A partir del próximo sábado 23 de mayo nuestro querido Oscar Arnulfo Romero será ya beato. Murió mártir el 24 de marzo de
1980.
Me siento feliz de haber experimentado en la tierra su
cercanía. Y de contar con su intercesión desde el cielo.
No puedo menos de recordar hoy tres momentos significativos
de nuestro compartir episcopal.
El primero, cuando lo conocí personalmente, tuvo lugar en
Puebla (México), en la oportunidad de la Tercera Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano (27 enero-13 febrero 1979), de la cual fuimos miembros. Monseñor
Romero, al dejar San Salvador para asistir a dicha reunión, había manifestado a
los fieles de su Arquidiócesis: “Quisiera quedarme con ustedes en una hora tan
dolorosa y tan peligrosa de nuestra Iglesia; pero, por otra parte, siento la
necesidad de llevar esta voz para hacerla sentir en Puebla a las amplitudes del
Continente y del mundo” (Mons. Oscar A. Romero, Su pensamiento, IV, 127). Quería también robustecerse allí encontrándose
con el Papa y sus hermanos obispos latinoamericanos.
En Puebla coordiné la elaboración y firma de una carta de
solidaridad de obispos participantes con el Arzobispo de San Salvador. A éste
se la entregué una tarde, en que pudimos intercambiar ampliamente sobre la
conflictiva situación de su país (violencia, guerra fratricida, destrucción,
muertes, persecución) y la actividad pastoral que él venía desarrollando en
favor de la justicia, la libertad y la paz, con atención privilegiada a los más
pobres. Se sentía rodeado de amenazas, herido por incomprensiones, pero firme
en su testimonio. La carta le confortó hondamente.
El segundo momento (septiembre 1979) fue la visita que le
hicimos en su sede arzobispal Mons.
Domingo Roa Pérez, Presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, y mi
persona, por entonces Secretario General. Compartimos largamente con él, en el
terreno mismo del terrible drama, sus preocupaciones, luchas, esperanzas. Nos
llevó, entre otros lugares, a la capilla en donde celebraba regularmente la
Misa y lugar de su próximo martirio; también a un lago en donde echaban cadáveres
de asesinados por motivos políticos. Conversando con él se percibía al hombre
de Dios, que, por encima de banderías, buscaba abrir espacio al respeto de los
derechos humanos, a la reconciliación, al rencuentro fraterno, a la práctica
del “mandamiento nuevo” de Jesús.
El tercer momento fue particularmente emotivo. En días
inmediatamente después de su asesinato acaecido
el 24 de marzo, recibí una carta suya,
fechada el 11 del mismo mes, en la cual me agradecía la solidaridad que le
habíamos hecho llegar desde una reunión de obispos de los países bolivarianos celebrada en Lima (11-16
febrero). “Su fraternal solidaridad como signo de unidad eclesial –respondía
Mons. Romero-, alienta vivamente nuestra pastoral de acompañamiento al pueblo,
en sus justas causas y reivindicaciones”.
Entre las muchas cosas que he leído del Arzobispo mártir
quisiera recordar aquí una, sobre la alegría, para que ayude a cuantos se
sienten tentados de caer en derrotismo y depresión: “No hay derecho para estar
tristes. Un cristiano no puede ser pesimista (…) siempre debe alentar en su
corazón la plenitud de la alegría. Hagan la experiencia, hermanos, yo he
tratado de hacerla muchas veces y en las horas más amargas de las situaciones,
cuando más arrecia la calumnia y la persecución, unirme íntimamente a Cristo,
el amigo, y sentir más dulzura que no la dan todas las alegrías de la tierra” (Homilía 20.5. 1979). Palabras
de un creyente de veras. Y que supo amar.
Mons. Romero fue coherente desde el Evangelio. Por eso
interpelaba, tanto a quienes con violencia sojuzgaban, como a quienes concebían
sólo respuestas violentas. Unos diez días antes de morir predicó: “Saber que
nada violento puede ser duradero. Que hay perspectivas aún humanas de
soluciones racionales y por encima de todo está la palabra de Dios que nos ha
gritado hoy: ¡reconciliación!”.
El mártir Oscar Arnulfo es invitación a servir hasta la
muerte, a imitación de Jesús.
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