En la dolorosa y crítica situación
nacional se exhibe desde el poder la pura fuerza como la que puede decidir la
suerte del país y se olvida que la responsabilidad de los actos de una persona
no es no sólo ante sí y el prójimo, sino también y definitivamente ante Dios,
Juez supremo.
El creyente en Dios ha de tomar muy en
serio lo temporal, lo mundano, como algo recibido para posibilitar su
existencia y desarrollo, y como el ámbito en y desde el cual ha de cultivar su reconocimiento,
alabanza y obediencia (religatio) a
Dios.
Ahora bien, cuando se habla de
obediencia a Dios es preciso tener presente que los lineamientos morales fundamentales
se refieren en su mayor parte al relacionamiento con el prójimo. Es lo que
básicamente aparece en el Decálogo que recibió Moisés en el Sinaí, según lo
transmitido en la tradición judeo-cristiana.
En el evangelio que los cristianos
afirmamos como Revelación definitiva aparece un eje o núcleo central alrededor
del cual se articula todo el conjunto moral y religioso y es el mandamiento del
amor, que Jesús llama “nuevo” e identifica como suyo. En este sentido, lo que
conforma el tejido ético constituye algo patentemente positivo y relacional,
pues amor entraña comunicación,
diálogo, compartir, solidaridad, servicio, unidad, comunión. Lo cual significa
que el quehacer humano ha de reflejar el ser y la intimidad mismos del Dios
creador y salvador, que “es amor” (1 J n 4, 8).
El Juicio Final -los creyentes lo afirman
y sitúan como término del peregrinar histórico e inicio de una duración radicalmente
trascendente con característica de eternidad—tendrá, por tanto, como criterio
de discernimiento el amor. Es lo que Jesús mismo explicitó al hablar de las
postrimerías (ver evangelio según Mateo,25 31-46): tuve hambre o sed, anduve
como forastero o sin ropa, me encontré enfermo o preso, y me diste o no de comer
o beber, me atendiste o no, me visitaste o no. En el texto aparece, pues, un
listado de modos de relacionamiento con el prójimo necesitado. A quienes están
habituados a una visión individual-verticalista y ritualista de lo moral y
religioso, un tipo así de Juicio Final les resulta extraño y disonante. Y más
todavía, cuando ese criterio de juicio se traduce en categorías políticas de
modo que las llamadas “obras de misericordia” se convierten en políticas tales
como alimentarias, sanitarias, habitacionales y carcelarias.
En el citado pasaje bíblica aparece de
manera clara el carácter fundamentalmente positivo, proactivo, de la moral. No
basta evitar lo malo (falta de compasión, de misericordia o solidaridad). Lo
que cuenta primariamente es la acción constructiva de encuentro y compartir, de
comprensión y fraternidad. Por ello, sin bien hemos de examinarnos sobre los
pecados “de comisión”, debemos poner el acento en los pecados “de omisión”. Hay
quienes dicen que “el mundo anda como anda, no por lo que los malos hacen, sino
por lo que los buenos dejan de hacer”.
Obviamente no toda la moral y, consiguientemente,
la materia del Juicio Final, se reducen a las obras de insolidaridad; se dan
también, en efecto, imperativos o prohibiciones de otro tipo a los cuales hay
que atender (el Sermón de la Montaña -ver Mt 5-7- por ejemplo, manda ser
humildes, austeros y discretos, así como evitar la venganza y el adulterio). El
Señor privilegia, sin embargo, la proactividad bondadosa.
El criterio del Juicio Final cobra
particular importancia y actualidad en el hoy venezolano, de grave crisis
humanitaria, en que tantos hermanos
padecen y mueren por falta de comida o medicinas, sufren encarcelamientos y persecuciones
por disentir del pensamiento oficial y el ambiente ciudadano es de inseguridad
y amedrentamiento. De allí que urge una acción envolvente y decidida en línea realmente
humana, creyente, cristiana, para lograr el cambio nacional hacia una
convivencia solidaria, justa, libre, fraterna. Para pasar de un sistema
opresivo, violador de los derechos humanos, a una Venezuela de aire fresco y
horizonte abierto.