jueves, 23 de julio de 2020

OBISPOS PLANTEAN CAMBIO DE GOBIERNO




     Ante la gravísima y progresiva crisis nacional la posición de los Obispos es clara y firme: “exigimos una vez más auténticas elecciones libres y democráticas para constituir un nuevo gobierno de cambio e inclusión nacional que nos permita construir el país que todos queremos”. Añadimos: “se hace necesaria la salida del actual gobierno y la realización de elecciones presidenciales limpias, en condiciones de transparencia y equidad”.

    Lo leemos en el reciente documento del Episcopado venezolano (Tu Dios está contigo…,10 de julio). No es la primera vez que plantean una tal exigencia; ya lo habían hecho en las asambleas de enero 2020 y julio 2019. Lo repetitivo se explica por la persistencia y aceleración de la crisis, que lleva dos décadas y ha llegado a niveles insoportables.

     En efecto, en Carta fraterna del pasado 10 de enero, a propósito de los atropellos a la Asamblea Nacional, los Obispos reafirmamos lo dicho en la Exhortación de 12 de julio 2019: “Ante la realidad de un gobierno ilegítimo y fallido, Venezuela clama a gritos un cambio de rumbo, una vuelta a la Constitución. Ese cambio exige la salida de quien ejerce el poder de forma ilegítima y la elección e en el menor tiempo posible de un nuevo presidente de la República”. No se trata, obviamente, de una elección cualquiera; ha de ser libre y debe responder a la voluntad del soberano (CRBV 5). Para ello es preciso atender a ciertas condiciones, que se consideran indispensables: nuevo Consejo Electoral imparcial, actualización del Registro Electoral, voto de los venezolanos en el exterior, supervisión de organismos internacionales tales como ONU, OEA, UE; y, por supuesto, cese de ese esperpento que es la Asamblea Nacional Constituyente, con todas sus letras, mantenida como una herramienta amedrentadora, especie de elefante agresivo en una cristalería de legalidad. Es menester tener presente que un cambio presidencial como el mencionado está posibilitado por los Art. 70 y 71 de nuestra Constitución.

     La Conferencia Episcopal recoge en el documento de hace dos semanas un clamor nacional: “Los venezolanos queremos vivir en democracia”. De allí la necesidad de elecciones (opción realmente libre), que no se reduzcan a meras votaciones (acto propiamente físico). El régimen, es cierto, ha convocado a elecciones parlamentarias, pero tejiendo una urdimbre de trampas e ilegitimidades: instrumentación de un TSJ sumiso y de un CNE a su medida, confiscación de partidos políticos, persecución a disidentes, compra de conciencias ¿Es de extrañar entonces que crezca la desconfianza y se genere masiva abstención? En ese mismo documento se denuncia la inmoralidad de maniobras contra la solución social y política de la crisis, así como del cinismo de políticos que se prestan a tan desvergonzado juego, con lo cual se consolida el régimen totalitario.

    Y aquí viene una denuncia particularizada del Episcopado, que se justifica por el protagonista y la  gravedad de la amenaza: “La negativa del Ministro de Defensa a aceptar un cambio de gobierno es totalmente inconstitucional y, por tanto, inaceptable”. Ello implica un alineamiento de la Fuerza Armada con una parcialidad política y la exclusión de una entrega del poder a quien piense distinto.
¿En qué marco situacional exigen los Obispos el cambio de régimen? El de un “caos generalizado”, empeorado por la pandemia, en el cual sobresalen, entre otros factores: descalabro de servicios públicos básicos, acción política divorciada del bien común y del desarrollo, inseguridad e indefensión de la gente, economía inflacionaria y dolarizada, empobrecimiento de la población, educación paralizada, debilidad del sistema de salud, drama de los emigrantes que vuelven al país, escasez de gasolina y de otros insumos, ausencia de estado de derecho, violaciones de los Derechos Humanos (aplicación de torturas…), endurecimiento dictatorial, persecución de la disidencia.

    No podemos quedarnos de brazos cruzados”, claman los Obispos. El Evangelio no es algo etéreo, sino muy exigente respecto de toda realidad, en particular la política; y el servicio pastoral, religioso y moral, que ellos prestan tiene que ver con la suerte temporal de creyentes y no creyentes. El mandamiento máximo de Jesús, el Señor, es el amor, el cual no se reduce a simple sentimiento, sino que entraña serio compromiso.



viernes, 10 de julio de 2020

RECONSTRUCCIÓN ÉTICA



      No es fácil la reconstrucción económica y política del país. Menos fácil, todavía, es la ético-cultural. Ésta toca, en efecto, lo más hondo y trascendente de la libertad personal, desde donde se definen las líneas orientadoras también del tener y del poder.

      Por donde quiera que caminemos los humanos nos topamos, buen Sancho, con la ética. Porque, en cuanto racionales y libres, somos ineludiblemente éticos (al igual que filósofos); damos siempre a nuestra vida, a nuestra libertad, algún sentido, así sea uno puramente anárquico y espontaneísta, como es el caso de los nihilistas. Quien se declara “a-moral”, es porque tiene un código moral propio, puramente subjetivo. Lo cierto es que, así como el hombre no ha podido-puede-podrá dejar de pensar, lo mismo cabe decir del decidir en conciencia en lo tocante a bien-mal moral. El problema está en el código ético que se sigue, el cual, por lo demás, implica, en un modo u otro, una interpretación de la dignidad y del deber ser personal. De esto se desprende que una marcha societaria sólida, sustentable, exige un esfuerzo compartido para acordar una plataforma ética común. Lo contrario generaría una Babel insostenible y autodestructora.

    En este marco reflexivo hemos de ubicar la relación de economía y política con ética. Aquéllas no se hacen por sí mismas, ni funcionan auto referencialmente, no son autárquicas. Es el ser humano, en cuanto económico y político, el que las crea, maneja y orienta. Y este ser humano les imprime su sello personal; hará de ellas instrumentos de servicio o insolidaridad, de altruismo o egoísmo y cosas por el estilo.

   En Armagedón, 4 jinetes hacia el apocalipsis postmoderno (Universidad Metropolitana, Caracas 2009), J. I. Moreno León, hablando de la vinculación entre práctica de la conducta ética y ejercicio del sentido común, recuerda “un imperio (el Romano) que llegó a dominar parte importante del mundo conocido para entonces, con grandes avances  en su desarrollo como sociedad, pero que colapsó, entre otras razones por una crisis de valores que generó la destrucción de ese conglomerado social como civilización dominante”. Muy iluminadora al respecto resulta, por cierto, la Carta de San Pablo a los Romanos (capítulo 1), escrita hacia el año 60 d C., la cual describe el estado de descomposición ético-religiosa de ese pueblo, entonces en la cumbre de su poderío. Algo aleccionador para todo tiempo y, por supuesto, también, para el presente global y venezolano. Tarde o temprano los desvaríos se pagan y las virtudes dan buenos frutos.

    Lamentablemente el desarrollo científico-tecnológico, así como el económico, político y cultural (en sentido estricto) no corren siempre parejos. De allí las crisis permanentes de los seres humanos y de la humanidad como conjunto. Sucedió en el Imperio Romano y pasa ahora con nuestra sociedad de la información en rauda globalización. La historia evidencia no sólo la limitación y la fragilidad del ser humano, sino también su pecaminosidad.

    El caso venezolano es patente al respecto. Tuvimos un desarrollo económico y político que no se armonizaron con el ético-cultural. No se cultivó una economía de efectiva solidaridad, ni una política gestora de corresponsabilidad ciudadana. Los medios de comunicación se desligaron en buena medida de su función de servicio público, y la educación prescindió del formar seriamente en valores. No se privilegió la atención integral a la familia, primera escuela y célula social. Todo ello abrió en algún modo la puerta al actual régimen totalitario destructor.

  Resulta imperativa, por tanto, una reconstrucción en los diversos ámbitos de la vida nacional, particularmente en el campo ético-espiritual, con miras a impulsar un progreso integral. Para ello es preciso establecer prioridades sociales y fomentar un espíritu colectivo corresponsable. Algunos nos hemos atrevido hasta formular decálogos de praxis nacional para el día después. Pero, por encima y más allá de cualquier determinación, hay algo que resulta evidente: Venezuela no echará adelante sin una conversión ético-espiritual. Hay mucho odio, egoísmo, inmediatismo, indiferencia, que curar, y mucha honestidad, solidaridad, generosidad, calidad humana, que promover.