Cuando un cristiano quiere manifestar el contenido
fundamental de su fe, recita el Credo, síntesis que proviene de los orígenes de
la Iglesia y consiste en un listado de proposiciones, que identifican al
creyente al tiempo que constituyen la razón
de ser de su vida.
Y cuando quiere conocer o exponer las normas y orientaciones
de su acción como cristiano, apela a un conjunto moral, que tiene como columnas
primarias los Diez Mandamientos y las exigencias que Jesús plantea en el Sermón
de la Montaña.
El corpus doctrinal
y práctico de cristiano se ha venido desarrollando a través de los siglos
mediante un trabajo reflexivo teológico en el marco de la experiencia de vida
eclesial y cristiana en general; labor realizada en campo católico bajo la guía
de un magisterio, que se entiende dotado de autoridad. Un compendio de todo
ello ofrecen los catecismos y textos
similares. La profundización y explicación del mensaje ha entrado también con
rigor metodológico al ámbito académico.
El mensaje cristiano no se queda, sin embargo, en un agregado
de proposiciones doctrinales o de proposiciones prácticas, como de elementos
yuxtapuestos o simple agregado de
cuestiones o temas. Constituye, en efecto, un conjunto armónico que se organiza
en torno a un eje, que le confiere unidad y permite ver la interrelación de las
partes; esto es posible en cuanto se da una noción o categoría que sirve de
núcleo articulador o eje armonizador de los distintos elementos y es la de comunión (corresponde al término griego koinonía). Comunión dice compartir,
encuentro y tiene como sinónimos unidad,
unión, pero entendidos en perspectiva de interrelación personal. Es conveniente
subrayar que comunión en el orden práctico es lo mismo que amor (explicitado
por Jesús como el mandamiento máximo y referencia última del actuar cristiano).
El amor teje la comunión, es comunión.
Esta función de núcleo articulador del conjunto doctrinal y
práctico del mensaje cristiano se percibe fácilmente cuando se formula dicha
categoría comunión como respuesta a
las distintas preguntas que se pueden plantear, por ejemplo, sobre qué es Dios,
el Reino o Reinado de Dios como divino plan creador y salvador, el mismo Cristo
y el sentido de su obra, el ser y la misión de la Iglesia, el norte de la conducta cristiana y la plenitud terminal de la
historia.
El Dios uno y único según la relevación cristiana no es un
sujeto solitario sino comunión de vida, relación trinitaria de Padre, Hijo y
Espíritu. No es soledad, sino compartir;
por eso el evangelista Juan dice que “Dios es amor” (1Jn 4, 8). A partir de
esta condición misma de Dios se explican la estructura antropológica del ser humano,
creado como ser-para-la-comunión, así
como, entre otros, la dinámica comunional, amorizante, del plan divino creador
y salvador y con ello la misión de Cristo y de su Iglesia.
¿Cuál es-ha de ser entonces la tarea de la Iglesia y,
correspondientemente, de los cristianos en el mundo, según el designio de Dios?
No otra que ser y hacer comunión (unión, compartir, unidad) con Dios y con el
prójimo. Esto lo afirmó justamente el Concilio Vaticano II en el primer número
de su documento principal, la Constitución
Lumen Gentium. Es así como la Iglesia tiene que estructurarse y actuar entonces
como comunidad (grande o pequeña) y trabajar por la comunión (unidad,
solidaridad, fraternidad, paz) en el
entorno mundano. Cuando el Papa Francisco subraya la dimensión social
del Evangelio no hace otra cosa que recalcar las consecuencias “comunionales” que
la fe tiene en el plano de la convivencia social (económica, política y
cultural). Lo cristiano no se encierra en intimidades ni se recluye en
sacristías.
El mensaje cristiano es, pues, no un agregado de doctrinas y
mandatos sino un conjunto armónico doctrinal y práctico que se teje en torno a
la noción o categoría de comunión. Y
la razón última de todo esto es que Dios no es soledad sino comunión. Y nos
tiene en la historia para generar una convivencia del compartir.