La Constitución, marco
jurídico fundamental del Estado venezolano, define en su artículo quinto el
sujeto de la soberanía nacional: el pueblo, depositario también del poder
constituyente originario (artículo 347).
El soberano del que hablamos
ahora es el sujeto humano protagonista de la organización y manejo de la
comunidad política; su soberanía es institucional, histórica. No se
trata, por tanto, de soberano en términos absolutos, trascendentes, del cual se
ocupa la filosofía y que se identifica con el creador y providente divino, adorable
según el primer mandamiento del Decálogo. El absoluto supremo, por cierto, viene
a ser para el creyente el fundamento último de la legitimidad del soberano
histórico, así como de la dignidad y los derechos humanos básicos del ser
humano; se convierte así en defensa indestructible frente a toda pretensión
totalitaria, tanto por parte de regímenes despóticos (tipo nazi, fascista o
comunista), como también de mayorías circunstanciales en los sistemas
democráticos.
La crisis venezolana que nos
envuelve, es profunda y global. Y el plan oficial que la maneja es -los Obispos
lo han explicitado repetidas veces- de tipo totalitario (no sólo autocrático o dictatorial).
Nuestro panorama político actual semeja un “nudo gordiano” (“quilo de estopa”,
en buen criollo), en cuanto enredo de ilegitimidades e inconstitucionalidades,
de esquizofrenias y bicefalias con sus inevitables consecuencias internacionales.
Todo ello mientras el desastre nacional se acentúa y los primeros pagadores de
los platos rotos son, como siempre, los más vulnerables socio-económicamente. En
la mayoría disidente se exhibe una notable fragmentación político-partidista; ésta,
al igual que el síndrome de Estocolmo, es eficientemente promovida por el
Régimen militar socialista, bien capacitado en la pedagogía del amedrentamiento
y la sumisión-. El “vinimos para quedarnos” no es ya la simple consigna de los tradicionales
gobiernos despóticos, sino que responde también y lógicamente al dogmatismo marxista
de la irreversibilidad hacia el comunismo.
Siendo así las cosas no resulta
extraño el urgente llamado a la “refundación nacional” hecho el año pasado por
el Episcopado y que, lamentablemente, no ha encontrado en el amplio campo de la
oposición el respaldo y la implementación deseables. Desconcertante resulta también
la ilusión de no pocos grupos ante las votaciones (no elecciones) de 2024,
mientras se juega con un “diálogo” que no acaba de fraguar, porque carece de apoyo
efectivo por parte del principal interlocutor, ideológica y pragmáticamente desinteresado
en participar. Con los instrumentos (CNE, SGCIM, TSJ, AN, Alto Mando FA, etc.) y
la “jurisprudencia” de que dispone el Régimen, unas elecciones no pueden ser
otra cosa que una comedia. El tablero internacional, a raíz de la invasión de
Ucrania, tampoco ofrece un marco favorable para una salida pronta y democrática
a la crisis de la petrodependiente Venezuela.
Quien esto escribe ha insistido,
buscando una salida positiva para el país, en la identificación un
clavo-solución y la unión de fuerzas para clavarlo, sin perderse en
multiplicidad de propuestas y candidaturas. Por eso recuerdo y subrayo algo ya planteado
como vía de solución legítima y efectiva: la intervención del soberano con un
acto constituyente, que corresponde a su potestad completa y originaria (Constitución,
artículos 5, 347-349). ¡Que todos los compatriotas (de cualquier ideología,
opinión, alineación político-partidista, profesión u ocupación) residentes aquí
o emigrados, elijan qué país quieren!
El Episcopado nacional exhortó, con
ocasión de los 200 años de Carabobo: “Nuestra mirada ha de dirigirse al futuro,
no como si se esperaran nuevos mesianismos o se le viera con resignación
fatalista (…) Esto conlleva promover la conciencia del protagonismo de todos
los miembros del pueblo venezolano, único y verdadero sujeto social de su ser y
quehacer”. Que el pueblo actúe como
soberano. Y punto.