viernes, 23 de febrero de 2024

CREADOR Y DEFENSOR DEL HOMBRE

     Al hablar de lo divino, al creyente no le conviene otra cosa sino repetir, en algún modo, el gesto ordenado por Yahveh a Moisés en el monte Horeb, ante el espectáculo de la zarza que ardía sin consumirse: “No te acerques aquí; quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Éxodo 3, 5). Frente al Absoluto la actitud primaria es: reconocimiento y adoración.

    Para el ser humano la cuestión o problema de lo divino es inseparable de su historia, en las muy diversas formas o maneras en que su realidad se ha alcanzado (sentimiento, razonamiento, revelación) interpretado (mito, explicación, encuentro), recibido (rechazo, indiferencia, indecisión, aceptación) o expresado (explicita, implícitamente). Como planteamiento ha sido, en todo caso, ineludible.

    Entre las posiciones identificables en los últimos siglos destacan, junto a las afirmativas claras de Dios (como único, personal, creador y remunerador), otras como la del Iluminismo, para el cual Dios resulta más bien insignificante, en cuanto crea el mundo y se ausenta. Entre ellas insurgen negaciones beligerantes como la del marxismo, el cual, en la línea de Feuerbach, considera la religión una ilusión pero muy dañina, a la cual es preciso desterrar; para el positivismo lo religioso resulta también una fantasía, que, como crédula ignorancia, la ciencia se encargaría de deshacer. Pero el listado incluye igualmente batalladores como Nietzsche o Sartre, que tomaron el ateísmo como obligante empresa guerrera. Y hoy, en tiempos de revolución cultural, ideologías como la woke, la cruzada de la cancelación, el manual de corrección política y otras novedades, antes que atacar a Dios directamente tratan de desacreditar o borrar a los creyentes y deshilachar lo que éstos interpretan como obra divina: un cosmos estructurado por el Creador y una humanidad llamada a la comunión universal. Lo cierto es que no es fácil zafarse del problema. Y también que a su sereno y constructivo planteamiento no ayudan belicosos fundamentalismos propugnados por teísmos intolerantes.

    En los comienzos del siglo XVIII, el filósofo alemán Leibniz publicó la obra Ensayos de Teodicea (término griego éste, que une Dios y justicia), en la cual defiende la afirmación creyente frente a objeciones que se suelen plantear respecto de la bondad divina, la libertad humana y el origen del mal. Busca, pues, una justificación de Dios frente a dificultades específicas. Reflexionando sobre éstas me viene a la mente el rechazo marxista de Dios, como ilusión adormecedora del trabajador explotado  en su esfuerzo por liberarse, alienando en esta forma lo mejor de sí mismo en la espera de una felicidad ultraterrena.  Esta contraposición entre lo que interesa al hombre y el reconocimiento de Dios me trae a la mente la afirmación del escritor y mártir cristiano Ireneo (+200), quien en una obra suya contra herejes afirma: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Cabe uno imaginarse entonces que publicaciones como la de Leibniz, pudieran cambiar ese título por el de Antropodicea, en el sentido de que Dios es el soberano defensor del hombre.

    En la situación contemporánea, frente a graves desafíos culturales, entre los cuales se manifiesta una patente desestructuración antropológica y un vaciamiento humanístico, acompañados de radical relativismo ético y utilitarismo económico-político, urge poner de relieve el fundamento sólido trascendente de la dignidad y el destino del ser humano y de su comunidad histórica. El Dios creador y providente de la revelación judeo-cristiana no es celoso competidor del perfeccionamiento humano, sino, antes bien, fuente animadora de la existencia y el desarrollo integral y definitivo del hombre. La intuición de Ireneo cobra plena actualidad.

    El Dios revelado por Cristo se muestra como el verdadero y supremo defensor del hombre, de su dignidad y derechos inalienables. Lo ha creado inteligente y libre, social y responsable, con un imperativo central que es el amor y un horizonte definitivo de su quehacer temporal: la comunión humano-divina perfecta. Dios no es un absoluto personal solitario, sino intercomunicación de vida, Trinidad, que por amor ha creado a la humanidad y ha historizado a su propio Hijo.  

 

 

    

 

 

  

viernes, 9 de febrero de 2024

DOCTRINA SOCIAL DISPONIBLE

 

    En medio de la crisis de ideas y propuestas sobre cómo organizar la sociedad en sus varios ámbitos económico, político y ético-cultural, se dispone de un conjunto orientador orgánico bajo la denominación de Doctrina Social de la Iglesia (DSI).

    Ante todo conviene precisar que aquí Doctrina no se identifica con una cerrada o dogmática formulación conceptual, ni “de la Iglesia” con algo para uso de solos católicos. En efecto, constituye un conjunto abierto, siempre en actualización, a disposición no exclusivamente de a católicos, sino de cristianos en general, así como de creyentes y no creyentes, sensibles todos sí a la edificación de una sociedad genuinamente humanista. La DSI una enseñanza propuesta formalmente por la Iglesia como guía para una praxis que responda al ideal cristiano de vida societaria, pero también a las exigencias humanas para la edificación de una sociedad al servicio integral del hombre. De allí que dicha Doctrina se formula en forma de secuencia propositiva, con una gradación de razones y objetivos que posibilitan su aceptación y ejecución por los miembros de la Iglesia, pero también y a manera de círculos que se expanden, por todos los demás, de cualquier denominación o afiliación, pero que coinciden en el denominador básico de constructores de una deseable convivencia humana. Así, por ejemplo, el respeto a la vida y el disfrute de una sociedad pacífica, libre y justa, se los plantea como derechos humanos básicos, pero también como mandamientos del Decálogo y como actuación del “mandamiento nuevo” del Señor Jesucristo. Por eso la DSI está abierta al diálogo y al compromiso de personas y grupos en perspectiva pluralista y es, en consecuencia, un conjunto no monopolizable por un partido político, una organización social o un sector ciudadano determinados. Lo cual no excluye que se la pueda asumir como identificación programática explícita, pero sin pretensiones de exclusividad por corrientes, movimientos o partidos políticos.

    La DSI, como propuesta social histórica, está en aggiornamento permanente, lo que de modo fácil se aprecia comparando su primer gran documento, la Rerum Novarum de León XIII (1891), con las encíclicas de los últimos papas, y aquí, en nuestro país, con lo producido por el Concilio Plenario de Venezuela en sus documentos 3 y 13.

  La DSI provee de elementos válidos para la edificación, siempre progresiva, de una “nueva sociedad”.  Valgan como ejemplo a) la tríada de componentes, economía participativa, democracia plural y calidad espiritual, b) la tríada de integradores sociales, solidaridad, participación y subsidiaridad, c) los derechos humanos como eje central societario y d) la opción privilegiada por los más necesitados.

    Después de un cierto opacamiento de la DSI, principalmente por la crisis de organizaciones que la asumían como estandarte político-partidista, hoy en día -y sin duda, en Venezuela- está reapareciendo como instrumento efectivo de renovación societaria, como oferta válida y desafiante para su concreción en programas políticos renovadores e inspiración de iniciativas de la sociedad civil. Deber de la Iglesia es percibir acertadamente estos signos, retomar como obligante una formación correspondiente y el estimular, en diversos modos y formas, iniciativas de aplicación. 

 

Actualmente se plantea entre nosotros la urgencia de una refundación nacional, a raíz del vendaval ocasionado por la imposición de un modelo socialista de corte totalitario. Pues bien, la DSI se ofrece como un conjunto de principios, criterios y orientaciones para la acción, disponible con miras a la conformación de modelos, planes y proyectos sociales, que respondan de veras a las exigencias de una república democrática de auténtico sentido humanista. Ésta ha de ser, pluralista, solidaria y participativa, en la cual el respeto y la promoción de los derechos (con su otra cara de deberes) humanos sea el eje central del tejido social. Debe responder a nuestra Carta Magna y avanzar, entre otras cosas, en descentralización y educación ético-cívica.