No hay nada más problemático que formar gente que piense con su propia
cabeza.
Es frase que me gusta repetirme y repetir. Con ella comencé un artículo que,
por cierto, recibió el premio de El Nacional en 1992. Lo escribí pocos
días después del intento de golpe de estado, aventura que desembocó, antes de
una década, en el régimen de corte totalitario durante todo lo que va de siglo
y milenio.
El referido artículo tenía como título La exigente democracia. Junto
a identificar innegables fallas políticas de entonces insistía en lo
indispensable de una educación para la democracia, la cual, como obra de la libertad
ciudadana, es algo vivo, necesitado de continua revisión, cuido, alimentación y
perfeccionamiento.
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes. La experiencia demostró
que la democracia es una planta que exige delicada atención, porque de otro
modo se debilita hasta secarse. No pocos habían pensado que la convivencia
democrática en nuestro país tenía una especie de seguro de vida y podía
permitirse juegos de poder, hasta cambiar alegremente un presidente a escaso
tiempo del término de período constitucional.
El pasado es eso y lo que fue, fue. El futuro no existe. El único tiempo de
que disponemos es un presente fugaz, que es preciso aprovechar con inteligencia,
responsabilidad, previsión, bondad. Y con lo que en cristiano entendemos como
algo obligante y bien exigente, amor.
De la democracia no podemos quedarnos en calificarla como algo bueno, deseable.
Sin ser la perfección terrena absoluta, hemos de asumirla como algo valioso y obligante,
como relacionamiento social querido por Dios para nosotros, seres libres y
responsables; puestos en el mundo para la comunicación y el diálogo; creados políticos
(humanos para emerger y desarrollarse en polis), personas con dignidad y
derechos inalienables. Democracia es com-partir propiedades, tareas y
responsabilidades. Construir juntos lo que atañe a todos, lo que conforma el bien
común.
Por ello es obligante formarse y formar para convivir en democracia. Lo que
implica educarse en derechos, pero también e inseparablemente, en deberes como regalo
que nos hacemos.
A propósito de educación para la democracia, resulta oportuno recordar algo
sobre el primero de estos términos, para lo cual resulta muy iluminador
recordar su etimología. Educar viene del verbo latino educere, de
muy rica significación (criar, cuidar, alimentar, sacar, hacer salir…) Puede
decirse que Miguel Ángel edujo de un bloque de mármol su Moisés. No lo
introdujo. La mano del artista lo fue generando
y la piedra lo fue dando a luz. Educar
no es inyectar y hacer del alumno un repetidor. Como en la mayéutica socrática,
es una ayuda liberadora ¿Qué significa educar para la responsabilidad, para la
solidaridad, para la libertad? No se
trata tanto de procurar aptitudes cuanto actitudes.
Una pedagogía para la democracia entraña que el ciudadano se transforme
desde dentro en persona sensible a los derechos del otro, a la fraterna
solidaridad, a la corresponsabilidad en el bienestar colectivo, en la atención
preferencial a los más débiles; al descubrimiento y apreciar del otro como proximus.
La democracia es, por tanto, tarea común, siempre en hacerse. No se debe
esperar que nos la hagan y den. Debe formarse desde el hogar en el cultivo de
un relacionamiento responsable, delicado y servicial. La democracia es un
derecho humano. Con su otra cara, el deber.
En Venezuela no gozamos de una convivencia democrática. Lograrla es imperativo
común. Para lo cual hemos de educarnos y educar. Recordando que es planta que
hemos de regar, abonar, podar, proteger.
La experiencia nos enseña que interpretar la democracia como algo dado, que
ha de permanecer al margen de lo que hagamos o no hagamos, es una nefasta
ilusión. Agentes y soportes de una democracia hemos de ser todos los
ciudadanos; sólo así se evitará que los “líderes” se conviertan en sus solos
protagonistas y los gobernantes en sus solos administradores para terminar en
déspotas.