A manera de preámbulo valgan dos observaciones con respecto a religión como la interpretamos aquí. La primera es que se la define como comunión con Dios, inseparablemente ligada a comunión con el prójimo, y no ya polarizada en lo institucional normativo y cultual como suele hacerse. La segunda es que se la entiende en su especificidad cristiana, sin ignorar y, mucho menos, menospreciar, los valores comunes con otras expresiones confesionales.
Fundamental
en una reflexión sobre religión es el concepto de Dios de que se parte. En
perspectiva cristiana se trabaja no sólo con los datos de la razón, sino que se
cuenta primordialmente con lo que Dios ha revelado acerca de su ser y obrar, lo
cual recoge la Sagrada Escritura o Biblia (conjunto de Libros que se dividen en
Antiguo y Nuevo Testamento).
La
noción de Dios que ofrece esa revelación lo presenta no sólo como el absoluto,
ser infinito y perfecto, personal y creador, sino como comunión, tejido
de relaciones interpersonales: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El misterio
central cristiano es el de Dios- Trinidad y Jesucristo, Revelador y Salvador.
Dios se manifiesta como ser dialogal, “familia divina”. Por ello la Primera
Carta de Juan da la siguiente definición: “Dios es Amor” (4, 8). Los cristianos
coincidimos con los judíos y musulmanes en afirmar a Dios como uno y único
(monoteísmo), pero nos distinguimos en reconocerlo como pluripersonal (Unitrino).
La
concepción cristiana en Dios no se queda en un seco enunciado intelectual; es
fecunda y sumamente iluminadora en consecuencias. Mencionamos algunas, comenzando
con el reflejo antropológico.
Según
el relato genesíaco de la creación Dios dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra
imagen, como semejanza nuestra” (1, 26). Pues bien, lo que brota de esta
voluntad del Unitrino creador no es un humano solitario, sino solidario,
dialogal, ser para la comunicación y la comunión; no crea simplemente humanos
sino humanidad, sociedad, en función de la cual aparece la distinción sexual.
Otra
expresión la tenemos en el campo operativo. Como consciente y libre, el humano
creado queda constituido en sujeto ético, responsable y corresponsable, recibe
orientaciones y normas (lamentablemente la libertad histórica no tardará en
manifestar su lado limitado y oscuro, el pecado, cap. 3). La norma máxima y articuladora moral, que se
va perfilando en el Antiguo Testamento y queda patente en el Nuevo, es el amor,
a Dios y prójimo, como Jesucristo lo subraya una y otra vez (ver, por ejemplo,
el Sermón de la última Cena, Jn. 13-17). San Pablo subraya que la plenitud de
la ley es el amor (ver Rm 13, 8.10). El relato del Juicio Final que hace el
mismo Jesús, según Mateo 25, 31-46, muestra bien claro que, antes que opio y
distracción, el relacionamiento con Dios es interpelación y exigencia de
solidaridad y fraternidad concretas; allí aparece como criterio de salvación y condenación
definitivas la práctica o no, en este mundo, del amor al prójimo, el cual
presencializa al Señor Jesucristo. Y amor muy en concreto. Aquí hay toda una
exigencia de servicio, misericordia, bondad, respeto, reconciliación, justicia,
ternura, solidaridad. No sólo como buenos deseos, sino como realización efectiva.
Pablo VI habló de “civilización del amor” como figura de la nueva sociedad que
es preciso construir.
Antes
que, alienación, indiferencia, evasión del quehacer servicial mundano, la
comunión (religatio) con Dios Trinidad-Amor, es reclamo y estímulo de
compromiso social, político y cultural hacia una convivencia humana realmente
digna y fraterna.
La
religión cristiana tiene un credo que sintetiza las verdades fundamentales que
se han de creer y un conjunto cultual en que es preciso participar. Pero como
sentido y norte de todo ello se destaca el “mandamiento máximo” como
orientación-meta del ser y quehacer del creyente: el amor. Como advertencia
final valga la siguiente: “Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20).