viernes, 21 de febrero de 2025

LA MORAL DE LA AMORALIDAD

     De rancia antigüedad es esta frase: negar la validez del filosofar es afirmarla. Expresa, en efecto, una evidencia: la filosofía es simplemente la explicación o el sentido últimos que la razón humana puede darse acerca de la realidad (mundo, cosas…). Negar esa búsqueda, es ya, por tanto, ejercerla, pues implícitamente se está afirmando que lo último y definitivo es que no hay nada racional último y definitivo. Por ello José Gregorio Hernández -que no era filósofo (“cultivado”)- puso como primera línea del Prólogo de sus Elementos de Filosofía: “Ningún hombre puede vivir sin tener una filosofía”

    Algo parecido sucede con la afirmación de la amoralidad como ausencia de una consistente valoración ética de la conducta. Porque entonces se está asumiendo el libertinismo (espontaneísmo) como brújula orientadora suprema del comportamiento humano. La amoralidad resulta ser entonces una moral al revés. Antes de seguir adelante recordemos que la ética tiene que ver con los principios básicos y la moral con las orientaciones concretas de la conducta.

    Ahora bien, el “amoralismo” generalizado llevaría a la autodestrucción de la convivencia humana. Algo parecido a lo que el Génesis simbolizó con la Torre de Babel, la cual produjo la dispersión de la gente por la pérdida de un lenguaje común. La crisis cultural contemporánea va por allí con a) la desestructuración antropológica, que descompone lo humano, b) la ideología de género, que disuelve la sexualidad y c) la marginación de una genuina trascendencia, que encierra al hombre en sus mortales límites. Se destruyen así las bases de un norte sólido, compartido, ético y moral de los terrícolas.

    Las formulaciones y convicciones religiosas se acompañan normalmente de directrices morales. En “Occidente” ha sido patente en el caso del judaísmo y el cristianismo a los cuales se junta la religión del islam. Con la crisis racionalista y positivista surgieron propuestas de humanismos con pretendida autosuficiencia (pensemos en el imperativo categórico de Kant y la moral-religión del positivismo de Comte). En la crisis cultural de la postmodernidad proliferan los “amoralismos” de la más diversa especie, que entienden la libertad humana guiada por una pura y simple autolimitación. Por cierto que la proliferación de la violencia impositiva en grupos y asociaciones de este tipo (conglomerado woke…) son expresiones paradójicas de una tal concepción o tendencia. Estos enfoques y actitudes  inmanentistas son a la postre autodestructivos de la persona y la sociedad. Lo que los creyentes llaman pecado suele cobrar caro.

    La interpretación cristiana, de raíces judías, vincula estrechamente lo ético-moral con lo religioso. Ya en el primer libro bíblico se habla de un árbol de cuyo fruto no se podía comer, como símbolo de una libertad humana, que es maravilloso don divino, pero también, consecuencial e ineludiblemente, creatural y por tanto sub-ordinado (Génesis 3).  El olvido o negación de tal condición lleva, produce pronto o tarde, daño y pérdida. Pensemos, por ejemplo, en los efectos de pecados “capitales” como son la soberbia y la avaricia. El alejamiento y negación de Dios, a más de auto perjudicial, resulta en alejamiento y negación del “otro”, del “proximus”.

    La ética-moral cristiana es patentemente positiva, constructiva, pues tiene como principio y sentido supremos, como el eje de la conducta: el amor. Así lo definió Jesús el Señor al preguntársele cuál era el mandamiento máximo. El amor entrelaza a Dios y al prójimo (ver Mt 22, 36-39). Una norma que se funda en la entraña de la Divinidad misma: “Dios es amor” (1 Juan 4, 8).  La acción humana ha de tener así, entonces, una dirección esencialmente amorizante. El Decálogo, a la luz del Sermón de la Montaña, se revela así como un código substancialmente propositivo, de crecimiento subjetivo y  fructuosa solidaridad. En este sentido es bien expresiva la narración que Jesús mismo hace del Juicio Final (Mateo (25, 31-46).

    Si la moral de la amoralidad es anarquismo auto referencial, la moral cristiana es constructiva relacionalidad.  

viernes, 7 de febrero de 2025

IGLESIA Y POLÍTICA

 

    En lo que toca a nuestro país obligante mención merecen dos documentos íntimamente relacionados del Concilio Plenario de Venezuela (CPV), en cuyo 25º aniversario (2000-2006) estamos:  La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad (No.3, CIGNS) y Evangelización de la cultura en Venezuela (No. 13, ECV). El primero constituye una especie de manual nacional de Doctrina Social de la Iglesia al estar estructurado según la metodología conciliar del ver-juzgar-actuar.

    Sobre esta materia, en continuo movimiento, he escrito en repetidas ocasiones; esta vez, de modo sintético, destacaré algunos puntos de particular importancia y actualidad para una interpretación especialmente cristiana, eclesial, de la política.

    Punto primero y fundamental es la noción misma de Dios, que rompe los parámetros del Iluminismo o Ilustración, coincidentes en gran medida con los comunes de los cristianos: el Ser infinito, personal, omnipotente, creador, pero en ningún modo solitario y que poco tenga que ver con la construcción humana de la convivencia social (polis). La noción cristiana genuina es que Dios es Uno y Único pero Trinidad, amor, que pone su sello comunional a su obra creada. El Papa Francisco en su encíclica Laudato Si´ ofrece un cuadro iluminador de esta concepción unificante humano-cósmica (ver 238-240).

    Un punto segundo es antropológico básico: el ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, como ser para la comunión, social, político. Lo que está en las antípodas de todo individualismo aislante, a lo Robin Hood. La política no es, por consiguiente, una opción o escogencia: se nace, crece y se muere político; la a-apoliticidad es una fantasía. O una mala política.

    Como tercero, en el plano ético, moral, aparece como precepto máximo: el amor a Dios y prójimo, (ver Mateo 22, 34-40), que ha de expresarse en formas bien concretas de solidaridad, que Jesús ejemplifica en su narración del Juicio Final (Ibid. 25, 31-46). El amor sintetiza y ahonda todos los valores y virtudes: respeto, justicia, misericordia, sensibilidad, bondad….

    El cuarto es la política como expresión ineludible, indispensable y obligante del amor. El CPV afirmó: “Una de las grandes tareas de la Iglesia en nuestro país consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna, más humana, más cristiana, más solidaria (…) Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y cultural” (CIGNS 90).

    El quinto es la variedad de modos del ser-quehacer políticos: a) ejercicio del poder, b) compromiso partidista, c) ejercicio ciudadano (sociedad civil). Deber, vocación, capacidad, oportunidad son factores aquí influyentes o determinantes. Como suele decirse: no todos están hechos para todo.

    Como quinto aparece la Iglesia, cuyo modo de participación política depende de la condición de sujeto concreto que asuma: a) comunidad creyente, b) jerarquía eclesiástica y c) laico o seglar. Combínese esta trilogía con la del punto anterior y resultará una variedad de cursos de acción, vocaciones y responsabilidades. Pero sobre la referida base de una común, ineludible y obligante politicidad. El “meterse en” política -ordinariamente así se habla- no es una opción. Lo optativo es sólo el modo se serlo y hacerlo.

    No es tarea simple el manejarse debida y acertadamente en esta materia. Pero es un deber que se ha de precisar con serio discernimiento, sobre todo cuando se trata de campos o aspectos obligantes para todos como son: la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales, la prioridad del bien común, la edificación de una nueva sociedad libre, justa, pacífica, fraterna.

    El ser humano es un ser político. Así fue creado y debe actuar en recta concordancia. Máxime si se considera creyente y se confiesa cristiano.  El Concilio Plenario de Venezuela asumió en el Actuar de su documento sobre “nueva sociedad” este “Desafío 4: “Ayudar a construir y consolidar la democracia promoviendo la participación y organización ciudadana, así como el fortalecimiento de la sociedad civil”.