sábado, 13 de junio de 2015

ESPIRITUALIDAD POLÍTICA



Me invita a escribir estas líneas la temática de la reciente Asamblea Anual del Consejo Nacional de Laicos de Venezuela, a saber, la dimensión social y política del Evangelio.
A los términos espiritualidad y política se los tiende comúnmente a considerar como extraños, cuando no como contrarios. Y esto no sólo por quienes, racionalistas o pragmáticos, estiman lo espiritual y religioso como algo  de consumo sólo privado y relegado a lo doméstico, sino también por creyentes que juzgan lo político como una actividad ajena a la comunicación con Dios y al ejercicio religioso -distrayendo u obstaculizando- o, en todo caso, como una praxis que poco o nada tiene que ver con el cultivo de las cosas del espíritu.
En el referido encuentro el tema inicial suscitó particular interés por su originalidad: “El criterio del Juicio Final y sus consecuencias socio-políticas”. Fue una reflexión sobre el capítulo 25, versículos del 31 al 46, del Evangelio según san  Mateo, en donde Cristo aparece felicitando a unos y apartando a otros por la sencilla razón de haberse preocupado efectivamente o no por “el otro” (proximus) hambriento, enfermo, preso o, en general, necesitado. Se explicó que  esa atención o indiferencia se refería no sólo a lo micro (servicio a una persona individual o una familia), sino también a lo macro, o sea  al amplio  campo social (políticas alimentarias, habitacionales, sanitarias, carcelarias). En el texto evangélico el Señor interpreta  la atención-desatención  al “otro” como algo hecho-no hecho a él mismo, lo cual transfigura la acción socio-política en vivencia religiosa. Esto lo entendía muy bien Teresa de Calcuta al mirar a sus queridos menesterosos como a Jesús mismo.
El mandamiento “nuevo” de Jesús, el amor, no se identifica, por tanto, con un sentimiento puramente interior o de expresión meramente asistencialista limitada. Postula, en efecto, una acción efectiva solidaria, exigente también de actividades promocionales (enseñar a pescar, se dice) y  de cambios estructurales (reordenamiento de la sociedad en su conjunto en el sentido de la justicia y la solidaridad, la libertad y la paz).
Se percibe entonces cómo cambia la interpretación de política. De ámbito peligroso o indiferente para el creyente cultor del espíritu, se transforma en el campo de demostración del amor a Dios. Con razón la Primera Carta de san Juan dice que “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (4, 20). El crecimiento espiritual del político creyente se reflejará necesariamente entonces en robustecimiento de su compromiso social y viceversa. El cultivo espiritual purifica, fortalece y eleva la acción política (amenazada siempre por los pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, pereza, odio…).
Interpretada así la política, se convierte en fuente y camino de santificación, de perfeccionamiento en la comunión con Dios. Para ello, deberá alimentarse con la oración,  la contemplación y los medios (los sacramentos cristianos, por ejemplo), que Dios pone a disposición. El mundo, lo temporal, lo secular se trasforman en ámbito de encuentro con Dios. Un Dios inseparable del prójimo, especialmente del más débil. 
Todo creyente debe ser político en el sentido amplio de este término, es decir, trabajador por el bien común. Y ciertamente hace falta que más y más creyentes se dediquen expresamente a la acción política, también  partidista, para desde allí construir una convivencia deseable,  que en la Iglesia se ha denominado como  “civilización del amor”.

Con mucha razón el Concilio Plenario de Venezuela afirmó en su documento sobre  La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad: “Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y cultural. Por ello se tiene que promover la Civilización del amor como fuente de inspiración de un nuevo modelo de sociedad”.

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