Hay una marcada diferencia entre hacer el mal y actuar
malignamente. O lo que es lo mismo: entre maldad y malignidad.
Algunos ejemplos puede ser ilustrativos: un empleado comete
ocasionalmente una estafa. Es una acción mala. El asaltante de una casa tortura a miembros de la familia para saber dónde ésta
guarda el dinero. Es una malignidad. Un gobierno manda a la policía a disolver
una manifestación pacífica a planazos y con gases lacrimógenos. Hace mal. El
mismo gobierno encarcela sistemáticamente
a opositores, los veja y maltrata para amedrentar toda disidencia.
Es malignidad. Un régimen descuida el sistema de salud causando de tal modo
gravedades y muertes, así como por erradas políticas económicas dificulta la
producción de alimentos generando
escasez y carestía de los mismos. Hace mal. El mismo régimen para atornillarse
en el poder impide la ayuda humanitaria, y para mantener sumisa a la población
partidiza la distribución de alimentos. Procede malignamente.
Una cosa es hacer el mal y otra muy distinta regodearse en
hacerlo (perversidad).
Para hacer el mal
basta abrir la puerta a la pasión o la irracionalidad, a una espontaneidad
irresponsable. La malignidad implica planificación y poner en funcionamiento integrado
inteligencia, habilidades y medios aptos; se tiene entonces una opacidad de la
conciencia, que obstaculiza el reconocimiento de lo malo y, consiguientemente,
una conversión. Algo parecido a lo que Jesús advierte acerca de los pecados contra el Espíritu
Santo (Mateo 12, 31).
En su exhortación de enero pasado, el Episcopado venezolano
afirmó lo siguiente: “Las políticas del gobierno han llevado a los ciudadanos a
una gran dependencia de los organismos del Estado (…) Las medidas que el gobierno
implementa para dar alimento al pueblo
son insuficientes y tienden a crear mendicidad y mayor dependencia. Por otra
parte, las políticas sociales y económicas están infectadas del morbo de la
corrupción (…) han dado como resultado
aumento de la pobreza, desempleo, carencia de bienes básicos, descontento y
desesperanza general”.
El país, enfermo, se está muriendo no simplemente porque lo
traten mal, sino porque lo maltratan con
malignidad. Ello obliga moralmente y con
urgencia a un cambio de tratante y de tratamiento.
El régimen actual está procediendo malignamente de manera
sistemática; en efecto:
-niega a los venezolanos recibir ayuda humanitaria que muchos países
están ofreciendo e impide a Caritas Venezolana distribuir gratuitamente
medicinas donadas por múltiples organizaciones internacionales;
-conduce la población a la miseria con su política de
estatización en el marco de un proyecto totalitario; causa también la muerte de numerosos compatriotas por la culpable
escasez-carestía de medicamentos y el abandono de servicios de salud,
-genera el despoblamiento del país con los millones de
venezolanos obligados a emigrar por el empobrecimiento masivo generado por el
gobierno y sus prácticas opresivas;
-impide el libre ejercicio de los partidos políticos de
oposición y encarcela injustamente a quienes disienten de la línea oficial dictatorial;
igualmente mantiene un sistema carcelario con normas injustas, hacinamiento
inhumano y aplicación regular de torturas:
-somete al Poder Judicial, a los órganos del Poder Ciudadano y al Consejo Nacional Electoral al diktat
de las determinaciones del Ejecutivo.
-viola mediante la hegemonía ideológico-política de los
medios del Estado y el control indebido de los no oficiales el derecho
fundamental ciudadano a la
libre comunicación;
-provoca un ambiente de inseguridad y violencia nacional por el
mantenimiento de grupos armados oficialistas y la actuación arbitraria de los
cuerpos de seguridad.
El inventario podría, desgraciadamente, continuar. No debe,
sin embargo desalentar. Los venezolanos superaremos esta gravísima crisis, con
la unión activa de la sociedad civil y las agrupaciones político-partidistas;
el estimulante recuerdo de experiencias democráticas; la convicción de que el futuro
pertenece a la justicia y la libertad. Y, sobre todo, con la fe en Dios Padre Todopoderoso.
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