Concilio es una reunión de obispos con miras a decidir
asuntos doctrinales y prácticos, algo que se comenzó a tener desde los orígenes
mismos de la Iglesia. Se inició con reuniones pequeñas, regionales, para
responder a problemas circunstanciales muy concretos. El primero de carácter universal,
representando la globalidad de la comunidad eclesial, fue el de Nicea en Asia
Menor; convocado por el emperador Constantino se tuvo en el año 325. Estamos,
por tanto en un cumpleaños muy especial de dicho acontecimiento.
Decisión resaltante de Nicea fue la definición de Jesucristo como Hijo de
Dios, no creado y de la misma substancia del Padre celestial. Se comenzó a
precisar así dogmáticamente el misterio de Dios Uno y Trino, que el pueblo
cristiano venía confesando en su fe y venerando en su devoción, pero que las
controversias y herejías surgidas en el camino obligaron a una clara
formulación. Luego, a finales del mismo siglo (año 381), el concilio también
ecuménico de Constantinopla completó el dogma de la Santísima Trinidad (Dios Padre-Hijo-Espíritu
Santo).
Tenemos así que en el centro o corazón de la fe cristiana está la
afirmación de Dios no como un ser solitario, individualidad unipersonal, sino
como divinidad interpersonal, encuentro, comunión. El cristianismo no adora
varios dioses (politeísmo) sino uno solo (monoteísmo) al igual que el judaísmo
y el islam, pero, a diferencia de éstos, como Trinidad. Según lo expresa la Escritura: “Dios es amor”
(1 Juan 4, 8).
La filosofía personalista contemporánea ha roto la concepción cerrada de la
persona, matriz antropológica del pensamiento moderno, al afirmar lo `personal no
como algo “ensimismado”, sino como ser cuya realización y perfeccionamiento se afirma
en apertura interpersonal, en bidimensionalidad del en sí-hacia el otro.
Pensadores como Mounier y Lévinas han aportado bastante en esto.
El Dios uno y único revelado por Cristo como Trinidad, comunión, no se
queda en misterio trascendente para la simple aceptación y contemplación, sino
que ilumina el ser y quehacer del hombre y de la sociedad que éste ha de
construir en el mundo. Cuando el Génesis afirma la creación del ser
humano por Dios “a su imagen y semejanza” (1, 26) establece las bases de una
antropología relacional, social, política, y da la clave de una historia en la
cual la acción creadora y salvadora divina se irá manifestando en un sentido no
reductivo individualista, sino comunional. Temas como Pueblo de Dios, amor como
mandamiento máximo, obligante edificación de la sociedad terrena en convivencia
fraterna, plenitud definitiva en la “polis” celestial, son expresiones
hondamente significativas al respecto. El Concilio Vaticano II ha sido
explícito en este sentido al afirmar que Dios ha querido “santificar y salvar a
los hombres, no aisladamente, sin conexión de unos con otros, sino
constituyendo un pueblo” (Cf. Constitución sobre la Iglesia 9). En este
mismo documento se define a la Iglesia en términos de signo e instrumento de la
acción global divina.
Cuando los cristianos manifestamos
nuestra fe en Dios Unitrino confesamos una verdad bien interpelante acerca de
nuestro relacionamiento fraterno como conducta coherente con la fe. En tiempos
de globalización (mundialización) acelerada, así como de inéditas tensiones en
la convivencia mundana, el horizonte “unificante” humano (en el mejor sentido
del término) planteado en perspectiva cristiana es máximamente positivo y
exigente. La persona constituye ciertamente el centro y fin del dinamismo
histórico, social, cultural, pero no como ente encerrado, sino como ser en y
para la comunión.
Todo lo que se diga de solidaridad, participación, sinodalidad, tiene su
sentido y finalidad en esta línea. Así
como lo que se plantee en materia de libertad, responsabilidad y derechos
(deberes) humanos. La fe cristiana no se identifica con intimismo y pura relación
vertical con Dios; es apertura y comunicación. Y para la Iglesia las exigencias
en este campo son más agudas por su autodefinición como signo e instrumento del
plan comunional de Dios.
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