martes, 21 de junio de 2022

¡SOBERANO, PRESENTE!

 

    La Constitución, marco jurídico fundamental del Estado venezolano, define en su artículo quinto el sujeto de la soberanía nacional: el pueblo, depositario también del poder constituyente originario (artículo 347).

    El soberano del que hablamos ahora es el sujeto humano protagonista de la organización y manejo de la comunidad política; su soberanía es institucional, histórica. No se trata, por tanto, de soberano en términos absolutos, trascendentes, del cual se ocupa la filosofía y que se identifica con el creador y providente divino, adorable según el primer mandamiento del Decálogo. El absoluto supremo, por cierto, viene a ser para el creyente el fundamento último de la legitimidad del soberano histórico, así como de la dignidad y los derechos humanos básicos del ser humano; se convierte así en defensa indestructible frente a toda pretensión totalitaria, tanto por parte de regímenes despóticos (tipo nazi, fascista o comunista), como también de mayorías circunstanciales en los sistemas democráticos.

    La crisis venezolana que nos envuelve, es profunda y global. Y el plan oficial que la maneja es -los Obispos lo han explicitado repetidas veces- de tipo totalitario (no sólo autocrático o dictatorial). Nuestro panorama político actual semeja un “nudo gordiano” (“quilo de estopa”, en buen criollo), en cuanto enredo de ilegitimidades e inconstitucionalidades, de esquizofrenias y bicefalias con sus inevitables consecuencias internacionales. Todo ello mientras el desastre nacional se acentúa y los primeros pagadores de los platos rotos son, como siempre, los más vulnerables socio-económicamente. En la mayoría disidente se exhibe una notable fragmentación político-partidista; ésta, al igual que el síndrome de Estocolmo, es eficientemente promovida por el Régimen militar socialista, bien capacitado en la pedagogía del amedrentamiento y la sumisión-. El “vinimos para quedarnos” no es ya la simple consigna de los tradicionales gobiernos despóticos, sino que responde también y lógicamente al dogmatismo marxista de la irreversibilidad hacia el comunismo.

    Siendo así las cosas no resulta extraño el urgente llamado a la “refundación nacional” hecho el año pasado por el Episcopado y que, lamentablemente, no ha encontrado en el amplio campo de la oposición el respaldo y la implementación deseables. Desconcertante resulta también la ilusión de no pocos grupos ante las votaciones (no elecciones) de 2024, mientras se juega con un “diálogo” que no acaba de fraguar, porque carece de apoyo efectivo por parte del principal interlocutor, ideológica y pragmáticamente desinteresado en participar. Con los instrumentos (CNE, SGCIM, TSJ, AN, Alto Mando FA, etc.) y la “jurisprudencia” de que dispone el Régimen, unas elecciones no pueden ser otra cosa que una comedia. El tablero internacional, a raíz de la invasión de Ucrania, tampoco ofrece un marco favorable para una salida pronta y democrática a la crisis de la petrodependiente Venezuela.  

    Quien esto escribe ha insistido, buscando una salida positiva para el país, en la identificación un clavo-solución y la unión de fuerzas para clavarlo, sin perderse en multiplicidad de propuestas y candidaturas. Por eso recuerdo y subrayo algo ya planteado como vía de solución legítima y efectiva: la intervención del soberano con un acto constituyente, que corresponde a su potestad completa y originaria (Constitución, artículos 5, 347-349). ¡Que todos los compatriotas (de cualquier ideología, opinión, alineación político-partidista, profesión u ocupación) residentes aquí o emigrados, elijan qué país quieren!

    El Episcopado nacional exhortó, con ocasión de los 200 años de Carabobo: “Nuestra mirada ha de dirigirse al futuro, no como si se esperaran nuevos mesianismos o se le viera con resignación fatalista (…) Esto conlleva promover la conciencia del protagonismo de todos los miembros del pueblo venezolano, único y verdadero sujeto social de su ser y quehacer”.  Que el pueblo actúe como soberano. Y punto.

martes, 7 de junio de 2022

ANTROPOLOGIA TRINITARIA


    Antropología etimológicamente significa estudio o tratado acerca del hombre. Éste, por su pluridimensionalidad -se lo ha calificado de microcosmos- puede considerarse desde una amplia variedad de ángulos, desde el físico y biológico hasta el más espiritual y trascendente, como lo testimonia la historia del pensamiento.  El término trinitario se emplea aquí en referencia directa a la afirmación (misterio) central de la fe cristiana: la tripersonalidad del Dios uno y único. Hablar de una antropología trinitaria equivale a reflexionar, por tanto, sobre el ser humano a la luz de la noción de Dios comunión, amor.

    Como eje estructural de una antropología cristiana se pueden tomar los tres primeros capítulos del Génesis, cuya afirmación central es la de que Dios creó al ser humano “a su imagen y semejanza” (ver Gn 1, 26). El cristiano interpreta el Génesis, como el Antiguo Testamento en general, a la luz del Nuevo, es decir de la plena revelación de Cristo.  Así el misterio de Dios, que para la religión de Israel significaba un firme monoteísmo unipersonal, para la fe cristiana, en cambio, Dios es el Unitrino, en base a la revelación del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo. Monoteísmo también, pero como comunión divina, tejido relacional interpersonal. Lo trinitario en cuanto tal se percibe en el Antiguo Testamento sólo como insinuado o prefigurado.

    Como líneas maestras de una antropología cristiana, trinitaria, se pueden formular las siguientes. El ser humano es a) creado libremente por Dios Amor; b) corpóreo-racional, consciente y libre, sujeto de tareas, normas y responsabilidades; c) “ser para la comunicación y la comunión”, social, de  lo cual la diferenciación sexual es dinámica expresión); d) habitante en un variado cosmos puesto a  su cuidado, desarrollo y servicio; e) ético-espiritual, responsable moralmente y en apertura trascendente a  Dios; f) histórico, como peregrino laborioso en el tiempo,  hacia su plenitud más allá de éste; g) con un deber ser de su libertad, que es vivir en comunión (amar) con Dios y prójimo. A estas notas estructurales se unen otras, históricas: g) es, no sólo limitado y frágil, sino también pecador, por abuso de su libertad (ruptura de comunión), pero h) también beneficiario de una liberación por Cristo (insinuada ya en Gn 3, 15).

    Como elementos trinitarios particularmente iluminadores para la comprensión del ser, y del humano en concreto, pueden destacarse:  el perfeccionamiento del ser va en el sentido de lo vital y lo personal, y el de éste en la línea de lo comunional; una comunión genuina implica una firme consistencia de la identidad personal, no diluye ni homogeneiza las personas pero tampoco las encierra en celdas de incomunicabilidad. El ser de las personas divinas es relación desde lo propio de cada una. Así la unidad de Dios no es superficial, ni su pluralidad personal sólo aparente. Lo “misterioso” de la comunión divina es que la pluralidad se da en la unidad de una misma naturaleza o esencia divina (exclusión de toda forma de politeísmo). La ortodoxia cristiana se afinó progresivamente, por cierto, no en un ambiente tranquilo, sino en medio de controversias y herejías, que radicalizaban hacia uno u otro lado -singular o común- del péndulo.

    En ámbito contemporáneo se ha tendido a radicalizar lo individual y lo común como excluyentes y contrastantes (ideologías liberales y socialistas). Desafío ineludible es conjugar y sintetizar elementos llamados a integrarse en conjuntos, que habrán de ser siempre revisables y perfeccionables. Logrando solidaridad en un mundo aguijoneado por los egoísmos individuales y grupales; y “centralidad de la persona” en globalizaciones tendientes a colectivizar y masificar.

    La fe en Dios como Trinidad es necesariamente interpelante. Plantea la comunión como horizonte siempre activo y obligante, sociedad de rostros y convivencia fraterna siempre en construcción. Tiene sentido entonces plantearse, como retos, una economía, una política, una cultura de comunión. No como simple fantasía el Papa Pablo VI habló, a propósito de una nueva sociedad, de la “civilización del amor”.