Definitoria en el cristianismo es la confesión de fe en la Trinidad, que es
central en el Credo o síntesis de la fe. Por cierto que el Papa Pablo VI
quiso destacar esa trinitariedad divina en el Credo del pueblo de Dios que
él mismo proclamó en 1968 y el cual comienza así:” Creemos en un solo Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo”.
Ahora bien, esta característica trinitaria de la fe cristiana no es tan
simple como a primera vista pidiera aparecer. Aquí es preciso diferenciar entre
lo que explícitamente se confiesa y lo que se implicita en la reflexión
y vida ordinaria de la Iglesia y de los creyentes. En otras palabras: ¿Qué
noción de Dios se maneja en la cotidianidad de los cristianos? ¿Qué concepto de
Dios se tiene en mente al orar, al relacionarse en la comunidad creyente y conducirse
en la vida ordinaria de la ciudad? A propósito de preguntas como éstas se suele
mencionar al filósofo Kant, quien estimaba que lo trinitario divino no tenía
incidencia práctica alguna; conviene también recordar lo dicho por el connotado
teólogo católico Karl Rahner, alemán también, para quien si se eliminara el
dogma trinitario en los libros de teología nada cambiaría en el pensamiento y
la vida de los cristianos. En otras palabras: la seriedad y solemnidad de la
afirmación doctrinal de la Trinidad se quedan bien confinadas en lo teórico,
sin que tengan significativo reflejo en lo vivencial creyente y eclesial. Algo,
pues, bien serio.
De hecho la idea de Dios que manejan generalmente los cristianos viene entonces
a coincidir con la de la Ilustración o Iluminismo del siglo XVIII -pensemos en
connotados representantes como el inglés A. Collins y el francés Voltaire-; esa
corriente de pensamiento afirmaba la existencia de Dios, pero sin reconocerle repercusión
alguna en la historia. Se aceptaba a Dios como ser absoluto, sí, pero solitario
y lejano del acontecer histórico. Éste era tarea sólo de la razón y la voluntad
humanas.
Uno de los indicadores más significativos de la renovación teórica y
práctica católicas de estos últimos tiempos ha sido precisamente la
“recuperación” de lo trinitario divino. Expresión emblemática de ésta ha sido
la concepción del Concilio Vaticano II respecto de la comunidad eclesial como
“Iglesia de la Trinidad” (cf. Lumen Gentium 2-4), superando la interpretación
corriente, que la definía prácticamente sólo por su relación a Cristo, Hijo de
Dios encarnado.
La Trinidad entendida como comunión (unión, interrelación personal)
divina, superando una concepción que pudiera considerarse sólo principista o
sectorial viene a convertirse en marco global de comprensión del conjunto doctrinal
y práctico cristianos; algo así como foco iluminador y sentido de la totalidad que
se asume en la fe. Dios como comunión
(amor) se convierte de tal modo en el principio explicativo de la globalidad
cósmica, la dinámica unificante de la historia, la socialidad humana, el tejido
político, lo comunitario eclesial, el horizonte amorizante de lo ético, el
núcleo armonizador de la espiritualidad, en suma, la finalidad (telos) de
la obra creadora y salvadora divina.
La cultura, que de por sí es un tejido de símbolos, en su configuración
actual puede definirse como doblemente simbólica - “civilización de la imagen” se
la ha llamado-. Pues bien, el Dios revelado por Cristo como Unitrino,
tiene en el triángulo equilátero -con sus tres ángulos y lados distintos e iguales-
un símbolo apto para ser representado. Es lo que exponía el P. J. Rafael Faría
en su Curso superior de religión (Editorial Librería Voluntad S. A.,
Bogotá 1945), bastante difundido. Extrañamente después del Concilio Vaticano II
ha desaparecido práctica y lamentablemente tal simbolismo trinitario, el cual
estimo, de suma importancia y urgencia, recuperar y difundir. Esto vendría a
llenar un gran vacío en la cultura actual, acentuadamente simbólica, pero
también secularista e individualista.
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