Uno retoma
ciertos temas en escenarios semejantes y frente a retos de envergadura. Eso
pasa con el de los signos de los tiempos, cuya lúcida lectura reclama Jesús
a sectarios interlocutores (saduceos y fariseos), quienes quisieron ponerlo a
prueba pidiéndole una exhibición de taumaturgia (Mt 16, 1-4).
Jesús
reprocha a esos adversarios el acertar en predicciones meteorológicas (buen o
mal tiempo en base al color del cielo), pero ser incapaces de discernir los signos
de los tiempos, como era el caso de la presencia ya, en medio de ellos, del
Reino de Dios y del Mesías que lo encarnaba.
El Concilio
Vaticano, II al inicio de su documento Gaudium et Spes, precisó como
deber permanente de la Iglesia el “escrutar a fondo los signos de la época e
interpretarlos a la luz del Evangelio” (GS 4), para responder adecuadamente a los
desafíos planteados por ellos. El mismo Concilio, allí mismo, hace un
inventario de hechos salientes socio políticos, ético-culturales y religiosos del
mundo de hoy, interpretándolos como un “período nuevo de la historia” -cambio
epocal se lo llama actualmente- pues no sólo entraña ahondamiento,
aceleración y multiplicación de cambios, sino un salto inédito de humanidad (para
Alvin Toffler una “nueva ola”, la tercera).
Pensemos en lo que sucede
en los campos de la comunicación y de la vida en un mundo en globalización.
Otro signo de nuestro tiempo es el que subraya el documento conciliar sobre los
laicos, a saber, “el creciente e ineluctable sentido de la solidaridad de todos
los pueblos” (AA 14).
El dramático y
universal fenómeno del Coronavirus hace recordar lo que Jesús entendía por
lectura sapiencial de los signos de los tiempos, esos trazos fuertes de la
historia como circunstancias en que se juega en medida inapreciable la suerte de
un pueblo o de la entera humanidad. Esa pandemia, que compromete la salud y la vida
de vastas poblaciones, urge actuar en frentes del más diverso orden, entre los
cuales sobresale el de valores éticos como el servicio generoso y la
solidaridad fraterna. Dios no creó seres humanos aislados sino una humanidad,
una familia universal. Las fronteras y las soberanías son obra humana funcional
respecto del mejor destino común; no instrumentos para favorecer intereses
particulares, amparar desigualdades y violaciones de derechos humanos, resguardar
nacionalismos cerrados. Así como tampoco la vocación de globalidad no legitima
hegemonías ni monopolios transnacionales. En este sentido es preciso revisar actuales
patrones de desarrollo para superar desequilibrios o dominaciones y promover ineludible
corresponsabilidad en la casa común.
Crisis
como las del Corona virus desafían a examinar y enfrentar conjuntamente, de
modo positivo, el desarrollo en sus aspectos económicos, pero también políticos y ético-culturales;
a revisar la ceguera ecológica, así como el materialismo y la amoralidad en los
cánones de desarrollo humano; a promover una cultura de vida y de calidad espiritual ante la
embestida de una anticultura de muerte y desenfrenado sensualismo, que, entre
otras cosas, desestructura la persona, desdibuja el matrimonio, destruye
la familia y desintegra la humanidad; a cultivar
una ecología integral y una educación formadora en los derechos-deberes humanos
y abierta a la trascendencia. Todo ello en perspectiva de personas y
conglomerados corpóreo-espirituales que peregrinan en una microesfera por el
escenario espacial, temporales pero portadores de una promesa de eternidad.
En lo tocante a nuestro país, el Coronavirus, como signo
de nuestro tiempo, nos interpela a cambiar el actual régimen
omnidestructivo y opresor, para recuperar y fortalecer una convivencia
democrática y plural, promotora de un efectivo progreso económico, político y
ético-cultural, que responda a las exigencias de un auténtico humanismo en
consonancia con los imperativos que plantean el Preámbulo y los Principios
Fundamentales de nuestra Constitución.