sábado, 19 de junio de 2010

17.6.10
ESPERANZA E HISTORIA
Ovidio Pérez Morales
En una interpretación cristiana de la historia, ésta aparece no como reino del azar sino como proyecto divino, que envuelve creación y redención en un único movimiento cristo-referencial. La historia no es un irremediable ciclo de generaciones y corrupciones, de eternos retornos; constituye una duración de acontecimientos únicos, que tiende hacia una plenitud definitiva. De modo semejante, el tiempo no es un fatum donde la persona se disuelve en intrincadas redes de determinismos y necesidades, sino duración calificada por la libertad humana, que si bien débil, es fortalecida y solicitada continuamente por la iniciativa dialogal divina.
El cristiano percibe la historia, en virtud de su fe, no como devenir secular librado a las solas capacidades y proyectos humanos, y cerrado en sí mismo. Por ello, entre otras cosas, excluye la visión dialéctico-materialista de la historia, al igual que el mito del progreso humano indefinido.
Para el cris¬tiano, en la historia se juega un sinergismo humano-divino y un proceso dialéctico trascendente. El hombre es responsable en un mundo que recibe como ámbito de libertad y como desafío a sus posibilidades y capacidades; pero no está solo en ese mundo, ni abandonado a su propia y simple suerte en el cosmos. Cuál sea el sentido último del hombre y de su historia, lo re¬cuerda el Concilio Vaticano II: “Todos los pueblos forman una co¬munidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra (Cfr. Hch 17, 26), y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa...” (NA 1). El mismo Concilio afirma: “El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspira¬ciones. Él es a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Res¬taurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1, 10)” (GS, 45).
El cristiano no ignora la debilidad y la miseria humanas; las vive, así como también participa del dolor y de la muerte. Comparte igualmente las alegrías, expectativas y trabajos de sus hermanos los hombres en la búsqueda de un mundo mejor. La esperanza cristiana está llamada a consolar, acoger, animar, abrir a los seres humanos a perspectivas más amplias, serviciales y hermosas. El creyente sabe que “por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (GS, 22f) y se comprenden y amplían las más altas esperanzas de la humanidad (GS, 21f).
Por ello la esperanza cristiana no se reduce al el éxito humano, ni desaparece ante el dolor y la muerte, porque sabe que la historia tiene su alfa y su omega en una opción amorosa de la libertad infinita. En esta per¬suasión procedía Pablo, para quien nada “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8, 39).
La perspectiva escatológica proyecta la historia en sentido trascendente. El tiempo del hom¬bre no es simple ilusión, “opinión”, o puro trampolín para fantasiosos anhelos. Es consistente tiempo de prueba, de decisión, interpelación y compromiso. Nada hay más alejado del Evangelio que una devaluación de la historia. El “intervalo” (entre la Ascensión y el retorno glorioso del Señor) es el “tiempo oportuno”, del testimonio, de la esperanza fructuosa, del servicio y del amor. San Pablo en su carta a los filipenses (4, 4-9) nos advierte que el tiempo de la espera es el espa¬cio para el trabajo servicial, la realización de los mejores valores, el agradecimiento y la oración.
La esperanza cristiana, antes que amortiguar el compromiso tem¬poral, lo estimula, pues el creyente sabe que ha de manifestar en el mundo la vida nueva del Evangelio y preparar así el regreso del Señor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario