Uno de los primeros documentos del Concilio Plenario de Venezuela tuvo como título La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad y es una especie de síntesis de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) aplicada a nuestra realidad nacional.
El término nueva sociedad -tiene como sinónimo, a partir de Pablo VI,
civilización del amor- significa una convivencia humana construida en
base a los valores del evangelio y que exige una permanente y coherente
actualización. Como conjunto teórico-práctico no tiene una identidad confesional
(sociedad cristiana) pues está abierta al más amplio diálogo y protagonismo, buscando
responder substancialmente a valores humanos fundados en una antropología
integral, como son verdad, libertad, justicia, solidaridad, fraternidad y paz.
Una interpretación cristiana del ser humano no se encierra en una
concepción individualista, ya que como persona -ser para la comunicación y
la comunión-, entraña un ineludible dinamismo social. Por ello, el referido
Concilio afirma: “Una de las grandes tareas de la Iglesia en nuestro país,
consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna, más humana,
más cristiana y más solidaria. Esta tarea exige la efectividad del amor. Los
cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la
vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y
cultural” (Contribución de la Iglesia…, 90). Una nueva sociedad ha
de ser, por ende, abierta, en corresponsable pluralismo, genuinamente
democrática.
La DSI agrupa principios, criterios y orientaciones para la acción, aptos
para animar diversos proyectos societarios; no se identifica con una
determinada “ideología” o estructura, sino que puede inspirar realizaciones de
diversos tiempos y espacios culturales. Ahora bien, si el contribuir a la
construcción de una nueva sociedad, implica a toda la Iglesia, interpela de
modo propio y peculiar a los laicos, para quienes la inmersión y compromiso en
la polis es su sello distintivo.
Dentro de la DSI se destaca una tríada en estrecha interrelación y sumamente
generadora respecto de una nueva sociedad: solidaridad, participación y
subsidiaridad. Trío llamado a ejercer un papel transformador desde el ámbito más
íntimo de la familia y del vecindario, hasta el más vasto de la comunidad
internacional; postula, por tanto, un lugar especial en la educación formal e
informal, en estrecha conjunción con la referente a la social y cívica, así
como con la relativa valores éticos y espirituales.
Juan Pablo II definió solidaridad como “la determinación firme y perseverante
de empeñarse por el bien común” (Sollicitudo rei socialis 38). Es
consecuencia de la igualdad y socialidad del ser humano, de su intrínseca
relacionalidad y horizonte de comunión. Al inicio del Génesis se destaca ya el
carácter y la vocación de solidaridad, la cual implica un permanente esfuerzo
de liberación de todo egoísmo individual y grupal, de toda injusta desigualdad
y tendencia segregacionista o excluyente; y, en positivo, la afirmación de todo
paso hacia lo que significa comprensión, diálogo, encuentro, corresponsabilidad,
fraternidad. El “otro” se interpreta como “otro yo”.
La participación es consecuencia de la solidaridad y de la
corresponsabilidad que compete al ser humano en cuanto libre y protagonista en
el mundo. Es derecho y deber. Ha de manifestarse desde lo societario más
inmediato hasta lo más vastos y complejos societarios en los varios campos de
la economía, la política y la cultura. Valoriza y promueve a toda persona y
constituye un antídoto contra hegemonías, monopolios, liderazgos absorbentes y
estructuras opresivas de organización social.
La subsidiaridad favorece la corresponsabilidad en el tejido social.
Ella “exige que las personas, las familias y las comunidades pequeñas o
menores, conserven su capacidad de acción, ordenándola al bien común, y que el
Estado y las diversas ramas de éste, realicen sólo lo que aquellas no estén en
capacidad de ejecutar” (Concilio Plenario..., Contribución..., 106). Una
práctica acertada de la subsidiaridad favorece la participación, la
descentralización, el federalismo, la iniciativa de la sociedad civil, la
eficacia oficial, al tiempo que previene contra el burocratismo y gigantismo
estatales.
Una sociedad solidaria, participativa y de subsidiaridad se sitúa en las
antípodas de los regímenes tiránicos, dictatoriales y totalitarios. Favorece
una democracia realmente participativa y una sociedad protagónica. Promueve un
liderazgo multiplicador.
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