viernes, 22 de marzo de 2024

METERSE EN POLÍTICA

     “Yo no me meto en política” es una frase de uso bastante corriente. Sobre las razones que se dan, no es del caso entrar aquí. La atención se dirige hacia la posibilidad misma de una tal actitud, previo un recordatorio de significados elementales del término política (del griego polis, ciudad).

    En el siglo IV antes de la era cristiana el filósofo Aristóteles en su libro clásico Política definió al hombre como animal político (zoon politikon). Con ello asomaba ya la amplitud de ese campo del quehacer humano. No es de extrañar por tanto que en nuestro tiempo Thomas Mann haya empleado en su Montaña Mágica la expresión de que “todo es política” y Michel Foucault subrayase que ésta se encuentra en todas partes y nunca pueda desaparecer. En esta línea de comprensión terminológica la connotada feminista Carol Hanisch buscó diluir fronteras afirmando que “lo personal es político” ¡Qué quedaría entonces fuera de la política? Por cierto que Maquiavelo, marcado por su escenario pragmático renacimental, encogió lo político con una interpretación éticamente negativa. Puede decirse, a manera de síntesis, que lo político está en todo, pero no lo es todo. El ser humano, en efecto, por su dimensión ética y espiritual, tiene una apertura trascendente y se mueve en ámbitos que no se reducen a lo relacional político.

    Para distinguir, sin complicar demasiado las cosas, podemos señalar tres acepciones del vocablo política 1. Lo concerniente a la polis en cuanto convivencia social, conglomerado humano y su bien común. 2.  Lo que se refiere al poder (su organización y ejercicio), a la autoridad, en la polis. 3. Lo relativo a la agrupación en partidos, con miras a la toma y actuación de dicho poder. El ser y el actuar políticos tiene, por consiguiente, diversos modos darse, lo cual se refleja, obviamente, en los diferentes tipos de compromiso y comportamiento frente a esa realidad. Pensemos, por ejemplo, en lo que en este asunto toca a) a la Iglesia como conjunto, b) a su jerarquía y c) al laicado que mayoritariamente la integra. Algo semejante se puede hacer respecto de la llamada “sociedad civil”.

    Como fácilmente se cae en una especie de “mitificación” de la política (asumiéndola casi sólo como espacio de secretismos, dobleces, manipulaciones y aprovechamientos) estimo iluminadora y saludable la traducción de polis como sociedad y la interpretación del adjetivo social como político. Así podemos razonable y convenientemente interpretar el relato bíblico del Génesis (1, 26-27), en el sentido de que Dios creó al ser humano como político, como ser relacional para surgir, vivir y desarrollarse en polis (con-vivencia), comenzando por la estructura más elemental de ésta, que es la familia. La politicidad o socialidad constituye, por consiguiente, no un agregado del ser humano, sino algo que lo define desde adentro, estructuralmente, y lo acompaña en uno u otro modo en todo su quehacer. En este sentido se puede afirmar que el hombre es necesaria e ineludiblemente político. La revelación cristiana lo identifica como imagen auténtica de Dios, que es Unitrino, comunión, relacionalidad interpersonal, amor (1 Jn 4, 8).

    Expresiones como la referida al inicio, de meterse o no en política, carecen entonces de sentido, en cuanto, en virtud de existentes, los seres humanos somos políticos, con-vivientes, desde el inicio de nuestra peregrinación terrena. Querámoslo o no, estamos metidos cotidianamente en política y el problema ético y religioso entonces reside en cómo hemos de estarlo. El “segundo mandamiento” (Mc 12, 31), al igual que las obras de misericordia de que habla Jesús (Mt 25, 31-46) pueden y han de entenderse como amor político.

    De lo anterior se desprende que la formación política es moralmente obligante para una convivencia responsable y corresponsable. La edificación de una nueva sociedad (polis vivible, deseable) es tarea de todos, cualquiera sea la condición personal. El actuar político puede variar según vocaciones, situaciones y oportunidades, pero todos y cada uno tenemos una tarea que realizar en dicho campo. Para los creyentes esta obligación se acentúa en virtud del mandamiento máximo proclamado por Jesús.

 

   

   

   

viernes, 8 de marzo de 2024

SOBERANO: COMUNIDAD, NO MASA

     La revolución democrática desencadenada a partir de finales del siglo XVIII ha subrayado el papel del soberano como portador originario y supremo del poder en la sociedad política. De ello viene a ser expresión manifiesta nuestra Carta Magna en su artículo 5.

    Sujeto de esa soberanía es el pueblo en su conjunto, con su connatural variedad, dentro de la cual se inscriben, entre otras, diferencias de posición social, situación económica, inclinación política y calidad ético-cultural. La democracia, expresión de esa heterogeneidad, debe tener, entre sus objetivos prioritarios, el mantenimiento y cultivo de la unidad de la polis, no a pesar de, sino precisamente mediante el cultivo de una educación en el respeto y delicado manejo de la diversidad, lo cual ha de implicar un consciente y esforzado cultivo del bien común.

    Una no rara corruptela de la democracia viene a ser el populismo, que constituye una degradación del pueblo, cuya genuina identidad consiste en: ciudadanía como conjunto de personas, sujetos conscientes y libres. El populismo viene a ser una nivelación del pueblo por lo bajo, basada no en lo racional sino lo pasional, orientada no al protagonismo corresponsable sino a la masificación manipulada. El líder (convertido en capataz) se erige como encarnación y no ya delegado de la gente. A ésta no se la forma y estimula a pensar con la propia cabeza, sino a asumir lo que quiere el jefe con su nomenklatura. Un tal sistema no se conjuga, obviamente, con la formación de una comunidad (compartir interpersonal) sino con la confección de una masa (colectivo monocolor), rechazándose así todo lo que significa disidencia u oposición. El llamado Socialismo del Siglo XXI se identifica con este objetivo de corte totalitario, que cristaliza necesariamente en un poder absorbente único.

    La lógica política en esta línea impositiva masificante es de una rigurosa centralización del poder, frente a la división y desconcentración (participativa y subsidiaria) exigida por una genuina dinámica democrática. Al servidor presidente de Montesquieu lo substituye un dominador comandante en jefe. Esa misma lógica conduce a la perpetuación en el poder, de la cual, en Venezuela, las consignas explícitas y publicitadas del referido Socialismo, “vinimos para quedarnos” y “por las buenas o por las malas”, expresan un delictivo y desfachatado propósito anticonstitucional. 

    Quien lee la Constitución nacional -la cual, sin ser perfecta, merece una alta calificación- encuentra allí una adecuada definición del soberano y de la polis que él está llamado a edificar.  Esto aparece claro ya en el Preámbulo y los Principios Fundamentales, que, por cierto, me gusta citar con frecuencia.  El problema es que el actual Régimen funciona intencional y gustosamente al margen y en violación abierta de la Constitución.

    El soberano no simplemente nace sino que se hace. Ha de formarse para actuar como tal. Nos ha faltado en el país, sin embargo, una sistemática y acertada educación democrática (en la libertad, la responsabilidad, la solidaridad, la participación, el bien común y otros temas capitales) para contar con un soberano efectivo. Excusa para ciertos comportamientos anárquicos e irresponsables es que “no somos suizos”. Sin pensar que ellos lo son, no por simple geografía, sino por pedagogía.

    Una de las tareas prioritarias para una reconstrucción del país es educarnos los venezolanos en los valores de una genuina democracia. Educación que corresponde no sólo a los planteles específicos -en un tiempo contaron con la materia Moral y Cívica- sino también, comenzando por la familia, a las instituciones religiosas, a los partidos, gremios y asociaciones. No se cosechan peras del olmo.

    La educación para la convivencia democrática postula elementos organizacionales, históricos, jurídicos y otros, pero, primordialmente, éticos y espirituales, que tocan lo más profundamente humano. Hay una frase que siempre viene a mi mente al hablar de estas cosas y es aquella de la tragedia Edipo Rey: “Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna persona hay en ellos”.