jueves, 21 de junio de 2018

MAL Y MALIGNIDAD



Hay una marcada diferencia entre hacer el mal y actuar malignamente. O lo que es lo mismo: entre maldad y malignidad.

Algunos ejemplos puede ser ilustrativos: un empleado comete ocasionalmente una estafa. Es una acción mala. El  asaltante de una casa tortura a  miembros de la familia para saber dónde ésta guarda el dinero. Es una malignidad. Un gobierno manda a la policía a disolver una manifestación pacífica a planazos y con gases lacrimógenos. Hace mal. El mismo  gobierno encarcela sistemáticamente a  opositores, los veja  y maltrata para amedrentar toda disidencia. Es malignidad. Un régimen descuida el sistema de salud causando de tal modo gravedades y muertes, así como por erradas políticas económicas dificulta la producción de alimentos generando  escasez y carestía de los mismos. Hace mal. El mismo régimen para atornillarse en el poder impide la ayuda humanitaria, y para mantener sumisa a la población partidiza la distribución de alimentos. Procede malignamente.

Una cosa es hacer el mal y otra muy distinta regodearse en hacerlo (perversidad).
 Para hacer el mal basta abrir la puerta a la pasión o la irracionalidad, a una espontaneidad irresponsable. La malignidad implica planificación y poner en funcionamiento integrado inteligencia, habilidades y medios aptos; se tiene entonces una opacidad de la conciencia, que obstaculiza el reconocimiento de lo malo y, consiguientemente, una conversión. Algo parecido a lo que Jesús advierte  acerca de los pecados contra el Espíritu Santo (Mateo 12, 31).

En su exhortación de enero pasado, el Episcopado venezolano afirmó lo siguiente: “Las políticas del gobierno han llevado a los ciudadanos a una gran dependencia de los organismos del Estado (…) Las medidas que el gobierno implementa para dar  alimento al pueblo son insuficientes y tienden a crear mendicidad y mayor dependencia. Por otra parte, las políticas sociales y económicas están infectadas del morbo de la corrupción (…)  han dado como resultado aumento de la pobreza, desempleo, carencia de bienes básicos, descontento y desesperanza general”.

El país, enfermo, se está muriendo no simplemente porque lo traten mal, sino porque lo   maltratan con malignidad. Ello  obliga moralmente y con urgencia a un cambio de tratante y de tratamiento.
El régimen actual está procediendo malignamente de manera sistemática; en efecto:
-niega a los venezolanos recibir ayuda humanitaria que  muchos países  están ofreciendo e impide a Caritas Venezolana distribuir gratuitamente medicinas donadas por múltiples  organizaciones internacionales;
-conduce la población a la miseria con su política de estatización en el marco de un proyecto totalitario; causa también  la muerte de numerosos compatriotas por la culpable  escasez-carestía de  medicamentos y el abandono de  servicios de salud,
-genera el despoblamiento del país con los millones de venezolanos obligados a emigrar por el empobrecimiento masivo generado por el gobierno y sus prácticas opresivas;
-impide el libre ejercicio de los partidos políticos de oposición y encarcela injustamente a quienes disienten de la línea oficial dictatorial; igualmente mantiene un sistema carcelario con normas injustas, hacinamiento inhumano y aplicación regular de torturas:
-somete al Poder Judicial, a los órganos del Poder Ciudadano  y al Consejo Nacional Electoral  al diktat de las determinaciones del Ejecutivo.     
-viola mediante la hegemonía ideológico-política de los medios del Estado y el control indebido de los no oficiales el derecho fundamental  ciudadano a  la  libre comunicación;
-provoca un ambiente de inseguridad y violencia nacional por el mantenimiento de grupos armados oficialistas y la actuación arbitraria de los cuerpos de seguridad.
El inventario podría, desgraciadamente, continuar. No debe, sin embargo desalentar. Los venezolanos superaremos esta gravísima crisis, con la unión activa de la sociedad civil y las agrupaciones político-partidistas; el estimulante recuerdo de experiencias democráticas; la convicción de que el futuro pertenece a la justicia y la libertad. Y, sobre todo, con  la fe en Dios Padre Todopoderoso.


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sábado, 9 de junio de 2018

PARA SALIR DEL DESASTRE




Que estamos en un desastre, es tan  evidente como sufrido; por ello no requiere mucha argumentación probatoria. Baste pensar en el empobrecimiento de la gran mayoría de los venezolanos y el cierre de la tenaza totalitaria tan  acelerados.

¿Por qué ha llegado  Venezuela a este desastre? Es pregunta frecuente en el extranjero ante el colapso de un país que ha contado con  ingentes recursos en múltiples  campos y no ha experimentado en este siglo guerras civiles o con otros,  como tampoco epidemias graves  o  catástrofes naturales de alcance nacional.

Individuar fallas es fácil, identificar  causas no tanto, pero es tarea indispensable para la búsqueda de soluciones. Ahora bien,  con respecto a la gravísima crisis  nacional la Conferencia Episcopal Venezolana ha sido clara  y repetitiva en precisar como causa generadora principal: el propósito del actual Régimen de imponer al país un sistema socialista-hacia-el-comunismo, no sólo moralmente ilegítimo e inconstitucional, sino también históricamente fracasado. La superación del desastre nacional pasa entonces, ineludiblemente, por   la substitución de dicho Régimen para el establecimiento de otro, de signo humanista, democrático, pacífico, solidario y productivo. Nuestra Constitución, particularmente en su Preámbulo y Principios, señala el camino hacia una República que sea “casa común” acogedora y grata para los venezolanos

Ahora bien, edificar de esa “casa común” exige un serio trabajo en los varios campos de la convivencia social: económico, político y ético-espiritual. Para lograr así: una economía productiva y solidaria; una política orientada hacia la libertad responsable y el pluralismo participativo; una ciudadanía de calidad moral y espiritual. Y, por supuesto, un relacionamiento ecológico que garantice sustentabilidad.  

¿Por qué Venezuela ha llegado al presente desastre? Los creyentes utilizamos la categoría “pecado”, de orden típicamente moral-religiosa, la cual, por tanto, no aparece en las ciencias físicas y semejantes, como tampoco en las sociales. El pecado es abuso egoísta de la libertad, que descalabra a la persona, rompe la sana convivencia y enemista  con Dios. Ya desde el Génesis la Biblia habla del pecado y sus consecuencias individuales y comunitarias. Es la raíz de los males humanos. Pensemos, para no ir más lejos, en los efectos sociales de los llamados “pecados capitales”: de la avaricia e insolidaridad en la economía, de la soberbia y envidia en la política, de la deshonestidad y superficialidad en la  cultura.

Cuando Bolívar subrayó moral y  luces como primeras necesidades,  no andaba descarriado. Apuntaba al más específico y positivo horizonte del ser humano: una inteligencia nutrida y desarrollada junto a una voluntad libre dirigida hacia el bien. Sin gente responsable, honrada, justa, solidaria, de rectitud ética y altura espiritual no se puede pensar en una genuina “nueva sociedad”. Por cierto sobre “hombre nuevo” leemos en  la Carta de san Pablo a los Efesios (4,24-32) algunas características y exigencias  válidas no sólo para los cristianos.

El país urge ciertamente un cambio rápido de Régimen, para poder superar la gravísima crisis. Pero no bastan los cambios estructurales. La economía, la política y la cultura, no se hacen solas, con instrumental puramente  científico o técnico. Son obra del ser humano, que les da su sentido y finalidad, ya encaminándolas hacia el bien, ya, desgraciadamente, hacia  el mal. Al desastre, sembrado desde antes del ´99, no se ha llegado simplemente por conocimientos deficientes o procedimientos técnicamente inapropiados, sino, principalmente, por corruptelas y vicios que han deteriorado el espíritu de personas y grupos sociales.
Ya en la tragedia griega se expresó algo como: ¿Qué son las torres y los navíos si no hay hombres en ellos? Para salir del desastre se impone un cambio estructural (sistemas y procedimientos), pero acompañado de una “conversión” ético-espiritual de los venezolanos, especialmente de quienes tienen funciones de conducción.