“Yo no me meto en política” es una frase de uso bastante corriente. Sobre las razones que se dan, no es del caso entrar aquí. La atención se dirige hacia la posibilidad misma de una tal actitud, previo un recordatorio de significados elementales del término política (del griego polis, ciudad).
En el siglo IV antes de la era cristiana el filósofo Aristóteles en su libro
clásico Política definió al hombre como animal político (zoon
politikon). Con ello asomaba ya la amplitud de ese campo del quehacer
humano. No es de extrañar por tanto que en nuestro tiempo Thomas Mann haya
empleado en su Montaña Mágica la expresión de que “todo es política” y
Michel Foucault subrayase que ésta se encuentra en todas partes y nunca pueda
desaparecer. En esta línea de comprensión terminológica la connotada feminista
Carol Hanisch buscó diluir fronteras afirmando que “lo personal es político” ¡Qué
quedaría entonces fuera de la política? Por cierto que Maquiavelo, marcado por
su escenario pragmático renacimental, encogió lo político con una
interpretación éticamente negativa. Puede decirse, a manera de síntesis, que lo
político está en todo, pero no lo es todo. El ser humano, en efecto, por su dimensión
ética y espiritual, tiene una apertura trascendente y se mueve en ámbitos que
no se reducen a lo relacional político.
Para distinguir, sin complicar demasiado las cosas, podemos señalar tres
acepciones del vocablo política 1. Lo concerniente a la polis en
cuanto convivencia social, conglomerado humano y su bien común. 2. Lo que se refiere al poder (su organización
y ejercicio), a la autoridad, en la polis. 3. Lo relativo
a la agrupación en partidos, con miras a la toma y actuación de dicho
poder. El ser y el actuar políticos tiene, por consiguiente, diversos modos darse,
lo cual se refleja, obviamente, en los diferentes tipos de compromiso y comportamiento
frente a esa realidad. Pensemos, por ejemplo, en lo que en este asunto toca a) a
la Iglesia como conjunto, b) a su jerarquía y c) al laicado que
mayoritariamente la integra. Algo semejante se puede hacer respecto de la
llamada “sociedad civil”.
Como fácilmente se cae en una especie de “mitificación” de la política (asumiéndola
casi sólo como espacio de secretismos, dobleces, manipulaciones y
aprovechamientos) estimo iluminadora y saludable la traducción de polis como
sociedad y la interpretación del adjetivo social como político.
Así podemos razonable y convenientemente interpretar el relato bíblico del Génesis
(1, 26-27), en el sentido de que Dios creó al ser humano como político,
como ser relacional para surgir, vivir y desarrollarse en polis (con-vivencia),
comenzando por la estructura más elemental de ésta, que es la familia. La
politicidad o socialidad constituye, por consiguiente, no un agregado del ser
humano, sino algo que lo define desde adentro, estructuralmente, y lo acompaña
en uno u otro modo en todo su quehacer. En este sentido se puede afirmar que el
hombre es necesaria e ineludiblemente político. La revelación cristiana
lo identifica como imagen auténtica de Dios, que es Unitrino, comunión,
relacionalidad interpersonal, amor (1 Jn 4, 8).
Expresiones como la referida al inicio, de meterse o no en política,
carecen entonces de sentido, en cuanto, en virtud de existentes, los seres
humanos somos políticos, con-vivientes, desde el inicio de nuestra
peregrinación terrena. Querámoslo o no, estamos metidos cotidianamente en
política y el problema ético y religioso entonces reside en cómo hemos de estarlo.
El “segundo mandamiento” (Mc 12, 31), al igual que las obras de misericordia de
que habla Jesús (Mt 25, 31-46) pueden y han de entenderse como amor político.
De lo anterior se desprende que la formación política es moralmente
obligante para una convivencia responsable y corresponsable. La edificación de
una nueva sociedad (polis vivible, deseable) es tarea de todos,
cualquiera sea la condición personal. El actuar político puede variar según
vocaciones, situaciones y oportunidades, pero todos y cada uno tenemos una
tarea que realizar en dicho campo. Para los creyentes esta obligación se
acentúa en virtud del mandamiento máximo proclamado por Jesús.
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