En los dos últimos siglos celebró la Iglesia católica concilio ecuménicos o universales, por cierto bajo la misma denominación de Vaticano, por el lugar de celebración: el Vaticano I (1869) y el Vaticano II (1965). Los marcos históricos culturales fueron bien diferentes, especialmente por sus escenarios inmediatos europeos en que se celebraron, el primero marcado por una situación inmediata conflictiva y el otro por una progresiva apertura. La Iglesia en el siglo XIX apuntalaba defensas frente a corrientes racionalistas, materialistas, indiferentitas, y relativistas; la actitud del Vaticano II en los sesenta, en cambio, fue de disposición al diálogo, a un discernimiento hacia el encuentro y la convivencia pluralista. Dos papas caracterizaron bien esas dos épocas: Pío IX y Juan XXIII.
Realizados en la continuidad de una misma fe cristiana fundamental, esos concilios trabajaron, sin embargo, con dos concepciones “distintas” de Dios, que
pudieran sintetizarse en dos adjetivos bien parecidos pero contrapuestos:
solitario y solidario. Me animó a formular así el cambio una reflexión cuaresmal
de los Obispos de Navarra y País Vasco publicada en 1986 y recogida por Enrique
Cambón en su libro La Trinidad modelo social. Valga esta cita: “Cuando
los cristianos confesamos la Trinidad de Dios, queremos afirma que Dios no es
un solitario, cerrado en sí mismo, sino un ser solidario. Dios es comunidad,
vida compartida, entrega y donación mutua, comunión gozosa de vida. Dios es a
la vez el que ama, el amado y el amor…”
El Concilio Vaticano I comenzó su documento sobre la fe católica con esta
afirmación primaria de los catecismos:
“hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra,
omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y
voluntad y en toda perfección”. Dios como uno y único, distinto del mundo y
fuente de los seres, en lo cual coincidimos
los cristianos con los adherentes de otras religiones monoteístas como el Judaísmo
y el Islam. El
Vaticano I, por cierto, insistió en la capacidad de la razón para conocer la
existencia, perfección y unicidad de la divinidad: “Dios, principio y fin de
todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón
humana partiendo de las cosas creadas”. Confianza en la razón y la reflexión filosófica, frente a sensismos, agnosticismos y autosuficiencia cientificista.
El mismo Concilio entra en el ámbito de la revelación y la fe, que enrique y
ahonda el conocimiento religioso y abre un panorama enriquecedor en el
relacionamiento con Dios. Dios no es ya simple ser unipersonal, sino Trinidad
(Padre, Hijo y Espíritu Santo), que establece un nuevo y original relacionamiento
con los seres humanos, con profundas consecuencias en la praxis y
espiritualidad cristianas.
Se puede decir, sin embargo, que esta condición trinitaria de Dios,
contenido central de la fe cristiana, no se ha reflejado tradicionalmente de
modo adecuado, perceptible en la concepción y práctica de la Iglesia y los cristianos.
Y es lo que viene sucediendo actualmente y se ha desencadenado con el Concilio
Vaticano II. No es que se comienza a creer en la Trinidad, sino que se comienza
a explorar y explotar todas las virtualidades que el misterio trinitario
encierra para la comprensión del ser humano y de su hábitat cósmico y su historia,
de la Iglesia y su misión en el mundo, del sentido de la totalidad de lo real.
Pudiera hablarse aquí de una verdadera “revolución”.