No se trata aquí de la
moneda, que sufre un patente descalabro, sino de lo que toca el artículo 5 de
nuestra Carta Magna: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo,
quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley,
e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejerce el Poder
Público”.
Soberanía es poder
referido a la organización y marcha de una comunidad política, de un estado. Es
una categoría humana, social, eminentemente activa y de carácter originario. A su
nivel específico es autosuficiente ya que es una instancia primera y última.
Otra cosa es cuando se la interpreta en perspectiva ética, religiosa,
metafísica, pues entonces entraña relaciones que le marcan caminos y le señalan
límites. No es, por tanto, absoluta; así ha de atender a derechos humanos y no
ignorar su condición creatural, lo cual no le significa pérdida, sino, antes
bien, justificación, consolidación y enriquecimiento.
Por ser la soberanía una realidad (capacidad,
imperativo) humana, social, no se queda en lo mero cuantitativo y aun puramente
conductual. “Pueblo” es comunidad de personas y no simplemente masa humana sin
rostros. Por ello no basta mover gente hacia mesas electorales y sumar
resultados para hablar de una decisión del soberano. Las dictaduras y los totalitarismos
se conforman con asegurar reflejos conductuales y predeterminar números.
No es suficiente proclamar
y desglosar la soberanía popular; es preciso educar al pueblo para su genuino
ejercicio y establecer las condiciones para que la soberanía de hecho tenga una
auténtica expresión. De allí lo imperioso de una educación para la praxis
soberana, de una pedagogía demo-crática,
que posibilite al pueblo actuar consciente y libremente su poder. Ésta es una tarea para todos: familia, escuela, medios de
comunicación, grupos sociales, partidos políticos, instituciones religiosas. Así,
entre otras cosas, la familia es-ha de ser el primer núcleo formativo y la
Iglesia deber tener entre sus prioritarias tareas una educación para la
democracia (libertad, responsabilidad, solidaridad, civismo). Gran error en las
décadas que precedieron la actual dictadura fue el pensar que la democracia
estaba segura y non requería, como un ser vivo, un cuido permanente y progresivo. Se creyó que bastaban
eficientes maquinarias partidistas, dinero y
propaganda en abundancia, para manejar la política. Se olvidó también la
renovación de liderazgos.
Este régimen dictatorial comunista ha pervertido el concepto de soberanía
y devaluado el valor del soberano. Con respecto a lo primero, interpretando la soberanía
como patente de corso para desmanes y escondrijo para la violación de derechos
humanos. Dios creó la humanidad, pero los hombres hemos fabricado fronteras,
que sirven con frecuencia para resguardar impunidades. La bandera de la no
intervención fácilmente se ondea para eludir penas por crímenes de lesa humanidad. Hay que recordar: lo primero es el ser humano (con su
dignidad y derechos fundamentales), fin en sí mismo y referencia central del
Estado y de la organización social en su conjunto.
La devaluación del soberano es patente: este régimen
propicia el despoblamiento del país, favorece el empobrecimiento del pueblo
para dominarlo más fácilmente, acrecienta la represión para amedrentar a los
ciudadanos, cierra las compuertas a la participación social, al pluralismo
político y cultural. Busca el poder absoluto sobre los venezolanos usurpándole
su soberanía.
El pueblo soberano debe ser reconocido, formado,
resguardado y estimulado como tal. Es indispensable promover su protagonismo
efectivo. Los Principios Fundamentales de nuestra Constitución son claros al
respecto: fines esenciales del Estado son “la defensa y el desarrollo de la
persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad
popular (…), la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo” (Art. 3);
y valores superiores son “la vida, la
libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la
responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos,
la ética y el pluralismo político” (Art. 2).
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