miércoles, 26 de octubre de 2016

PEDIR LO QUE SE DEBE HACER



En el actual escenario venezolano se nos invita a los creyentes a pedir a Dios la paz en justicia, libertad y solidaridad para el pueblo venezolano.
Por otra parte, construir  o reconstruir la convivencia nacional en coordenadas de respeto mutuo, fraterna cooperación y tejido democrático es tarea obligante para todos nosotros, ciudadanos de este país.
Ahora bien, ¿no peca lo anterior de contradictorio ¿Cómo suplicar al Omnipotente lo que ha de ser fruto del esfuerzo conjunto de un pueblo?
Para el creyente ciertamente es una paradoja el suplicar lo que se debe hacer. Pero no una contradicción. Hay una sentencia bastante tradicional que suena así: pedir a Dios algo como si todo dependiese de Él y hacerlo como si todo dependiese de uno.
La contradicción se disuelve con la correcta consideración de los planos en que Dios y el ser humano se mueven. Estamos hablando de Creador y creatura; del Ser y de los seres. Dios trasciende la condición creatural como infinito y absoluto que es. Cuando se habla de dinamismo, capacidad, poder, referidos a Dios y a la creatura, no se trata de fuerzas que pueden sumarse, agregarse, como es el caso de humanos que juntamos nuestros esfuerzos para mover un objeto determinado o concretar un valor. Sin olvidar, por lo demás, que todo término –incluido el de trascendencia- es imperfecto para designar la diferencia de niveles o las desemejanzas entre la Divinidad y lo que es creación o producto suyos.
Lo anterior se aplica también cuando uno pide a Dios la perseverancia en el buen obrar y la fortaleza en la virtud, las cuales exigen, ciertamente, un constante compromiso de parte nuestra. La inevitable paradoja ha de interpretarse en perspectiva de la referida distinción, que se muestra bajo figuras y relatos en los dos primeros capítulos del  libro del Génesis. Dios crea al ser humano como existente libre, llamado a desarrollarse en y con su mundo, pero recordando siempre su relación con Él, que no es limitante sino, antes bien, capacitante y posibilitante.
La paradoja, pero no contradicción, la percibimos en dos enseñanzas de Jesús que nos trae el evangelista Mateo en el así llamado Sermón de la Montaña. La primera pone de relieve la parte de Dios y la necesidad de la súplica: Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca halla; y al que llama se le abrirá (Mt 7, 7-8). La segunda subraya la obligante tarea humana: No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7, 21). 
El salmo 127 constituye una bella y poética síntesis de esa peculiar sinergia humano-divina: “Si el Señor no construye la casa, en vano se afán los constructores; si el Señor no guarda a ciudad, en vano vigila la guardia”.
Hoy cuando la nación se encuentra en gravísima crisis, los creyentes hemos de orar al todopoderoso y misericordioso Dios, que bendiga y haga fructuoso nuestro trabajo por lograr el urgente cambio que el país requiere, hacia la edificación de nuestra patria como “casa común” de todos los venezolanos sin excepción. Un hogar multicolor y polifónico en que “no a pesar de” sino “precisamente por”  nuestras diferencias, labremos un progreso compartido, consistente, duradero.

Oración y acción componen un binomio inseparable para quienes creemos  en un Dios generador de protagonistas, de  seres humanos corresponsables constructores de nuestra propia historia. 

jueves, 13 de octubre de 2016

BRÚJULA DE LA IGLESIA VENEZOLANA



¿Hacia dónde ha de encaminar la Iglesia en Venezuela sus pasos en los inicios de un nuevo siglo-milenio? Responder a este interrogante fue lo que se preguntaron los obispos venezolanos a finales de la década de los noventa. Estaba a las puertas el V Centenario de haberse comenzado a sembrar el Evangelio en esta “tierra de gracia” (1498) y  también venía encima el año 2000.
El marco de tiempo o situación, tanto de mundo como de Iglesia, en el cual se planteó aquella pregunta era de peculiar significación y trascendencia. Bastaría decir que a nivel global se ha tenido que inventar un término, “cambio epocal”, para calificar la dimensión de las transformaciones histórico-culturales en curso. El país se encontraba en seria crisis, que desembocaría en un  remedio “revolucionario” peor que la enfermedad. La Iglesia a nivel latinoamericano se autointerpretaba en “nueva evangelización”, siguiendo el llamado de Juan Pablo II a propósito de los Quinientos Años (1492-1998). Para la Iglesia universal, en renovación, el momento era muy  estimulante con la proximidad del Bimilenario de la Encarnación.
Los obispos consideraron que el mejor modo de celebrar el  V Centenario en tal contexto era congregar una gran asamblea eclesial con fuerte participación de los distintos sectores del Pueblo de Dios (laicado, jerarquía, vida  consagrada) ¿Objetivo? configurar una respuesta  efectiva  a los desafíos, que desde dentro de la Iglesia y desde su entorno nacional se planteaban a su misión, evangelizar. Esta fue la génesis del Concilio Plenario de Venezuela (CPV), el primero en la historia nacional.
Este Concilio sesionó del 2000 al 2006, cuando el siete de octubre  tuvo su clausura  solemne. Estas líneas las escribo precisamente en el décimo aniversario. Hubo cinco sesiones de trabajo, de una semana cada una, con la participación de todos los miembros conciliares.
El CPV produjo diez y seis documentos relativos a los principales aspectos y dimensiones de la misión de la Iglesia, formando un corpus,  articulado en torno a la categoría de comunión, a la cual se le dio como acompañante la noción de participación. Dichos documentos tratan entonces desde lo referente al primer anuncio del mensaje cristiano (kerygma) y al culto litúrgico, hasta la contribución de la Iglesia a la construcción de una nueva sociedad y el diálogo ecuménico e interreligioso. La Iglesia es signo e instrumento de la comunión de los seres humanos con Dios   y  entre sí; en este sentido debe vérselas con la necesaria incidencia del Evangelio en lo económico, lo político y lo ético-cultural. Sobre esto último merecen subrayarse los documentos relativos a La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad (No. 3) y Evangelización de la cultura en Venezuela (No. 13).
La situación nacional-marco del CPV, signada por la progresiva imposición del modelo “socialista”, fue bastante revuelta. Hubo momentos en los que se preguntó si no era mejor hacer una pausa y esperar tiempos más serenos para continuar las sesiones; predominó, sin embargo, la memoria de que históricamente los concilios  se habían dado para hacer frente a  serias  confrontaciones internas y externas. La metodología conciliar,  Ver-Juzgar-Actuar, permitió un seguimiento atento  de la realidad.
El CPV surgió como búsqueda de respuesta a desafíos.   Pues bien, ahora él mismo se convierte en reto para la Iglesia que lo celebró y debe llevarlo a la práctica, con las debidas actualizaciones y adaptaciones. Un Concilio no se realiza para un tiempo corto, sino mirando lejos.

El corpus documental conciliar no constituye un proyecto, en el sentido estricto del término, pero  ofrece, sí, el material y el espíritu para los proyectos de la Iglesia en los próximos años y décadas. Para la evangelización en Venezuela el CPV es, pues, una brújula.