El próximo 14 de octubre será reconocido como santo
y mártir el arzobispo Oscar Arnulfo Romero. La celebración litúrgica tendrá
lugar en Roma en la Plaza de San Pedro y será presidida por el Papa Francisco.
Para los venezolanos constituye una fuerte iluminación y un vivo reclamo hacia el cambio que urge el país.
El nuevo santo latinoamericano
nació el 15 de agosto de 1917 y fue asesinado el 24 de marzo de 1980 en la capital
salvadoreña mientras celebraba la Eucaristía. Ahora recibirá culto público en
la Iglesia, que lo expondrá como modelo de seguimiento de Cristo e intercesor
por quienes todavía peregrinamos en este mundo. La ofrenda sangrienta de su vida
fue la culminación de su fecundo recorrido como pastor, el cual estuvo marcado
por su total fidelidad al Señor, una completa entrega a la Iglesia y un heroico
servicio al pueblo, a cuya defensa y promoción integrales consagró su vida y su
muerte. Ya el 23 de mayo de 2015
Monseñor Romero había sido declarado, en la capital salvadoreña, beato; y mártir,
por “odio a la fe”.
Entre los
recuerdos personales que tengo de él, me viene a la memoria con profunda emoción
el recibo de una carta suya fechada en San Salvador poco antes (11 de marzo) y
recibida por mí tres días después de su muerte. Era de agradecimiento por el
mensaje de la solidaridad que le habíamos hecho llegar desde Lima los participantes
en un encuentro del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). Monseñor Romero escribió: “Su fraternal
solidaridad como signo de unidad eclesial, alienta vivamente nuestra pastoral
de acompañamiento al pueblo, en sus justas causas y reivindicaciones”
De mis encuentros
con él me quedaron muy grabadas su humildad y sencillez, su actitud apacible y
dialogal, que conjugaba con su firme disposición y fortaleza para encarar los desafíos
planteados en cuanto obispo y ciudadano: indoblegable defensa de los derechos humanos,
construcción de paz en libertad, justicia y solidaridad.
El ahora santo y
mártir asumió y concretó su defensa inquebrantable del prójimo, especialmente
del más necesitado, desde el mandamiento máximo evangélico, el amor, imitando a
Jesús, a quien percibía claramente en la persona de los más débiles. Entendió
sin medianías y alambicamientos ideológicos el criterio del juicio definitivo
del Señor, el amor, como lo recoge el evangelista Mateo (25, 31-46). Su
humanismo iba más allá del altruismo y de una recta condición ética, valiosos
en sí; se fundaba en Dios, que es amor (1 Jn 4, 8).
Oscar Arnulfo entendió
el mandamiento máximo, no restringiéndolo a una aislada relación interpersonal
o a estrechos ámbitos sociales, sino también extendido a la dimensión de la polis. Por eso
intervino en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la denuncia de abusos
del poder y en la animación de reformas estructurales sociales. Existencialmente
mostró que el amor ha de traducirse en acción política, so pena de confinarse en
un espiritualismo desencarnado e intimista. ¿Obispo santo político? Sí, pero
desde su coherencia pastoral y una autenticidad evangélica. Realizó también
algunas funciones de suplencia, por la insuficiencia de canales normales
institucionales democráticos, en una circunstancia de situaciones de fuerza y
graves confrontaciones. Una exposición clara y sistemática de su coherente
engranaje de fe y política, de tarea pastoral y servicio social, lo había
desarrollado Monseñor Romero el 20 de mayo de 1979 en una homilía titulada “El
don más grande la Pascua: el dinamismo del amor”.
La canonización del
Obispo Mártir viene oportunamente en el momento actual venezolano, que urge
a católicos, cristianos, creyentes y personas de genuinas convicciones
humanistas, a comprometerse en el cambio político que reclama el país: el paso
de un régimen dictatorial totalitario a una convivencia democrática pluralista.
Hacia una nueva sociedad, en la línea de la “civilización del amor”.
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