jueves, 4 de julio de 2024

DE QUÉ DIOS HABLAMOS

 

Definitoria en el cristianismo es la confesión de fe en la Trinidad, que es central en el Credo o síntesis de la fe. Por cierto que el Papa Pablo VI quiso destacar esa trinitariedad divina en el Credo del pueblo de Dios que él mismo proclamó en 1968 y el cual comienza así:” Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Ahora bien, esta característica trinitaria de la fe cristiana no es tan simple como a primera vista pidiera aparecer. Aquí es preciso diferenciar entre lo que explícitamente se confiesa y lo que se implicita en la reflexión y vida ordinaria de la Iglesia y de los creyentes. En otras palabras: ¿Qué noción de Dios se maneja en la cotidianidad de los cristianos? ¿Qué concepto de Dios se tiene en mente al orar, al relacionarse en la comunidad creyente y conducirse en la vida ordinaria de la ciudad? A propósito de preguntas como éstas se suele mencionar al filósofo Kant, quien estimaba que lo trinitario divino no tenía incidencia práctica alguna; conviene también recordar lo dicho por el connotado teólogo católico Karl Rahner, alemán también, para quien si se eliminara el dogma trinitario en los libros de teología nada cambiaría en el pensamiento y la vida de los cristianos. En otras palabras: la seriedad y solemnidad de la afirmación doctrinal de la Trinidad se quedan bien confinadas en lo teórico, sin que tengan significativo reflejo en lo vivencial creyente y eclesial. Algo, pues, bien serio.

De hecho la idea de Dios que manejan generalmente los cristianos viene entonces a coincidir con la de la Ilustración o Iluminismo del siglo XVIII -pensemos en connotados representantes como el inglés A. Collins y el francés Voltaire-; esa corriente de pensamiento afirmaba la existencia de Dios, pero sin reconocerle repercusión alguna en la historia. Se aceptaba a Dios como ser absoluto, sí, pero solitario y lejano del acontecer histórico. Éste era tarea sólo de la razón y la voluntad humanas.

Uno de los indicadores más significativos de la renovación teórica y práctica católicas de estos últimos tiempos ha sido precisamente la “recuperación” de lo trinitario divino. Expresión emblemática de ésta ha sido la concepción del Concilio Vaticano II respecto de la comunidad eclesial como “Iglesia de la Trinidad” (cf. Lumen Gentium 2-4), superando la interpretación corriente, que la definía prácticamente sólo por su relación a Cristo, Hijo de Dios encarnado.

La Trinidad entendida como comunión (unión, interrelación personal) divina, superando una concepción que pudiera considerarse sólo principista o sectorial viene a convertirse en marco global de comprensión del conjunto doctrinal y práctico cristianos; algo así como foco iluminador y sentido de la totalidad que se asume en la fe.  Dios como comunión (amor) se convierte de tal modo en el principio explicativo de la globalidad cósmica, la dinámica unificante de la historia, la socialidad humana, el tejido político, lo comunitario eclesial, el horizonte amorizante de lo ético, el núcleo armonizador de la espiritualidad, en suma, la finalidad (telos) de la obra creadora y salvadora divina.

La cultura, que de por sí es un tejido de símbolos, en su configuración actual puede definirse como doblemente simbólica - “civilización de la imagen” se la ha llamado-. Pues bien, el Dios revelado por Cristo como Unitrino, tiene en el triángulo equilátero -con sus tres ángulos y lados distintos e iguales- un símbolo apto para ser representado. Es lo que exponía el P. J. Rafael Faría en su Curso superior de religión (Editorial Librería Voluntad S. A., Bogotá 1945), bastante difundido. Extrañamente después del Concilio Vaticano II ha desaparecido práctica y lamentablemente tal simbolismo trinitario, el cual estimo, de suma importancia y urgencia, recuperar y difundir. Esto vendría a llenar un gran vacío en la cultura actual, acentuadamente simbólica, pero también secularista e individualista.

        

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