marzo) y recibida por mí tres días después de su muerte. Era de agradecimiento por el mensaje de la solidaridad que le habíamos hecho llegar desde Lima los participantes en un encuentro del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).  Monseñor Romero escribió: “Su fraternal solidaridad como signo de unidad eclesial, alienta vivamente nuestra pastoral de acompañamiento al pueblo, en sus justas causas y reivindicaciones”
De mis encuentros con él me quedaron muy grabadas su humildad y sencillez, su actitud apacible y dialogal, que conjugaba con su firme disposición y fortaleza para encarar los desafíos planteados en cuanto obispo y ciudadano: indoblegable defensa de los derechos humanos, construcción de paz en libertad, justicia y solidaridad.

El ahora santo y mártir asumió y concretó su defensa inquebrantable del prójimo, especialmente del más necesitado, desde el mandamiento máximo evangélico, el amor, imitando a Jesús, a quien percibía claramente en la persona de los más débiles. Entendió sin medianías y alambicamientos ideológicos el criterio del juicio definitivo del Señor, el amor, como lo recoge el evangelista Mateo (25, 31-46). Su humanismo iba más allá del altruismo y de una recta condición ética, valiosos en sí; se fundaba en Dios, que es amor (1 Jn 4, 8).

Oscar Arnulfo entendió el mandamiento máximo, no restringiéndolo a una aislada relación interpersonal o a estrechos ámbitos sociales, sino también extendido a la dimensión de la polis.   Por eso intervino en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la denuncia de abusos del poder y en la animación de reformas estructurales sociales. Existencialmente mostró que el amor ha de traducirse en acción política, so pena de confinarse en un espiritualismo desencarnado e intimista. ¿Obispo santo político? Sí, pero desde su coherencia pastoral y una autenticidad evangélica. Realizó también algunas funciones de suplencia, por la insuficiencia de canales normales institucionales democráticos, en una circunstancia de situaciones de fuerza y graves confrontaciones. Una exposición clara y sistemática de su coherente engranaje de fe y política, de tarea pastoral y servicio social, lo había desarrollado Monseñor Romero el 20 de mayo de 1979 en una homilía titulada “El don más grande la Pascua: el dinamismo del amor”.

La canonización del Obispo Mártir viene oportunamente en el momento actual venezolano, que urge a católicos, cristianos, creyentes y personas de genuinas convicciones humanistas, a comprometerse en el cambio político que reclama el país: el paso de un régimen dictatorial totalitario a una convivencia democrática pluralista. Hacia una nueva sociedad, en la línea de la “civilización del amor”.


jueves, 27 de septiembre de 2018

SOBERANO DEVALUADO




No se trata aquí de la moneda, que sufre un patente descalabro, sino de lo que toca el artículo 5 de nuestra Carta Magna: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejerce el Poder Público”.

Soberanía es poder referido a la organización y marcha de una comunidad política, de un estado. Es una categoría humana, social, eminentemente activa y de carácter originario. A su nivel específico es autosuficiente ya que es una instancia primera y última. Otra cosa es cuando se la interpreta en perspectiva ética, religiosa, metafísica, pues entonces entraña relaciones que le marcan caminos y le señalan límites. No es, por tanto, absoluta; así ha de atender a derechos humanos y no ignorar su condición creatural, lo cual no le significa pérdida, sino, antes bien, justificación, consolidación y enriquecimiento.

Por ser la soberanía una realidad (capacidad, imperativo) humana, social, no se queda en lo mero cuantitativo y aun puramente conductual. “Pueblo” es comunidad de personas y no simplemente masa humana sin rostros. Por ello no basta mover gente hacia mesas electorales y sumar resultados para hablar de una decisión del soberano. Las dictaduras y los totalitarismos se conforman con asegurar reflejos conductuales y predeterminar números.

No es suficiente proclamar y desglosar la soberanía popular; es preciso educar al pueblo para su genuino ejercicio y establecer las condiciones para que la soberanía de hecho tenga una auténtica expresión. De allí lo imperioso de una educación para la praxis soberana, de una pedagogía  demo-crática, que posibilite al  pueblo actuar consciente y libremente su poder. Ésta es una tarea para todos: familia, escuela, medios de comunicación, grupos sociales, partidos políticos, instituciones religiosas. Así, entre otras cosas, la familia es-ha de ser el primer núcleo formativo y la Iglesia deber tener entre sus prioritarias tareas una educación para la democracia (libertad, responsabilidad, solidaridad, civismo). Gran error en las décadas que precedieron la actual dictadura fue el pensar que la democracia estaba segura y non requería, como un ser vivo, un cuido  permanente y progresivo. Se creyó que bastaban eficientes maquinarias partidistas, dinero y  propaganda en abundancia, para manejar la política. Se olvidó también la renovación de liderazgos.

Este régimen dictatorial comunista ha pervertido el concepto de soberanía y devaluado el valor del soberano. Con respecto a lo primero, interpretando la soberanía como patente de corso para desmanes y escondrijo para la violación de derechos humanos. Dios creó la humanidad, pero los hombres hemos fabricado fronteras, que sirven con frecuencia para resguardar impunidades. La bandera de la no intervención fácilmente se ondea para eludir penas  por crímenes de lesa humanidad. Hay que recordar: lo primero es el ser humano (con su dignidad y derechos fundamentales), fin en sí mismo y referencia central del Estado y de la organización social en su conjunto.

La devaluación del soberano es patente: este régimen propicia el despoblamiento del país, favorece el empobrecimiento del pueblo para dominarlo más fácilmente, acrecienta la represión para amedrentar a los ciudadanos, cierra las compuertas a la participación social, al pluralismo político y cultural. Busca el poder absoluto sobre los venezolanos usurpándole su soberanía.   

El pueblo soberano debe ser reconocido, formado, resguardado y estimulado como tal. Es indispensable promover su protagonismo efectivo. Los Principios Fundamentales de nuestra Constitución son claros al respecto: fines esenciales del Estado son “la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular (…), la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo” (Art. 3); y  valores superiores son “la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político” (Art. 2).
-
  
             



viernes, 14 de septiembre de 2018

VENEZUELA EN EXILIO



Hay términos que lamentablemente se han hecho de uso común en Venezuela por obra y gracia del Régimen comunista. Entre ellos: exilio, éxodo y diáspora.

En ámbito judeo-cristiano estos vocablos tienen una inmediata y significativa resonancia bíblica, pues evocan el exilio del pueblo hebreo en Babilonia, el éxodo de Egipto y la diáspora judía en el mundo helenista. Y los creyentes en Cristo no podemos menos de recordar que los primeros exiliados cristianos fueron los miembros de la sagrada familia, adelantándose al masivo infanticidio decretado por Herodes.

Informaciones serias ofrecen una muy alta (millonaria) cantidad de venezolanos en situación de exilio, de éxodo forzado, que produce una impresionante diáspora en las diversas latitudes. Los números dicen que al menos un diez por cierto de  compatriotas sufre esa situación Se puede hablar entonces de un dramático vaciamiento del país, como también de la existencia de dos Venezuelas, una ad intra (los que vivimos dentro, “in-patriados”) y otra ad extra (los que han tenido que irse, “ex-patriados”)).

No se trata aquí de un simple fenómeno migratorio, nada extraño por lo demás en un mundo en globalizacion. Tampoco de una diseminación fruto de contingencias naturales, ni de un desplazamiento como los que se registran en conflictos bélicos internacionales o nacionales, caracterizados estos últimos por razones principalmente étnicas. El éxodo nuestro es efecto de un proyecto político ideológico de tipo totalitario, potenciado por una impetuosa voluntad de dominio y ligado de facto a una fuerte “narcorrupcion”. Ese proyecto busca expresamente la emigración de los connacionales disidentes o virtualmente resistentes; de la gente formada, actual o potencialmente critica   del sistema; de todos aquellos difíciles de integrar en el monolito masificante de la sociedad comunista. La cúpula oficial piensa: mientras menos personas (sujetos libres y conscientes), menos problemas. La opresión policial y militar se orienta sistemáticamente a la eliminación del pluralismo político y cultural. El despoblamiento obedece también, por último, pero no como último, a las precarias condiciones de vida (nutrición, salud, educación, trabajo) que genera el plan estatizante del Regimen.

Si el exilio-exodo-diáspora tiene dimensiones escandalosas en cuanto a la cantidad, no puede decirse menos en lo que respecta a la calidad, a lo más propiamente humano. Tienen que dejar el país innumerables jóvenes, profesionales y técnicos, los cuales, junto a los demás desterrados, no han de interpretarse como  individuos aislados. Son en efecto, miembros de familias que se separan, de círculos de amistad que se fracturan, de grupos afines y asociaciones que se desintegran. Y en lo existencial, ¡Cuánta soledad, angustia y depresión! ¡Cuantos penosos cortes afectivos, rupturas en acompañamientos, ausencias de apoyos y solidaridades! No estamos en presencia, pues, de un escueto  desplazamiento demográfico, sino de un drama que envuelve personas y grupos humanos en sus varias dimensiones, psicológica, ética y religiosa.
Si se consideran las cosas en perspectiva de derechos humanos, ciertamente estamos frente a crímenes de lesa humanidad, por la hondura y extensión de los delitos. Se está frente a un verdadero genocidio. No olvidemos que vivir es relacionarse y amar. Y patentizan todavía más lo criminal y detestable de ese genocidio las burlas que desde el poder se hace a las víctimas.  Se entra ya en el campo de lo maligno, de lo malo hecho con calculo y regodeo. Se convierte a la tragedia en opereta.

Estas reflexiones no quieren quedarse en catálogo de penas y quejas. Buscan interpelar a los compatriotas hacia la unión para superar la dictadura totalitaria comunista; animar y robustecer un gran esfuerzo nacional tendiente a la educación y reeducación de los venezolanos en el sentido del respeto y el cuidado mutuos, del aprecio de la ternura y la fraternidad; estimular a la reconstrucción de la patria común sobre una base ética, religiosa, humana, consistente.

 En un mundo creado y querido por Dios, el mal no es el horizonte de la historia. El bien tiene el triunfo asegurado.             
                       

jueves, 30 de agosto de 2018

ANTE UN REGIMEN DESPERSONALIZANTE



El gravísimo deterioro nacional tiene como causa principal –lo han repetido los obispos- la pretensión del régimen de imponer un proyecto totalitario comunista (Plan de la Patria, Socialismo del Siglo XXI), acompañado de una buena dosis de narcorrupcion y soberbia despótica. Expresiones patentes de ello son  el éxodo masivo, el empobrecimiento general y la represión desaforada. Todo está calculado para aplastar material y espiritualmente a los venezolanos y convertirlos así en una masa humana domesticada y medicante. Todo ello urge un cambio de régimen y una pedagogía de responsabilidad personal-comunitaria, que posibiliten un nuevo rostro de país.

Algo que caracteriza un recto humanismo y  juega un papel decisivo en la Doctrina Social de la Iglesia es la centralidad de la persona humana. Aparece como un primer principio o premisa fundamental en lo  concerniente a la constitución y al genuino desarrollo de la sociedad en sus varios aspectos, económico, político y ético-cultural.

Dimensiones básicas de la persona humana son su subjetividad y relacionalidad, su conciencia y  libertad, de modo que se la puede definir como un sujeto consciente, libre y social. Es esencialmente también  existencia in-corporada, que incluye la materialidad como componente básico, manifestándose como una especie de microcosmos, de gran riqueza y potencialidad. Estas características personales guardan intima interrelación, de modo que un autentico desarrollo personal ha de integrar lo espiritual y lo corporal, lo  individual y lo social como un conjunto orgánico.

Esta peculiaridad de la persona humana confiere a ésta una dignidad inalienable, originaria, que es fuente de múltiples derechos, comenzando por el de la vida. La persona reviste de tal modo la condición de fin y no de medio, de manera que moralmente no puede ser instrumentalizada para el logro de objetivos como no sea el propio perfeccionamiento. Se entiende entonces como  la persona humana es una creatura que Dios ha querido por sí misma y no en función de ninguna otra. No es, por tanto, peldaño o herramienta para el logro de cualquier cosa. Los totalitarismos y sistemas salvajes disuelven esta unicidad y originalidad de la persona, valorándola solo en función de una raza (nazismo), una estructura social (comunismo)  o una supremacía nacional (fascismo). De modo semejante el término “capitalismo salvaje” expresa la subordinación de lo personal a las leyes del mercado y los indicadores financieros. La centralidad de la persona se contrapone también  a la deificación de las ideologías y la idolatría del poder político.    

Lo anterior explica por qué la Declaración Universal de  Derechos Humanos se aprobó en 1948, a raíz de la trágica experiencia de campos de concentración, de horrendos genocidios y de globales enfrentamientos fratricidas. Se percibió dramáticamente que la autodestrucción  del ser humano se evitaría solo a través del reconocimiento de su dignidad original y del respeto de derechos fundamentales derivados de ella. Por cierto que la tabla de derechos del ‘48 se ha enriquecido con el correr de los anos a medida que se ha venido ahondando en los requerimiento de un progreso integral de la humanidad. Tabla aquella a la que habría de acompañar de modo explícito otra, ciertamente no menos amplia, de deberes humanos.

 La referida Declaración no ha significado una humanización automática del relacionamiento humano, falla comprensible, por lo demás, en una historia de  seres que no son solo limitados  y frágiles, sino también pecadores, por cuanto abusan de la libertad convirtiéndola en instrumento del mal. Los creyentes, conscientes de esta distorsión,  han,  de apelar, por ende, tanto al auxilio divino que sane y fortalezca la propia libertad, como al ejercicio de una permanente ascesis  liberadora.
Regímenes como el vigente en Venezuela reclaman un urgente y robusto esfuerzo humanizador, que busque colocar a los ciudadanos y su desarrollo integral en el horizonte de una política y no utilizarlos como piezas de un juego de ideologías y poderes.







    


,

 



jueves, 16 de agosto de 2018

LO ELECTORAL NO AGOTA LO CONSTITUCIONAL




Resulta necesario y urgente en el marco de la gravísima crisis nacional aclarar la distinción entre  solución electoral y  constitucional.

Sectores de la oposición ha venido insistiendo que es preciso lograr la superación de la  crisis nacional la por la vía electoral.  Algo obvio, por lo demás, en un sistema aun medianamente democrático. La Constitución al hablar de “los derechos políticos y del referendo popular” (CRBV capítulo IV) establece el sufragio como el camino ordinario para solucionar crisis y   cambios de gobierno.

 A propósito de la revolución del ´89, que desmontó el andamiaje del bloque comunista, Juan Pablo II afirmó: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Encíclica Centesimus Annus 46). Esto lo dice inmediatamente después de denunciar la concepción totalitaria marxista-leninista,  que niega la dignidad trascendente de la persona humana y propugna un Estado absorbente de todo: nación, sociedad,  familia, organizaciones e instituciones.

Un cambio político por vía electoral es lo ordinario y normal en un país democrático. Fue lo que se vivió en Venezuela  durante casi toda la segunda mitad del siglo pasado. Nuestra historia nacional no ha sido, por tanto, una simple sucesión de gobiernos despóticos o dictatoriales, de rupturas institucionales. Registra, en efecto, experiencias positivas de Estado de derecho, de ordenamiento constitucional, de convivencia pacífica, pluralista, beneficiosa no sólo para los venezolanos sino para gentes venidas de otros países latinoamericanos sometidos a regímenes de fuerza y violadores de derechos humanos. Esto es conveniente recordarlo hoy cuando  nuestro país  necesita fortalecer su esperanza.

Desgraciadamente este siglo ha sido para Venezuela un crescendo en el deterioro de vida y de convivencia democrática. El  Plan de la Patria es un programa destructivo; apunta  al control total económico, político y cultural de la población, en violación abierta de la Constitución y de fundaméntale s derechos humanos. Fundamento y guía del así llamado “Socialismo del Siglo XXI” es una ideología hegemónica y masificante, que contradice el “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia” definido por la Constitución (CRBV Art. 2).  

Este  régimen  ha cerrado las puertas a una genuina salida electoral de la crisis. El Ejecutivo ha convertido las otra ramas del Poder Público Nacional (pensemos en el Electoral y el Judicial) en instrumentos suyos.  Con respecto al Legislativo no sólo lo ha desconocido y agredido, sino que para desplazarlo monta un parapeto constituyente con pretensiones de supra constitucionalidad y aun de poder originario. Ha profundizado la represión y convertido a la Fuerza Armada de la República en el sostén principal de la dictadura.

El régimen cerró las puertas a una solución electoral de la crisis. Pero no las puede cerrar a toda solución constitucional. La Carta Magna, en efecto, prevé soluciones especiales para situaciones excepcionales; en este sentido,  además de referendos (Art. 70 y 71) cuenta con recursos extraordinarios para restablecer el orden democrático constitucional. Es el caso de los artículos 333 y 350. Aquí  la Constitución no sólo permite o aconseja, sino que ordena: todo ciudadano(a), investido(a)  o no de autoridad (ya civil, ya militar conviene explicitar) “tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento” de la efectiva vigencia de la Constitución (CRBV 333).

Lo constitucional (género) tiene en lo electoral (especie) su camino ordinario, pero no se agota en él. Cuando las aguas sobrepasan el nivel soportable, es obligatorio utilizar otros medios. Es lo que el desastre-colapso plantea hoy a la ciudadanía venezolana.
Es tarea entonces de la imaginación y la sensatez, de la lucidez y el coraje, pero sobre todo del amor a este país, escoger y transitar el camino más conveniente para salvarlo y construirlo.