La situación nacional plantea como indeclinable
imperativo el lograr con urgencia un cambio en la conducción oficial del país
¿Hacia qué? La gente común está dando una respuesta, que, si bien no reviste arreos
técnicos, sí expresa la substancia de lo que se quiere: volver a ser un país normal. Esto implica que estamos en una
situación anormal en el sentido
negativo del término: deforme, monstruosa.
¿Qué entiende el
ciudadano corriente por un país normal?
No algo propiamente maravilloso, sobreabundante, ideal, sino una convivencia
nacional que responda a exigencias básicas de la población, en base a la
experiencia habida (pensemos en la Venezuela de la etapa democrática), al común
denominador con otras naciones semejantes (comenzando por las latinoamericanas)
y a las ordinarias aspiraciones de la mayoría de la población. Se podría
describir entonces la anormalidad con algunos ejemplos: se tiene dinero
suficiente para comprar comida o medicinas, pero no se las encuentra; el
dinero se evapora al calor de la hiperinflación; se sufre continuamente por
interrupciones de electricidad, gas y agua; se está obligado a dedicar
exagerada parte del tiempo en colas de supermercados o en paradas de autobús; no
se puede salir tranquilo a la calle desde el anochecer y el día transcurre bajo el continuo temor de ser
asaltado por delincuentes; se teme el encarcelamiento y torturas por manifestar
disconformidad con la política oficial. En una palabra: no se disfruta de una
vida “vivible”, no se goza de un ambiente “respirable”.
Un país normal consiste en una
convivencia pacífica, de pluralismo democrático y con estado de derecho. Sin
estar a merced de la arbitrariedad de los gobernantes, los abusos de la policía
y la represión de cuerpos militares o “servicios de inteligencia”, frente a los
cuales no hay instancias de apelación.
En el concierto americano y mundial Venezuela
no es un país normal. Por eso millones de personas abandonan el país e
infinidad de otras que permanecen en él están sometidas a insoportables penurias
y angustias.
En la exhortación hecha a comienzos
de este año por la Conferencia Episcopal Venezolana leemos que ante la
dramática situación nacional se perfilan dos actitudes: a) “la conformista y
resignada de quienes quieren vivir de las dádivas, regalos y asistencialismo
populista del gobierno” (…) y b) “la de quienes buscan instaurar unas condiciones de verdad,
justicia e inclusión, aún a riesgo del rechazo y la persecución”. La de
resignación paraliza y no contribuye a mejorar la realidad. Los obispos agregan:
“Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad”, en
la línea del lema de la visita de Juan Pablo II en 1996: “¡Despierta y reacciona,
es el momento!”. Para el Episcopado no hay más vueltas que dar: “Venezuela
necesita un cambio de rumbo. El Ejecutivo ha fracasado en su tarea de
garantizar el bienestar de la población”.
A un año de ese mensaje episcopal la
situación se ha agravado, y con ello la urgencia de un cambio del régimen, cuya
ilegitimidad es hoy más patente.
Del 7 al 12 de enero próximo (días
particularmente desafiantes para el futuro del país) se reunirá la Conferencia
Episcopal en asamblea plenaria, la cual fijará posición respecto de la realidad
nacional. Ahora bien, como el Episcopado no es un “operador político”, no se
puede esperar de él que tome la batuta y proponga un proyecto concreto para la
transición. Me atrevo a decir, sin
embargo, que los obispos están a la espera de que organizaciones e
instituciones de la sociedad civil y partidos políticos, conjugados en un
acuerdo de la mayor convergencia, planteen una propuesta operativa, consistente,
positiva y factible hacia un cambio de conducción oficial del país, a fin de
darle todo el respaldo posible.
La agonía de Venezuela ha sido
demasiado larga como para prolongarla más. Es preciso reponer cuanto antes a la
nación en la normalidad. Dios nos
ilumine y fortalezca en el cumplimiento de este deber.