Para los cristianos la Pascua es el acontecimiento histórico
central y definitorio. Al igual que para los judíos. Aunque variando
substancialmente su sentido e interpretación. Para los cristianos el Reino o
Reinado de Dios se ha hecho ya presente
por Cristo y actúa en la historia, aunque se espera su consumación. Para los
judíos lo real y mesiánico es fundamentalmente promesa.
Jesucristo por su muerte y resurrección –ésta es la Pascua
cristiana- ha logrado para la humanidad una radical liberación del dominio del
espíritu del mal, del pecado y de la muerte. Esa liberación se va concretando en
el dramático devenir histórico mediante el ejercicio de la libertad humana y,
sobre todo, de la acción gratuita de Dios, hasta que el peregrinar temporal llegue
a su término en la plenitud del Reino, cuando se tendrá la perfecta unidad
(comunión) humano-divina e interhumana. De este plan divino universal la
Iglesia es-ha de ser signo y también
instrumento de realización. Dios quiere la salvación de todos (cf. 1 Tm 2, 4).
Cristo muerto y resucitado, ya no muere más. Reina glorioso
en el cielo, a la derecha de Dios Padre. Pero ha dejado a sus discípulos y a la
Iglesia que conforman, la tarea de anunciar la buena nueva de liberación y comunión,
así como de testimoniar su cumplimiento a través del mandamiento del amor. Cuando
alguien le preguntó a Jesús por el mandato mayor de la Ley “Él le dijo: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer
mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37-39). Este mandato máximo y definitivo lo recalcó el
Señor en su Sermón de la Última Cena (ver Jn 13-17). Por eso al término del
camino seremos juzgados por el amor, según aparece en la descripción del Juicio
Final que el mismo Jesús hizo, según refiere el evangelista Mateo (25, 31-46).
La vida y actividad del creyente integra la escucha de la
Palabra de Dios, la recepción de los sacramentos, la oración, el encuentro
comunitario; todo ello, sin embargo, se dirige a una auténtica comunión con Dios y fraterna, la cual, en lo
que concierne al prójimo, ha de expresarse en aprecio, servicio, solidaridad,
de modo especial hacia quienes más necesitan de atención y ayuda.
El documento La
contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad del
Concilio Plenario de Venezuela nos dice: “Una de las
grandes tareas de la Iglesia en nuestro país consiste en la construcción de una
sociedad más justa, más digna, más humana, más cristiana y más solidaria. Esta
tarea exige la efectividad del amor. Los cristianos no pueden decir que aman,
si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja
organización social, política, económica y cultural” (CIGNS 90).
La Semana Santa, que culmina con
el Triduo Pascual -Jueves Santo en la tarde hasta el Domingo de Resurrección- ha de ser
días de particular densidad para el creyente. Pero no en un sentido simplemente
verticalista e intimista o religioso-cultual, que puede resultar alienante,
sino en genuina significación cristiana, que tiene en el amor su
direccionalidad. El amor al prójimo ha de traducirse en cálido tejido familiar, en
relacionamiento de amistad, pero también en fraterno encuentro vecinal y
político; tiene que ver, por tanto, con
desarrollo cívico y compromiso social. Con la construcción de nueva sociedad.
En Venezuela esto significa que la Pascua ha de animar a un
cambio nacional hacia un país más libre, justo, pacífico, fraterno. Más
creyente y democrático. No pocos piensan que la fe y la política son campos
separados cuando no opuestos; se hace preciso subrayar entonces la necesaria
incidencia que la fe debe tener en la
actitud y el comportamiento de los cristianos en la polis (convivencia, sociedad). En ésta han de poner en práctica el
mandamiento máximo de Jesús, promoviendo una cultura de la solidaridad y de la
vida. Una civilización del amor.