De rancia antigüedad es esta frase: negar la validez del filosofar es afirmarla. Expresa, en efecto, una evidencia: la filosofía es simplemente la explicación o el sentido últimos que la razón humana puede darse acerca de la realidad (mundo, cosas…). Negar esa búsqueda, es ya, por tanto, ejercerla, pues implícitamente se está afirmando que lo último y definitivo es que no hay nada racional último y definitivo. Por ello José Gregorio Hernández -que no era filósofo (“cultivado”)- puso como primera línea del Prólogo de sus Elementos de Filosofía: “Ningún hombre puede vivir sin tener una filosofía”
Algo parecido sucede con la afirmación de la amoralidad como ausencia
de una consistente valoración ética de la conducta. Porque entonces se está asumiendo
el libertinismo (espontaneísmo) como brújula orientadora suprema del
comportamiento humano. La amoralidad resulta ser entonces una moral al revés. Antes
de seguir adelante recordemos que la ética tiene que ver con los
principios básicos y la moral con las orientaciones concretas de la
conducta.
Ahora bien, el “amoralismo” generalizado llevaría a la autodestrucción de
la convivencia humana. Algo parecido a lo que el Génesis simbolizó con la
Torre de Babel, la cual produjo la dispersión de la gente por la pérdida de un lenguaje
común. La crisis cultural contemporánea va por allí con a) la desestructuración
antropológica, que descompone lo humano, b) la ideología de género, que
disuelve la sexualidad y c) la marginación de una genuina trascendencia, que
encierra al hombre en sus mortales límites. Se destruyen así las bases de un norte
sólido, compartido, ético y moral de los terrícolas.
Las formulaciones y convicciones religiosas se acompañan normalmente de
directrices morales. En “Occidente” ha sido patente en el caso del judaísmo y
el cristianismo a los cuales se junta la religión del islam. Con la crisis
racionalista y positivista surgieron propuestas de humanismos con pretendida
autosuficiencia (pensemos en el imperativo categórico de Kant y la
moral-religión del positivismo de Comte). En la crisis cultural de la
postmodernidad proliferan los “amoralismos” de la más diversa especie, que entienden
la libertad humana guiada por una pura y simple autolimitación. Por cierto que
la proliferación de la violencia impositiva en grupos y asociaciones de este tipo
(conglomerado woke…) son expresiones paradójicas de una tal concepción o
tendencia. Estos enfoques y actitudes inmanentistas son a la postre
autodestructivos de la persona y la sociedad. Lo que los creyentes llaman pecado
suele cobrar caro.
La interpretación cristiana, de raíces judías, vincula estrechamente lo
ético-moral con lo religioso. Ya en el primer libro bíblico se habla de un
árbol de cuyo fruto no se podía comer, como símbolo de una libertad humana, que
es maravilloso don divino, pero también, consecuencial e ineludiblemente, creatural
y por tanto sub-ordinado (Génesis 3). El olvido o negación de tal condición lleva,
produce pronto o tarde, daño y pérdida. Pensemos, por ejemplo, en los efectos de
pecados “capitales” como son la soberbia y la avaricia. El alejamiento y negación
de Dios, a más de auto perjudicial, resulta en alejamiento y negación del
“otro”, del “proximus”.
La ética-moral cristiana es patentemente positiva, constructiva, pues tiene
como principio y sentido supremos, como el eje de la conducta: el amor. Así lo
definió Jesús el Señor al preguntársele cuál era el mandamiento máximo. El amor
entrelaza a Dios y al prójimo (ver Mt 22, 36-39). Una norma que se funda en la
entraña de la Divinidad misma: “Dios es amor” (1 Juan 4, 8). La acción humana ha de tener así, entonces,
una dirección esencialmente amorizante. El Decálogo, a la luz del Sermón
de la Montaña, se revela así como un código substancialmente propositivo, de
crecimiento subjetivo y fructuosa
solidaridad. En este sentido es bien expresiva la narración que Jesús mismo hace
del Juicio Final (Mateo (25, 31-46).
Si la moral de la amoralidad es anarquismo auto referencial, la moral
cristiana es constructiva relacionalidad.