Me invita a escribir estas líneas la temática de la reciente
Asamblea Anual del Consejo Nacional de Laicos de Venezuela, a saber, la
dimensión social y política del Evangelio.
A los términos espiritualidad
y política se los tiende comúnmente
a considerar como extraños, cuando no como contrarios. Y esto no sólo por
quienes, racionalistas o pragmáticos, estiman lo espiritual y religioso como
algo de consumo sólo privado y relegado
a lo doméstico, sino también por creyentes que juzgan lo político como una
actividad ajena a la comunicación con Dios y al ejercicio religioso -distrayendo
u obstaculizando- o, en todo caso, como una praxis que poco o nada tiene que
ver con el cultivo de las cosas del espíritu.
En el referido encuentro el tema inicial suscitó particular
interés por su originalidad: “El criterio del Juicio Final y sus consecuencias
socio-políticas”. Fue una reflexión sobre el capítulo 25, versículos del 31 al
46, del Evangelio según san Mateo, en
donde Cristo aparece felicitando a unos y apartando a otros por la sencilla
razón de haberse preocupado efectivamente o no por “el otro” (proximus) hambriento, enfermo, preso o,
en general, necesitado. Se explicó que esa atención o indiferencia se refería no sólo
a lo micro (servicio a una persona individual o una familia), sino también a lo
macro, o sea al amplio campo social (políticas alimentarias, habitacionales,
sanitarias, carcelarias). En el texto evangélico el Señor interpreta la atención-desatención al “otro” como algo hecho-no hecho a él mismo,
lo cual transfigura la acción socio-política en vivencia religiosa. Esto lo
entendía muy bien Teresa de Calcuta al mirar a sus queridos menesterosos como a
Jesús mismo.
El mandamiento “nuevo” de Jesús, el amor, no se identifica,
por tanto, con un sentimiento puramente interior o de expresión meramente asistencialista
limitada. Postula, en efecto, una acción efectiva solidaria, exigente también
de actividades promocionales (enseñar a pescar, se dice) y de cambios estructurales (reordenamiento de
la sociedad en su conjunto en el sentido de la justicia y la solidaridad, la
libertad y la paz).
Se percibe entonces cómo cambia la interpretación de política. De ámbito peligroso o indiferente
para el creyente cultor del espíritu, se transforma en el campo de demostración
del amor a Dios. Con razón la Primera Carta de san Juan dice que “quien no ama
a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (4, 20). El
crecimiento espiritual del político creyente se reflejará necesariamente
entonces en robustecimiento de su compromiso social y viceversa. El cultivo
espiritual purifica, fortalece y eleva la acción política (amenazada siempre
por los pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, pereza, odio…).
Interpretada así la política, se convierte en fuente y camino
de santificación, de perfeccionamiento en la comunión con Dios. Para ello,
deberá alimentarse con la oración, la
contemplación y los medios (los sacramentos cristianos, por ejemplo), que Dios
pone a disposición. El mundo, lo temporal, lo secular se trasforman en ámbito
de encuentro con Dios. Un Dios inseparable del prójimo, especialmente del más
débil.
Todo creyente debe ser político en el sentido amplio de este
término, es decir, trabajador por el bien común. Y ciertamente hace falta que
más y más creyentes se dediquen expresamente a la acción política, también partidista, para desde allí construir una
convivencia deseable, que en la Iglesia
se ha denominado como “civilización del
amor”.
Con mucha razón el Concilio Plenario de Venezuela afirmó en
su documento sobre La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad:
“Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano
de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política,
económica y cultural. Por ello se tiene que promover la Civilización del amor como fuente de inspiración de un nuevo modelo
de sociedad”.
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