Los elementos básicos de una
filosofía del ser humano los encontramos en los tres primeros capítulos del Génesis,
bajo un ropaje literario de símbolos, metáforas y antropomorfismos; entre aquellos
destacan: creaturalidad, corporeidad, espiritualidad, socialidad, libertad, diferenciación
sexual, historicidad, vulnerabilidad ética, esperanza.
La politicidad concreta la
socialidad y entraña participación, corresponsabilidad, en la polis, que
es convivencia humana orgánica y estructurada hacia el logro y promoción del
bien común. Sabemos que Aristóteles definió al hombre “por naturaleza un animal
político”. Y pudiéramos agregar: político también “por deber moral”. (Se toma aquí
él término “política” en sentido general y no reducido a lo partidista o al
ejercicio del poder).
Lo político viene a ser
entonces una condición o característica del ser humano, pero, dándose en una
creatura libre, es igualmente una vocación, sujeta, por tanto, a calificación
ética. El ser humano está diseñado para ser y actuar en la polis; es inevitablemente
político, aunque en su ejercicio
puede comportarse de modo activo o pasivo, responsable o irresponsable.
Estrictamente hablando el hombre apolítico no existe, como tampoco el ahistórico.
Robinson Crusoe es simple fantasía.
De la refundación de Venezuela -planteamiento
claro y urgente del Episcopado patrio- se ha tratado ya anteriormente en esta
columna, explicitando algunos de sus rasgos y exigencias fundamentales. Hoy
quisiera abordar la seria interpelación que se plantea a todos los venezolanos,
acerca de su compromiso político. Refundar el país no es tarea concerniente a
unos pocos, sino obligación de todos los ciudadanos.
Factores decisivos de la
descomposición democrática en el tiempo próximo anterior al advenimiento del social
comunismo (SSXXI) fueron el “cogollismo” (concentración cupular) partidista; la
ofensiva “anti política” desde centros comunicacionales y empresariales, que
arropó a la sociedad civil; así como la dinamización de movimientos subversivos
de signo marxista. La ilusión de que la convivencia democrática tenía bases muy
firmes y aseguradas llevó a dañinas aventuras como la de sustituir punitiva e
innecesariamente a un presidente en vísperas de terminar su mandato
constitucional. Aquí había desaparecido de las escuelas, lamentablemente, la
asignatura Moral y Cívica y los partidos políticos descuidaron o
abandonaron su actividad formativa; las instituciones religiosas, en general,
desatendieron la formación permanente y sistemática de los creyentes para un
genuino, renovador y servicial protagonismo político. En los partidos
preocupación prioritaria era la compactación de masas y la eficacia de
maquinarias directivas.
No hay democracia sin demócratas
y no hay demócratas si no han sido formados para tales. Educar para la
democracia es formar para la responsabilidad y corresponsabilidad, la
participación y la solidaridad, la subsidiaridad y el emprendimiento; formar mentes
críticas y sujetos éticos, constructores y protagonistas de la polis y
no simples pacientes, observadores o jueces.
Al Régimen social comunista
emergente no le ha interesado, por principio, la educación democrática
ciudadana, sino el amaestramiento ideológico y la disciplina “revolucionaria”; le
importa, no la formación de cerebros pensantes, críticos, sino de voluntades obedientes
al pensamiento único y al poder totalitario. Su hegemonía comunicacional y su
política absorbente y represiva busca impedir el crecimiento de una ciudadanía
activa y corresponsable, genuinamente electoral y no simplemente votante.
Refundar el país como república
democrática, consciente de sus raíces históricas y cultora de sus mejores valores
nacionales, exige como requisito sine qua non, educar venezolanos, desde
los más diversos ángulos, para una ciudadanía activa y corresponsable, para una
participación protagónica en la polis, para un ejercicio efectivo
de su soberanía (CRBV 5). Es oportuno recordar siempre aquello de Sófocles al
inicio de la tragedia Edipo Rey: “Nada son los castillos, nada los barcos, si
ninguna persona hay en ellos”.
Para los cristianos, que hemos
recibido como mandamiento máximo el amor -fuente de servicio y solidaridad-, la
politicidad es doblemente obligante y, con ello, el educarse y educar para la
recta praxis política. Esto es imperativo de modo especial para los laicos,
que tienen como propio y peculiar, transformar las realidades temporales con
los valores humano-cristianos del Evangelio, ya en el amplio y vasto campo de
la sociedad civil, ya también en el terreno político-partidista y en el manejo
del poder.
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