El surgimiento del Estado como
estructura política es un producto tanto natural como convencional del
desarrollo societario. En efecto, se funda en la condición social del ser
humano, creado por Dios como relacional y dialogante, y, por otra parte, es
fruto de acuerdos en base a experiencias y proyectos históricos. Necesidad y
creatividad se conjugan.
No es de extrañar, por tanto, las
varias interpretaciones acerca del origen y sentido del Estado, así como de contradicciones
en su manejo. Esto es patente en el caso del marxismo, el cual, junto al
anuncio profético de la disolución o desaparición del Estado con el socialismo-hacia-el-
comunismo, registra en la práctica una feroz acentuación del poder estatal. Es
ambigua esta frase del Manifiesto del Partido Comunista de 1847: “Una
vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase
y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados,
el Poder público perderá su carácter político”.
El filósofo Hobbes dos siglos
antes había hablado del Leviatán como figura del Estado dominador, soberano
inapelable, concentrador de todos los poderes, concepto que, por cierto, corresponde
bien a totalitarismos surgidos en nuestra contemporaneidad (fascismo, nazismo,
comunismo). Hegel con su absolutización del Estado no habría de favorecer un auténtico
desarrollo democrático. Rousseau, en cambio, en al Contrato Social, había
intentado armonizar la soberanía popular con una autoridad sólida pero mera
mandataria de la Voluntad general. La reflexión y la experiencia histórica registran
desarrollos positivos y también involuciones en cuanto a relacionamiento
persona-Estado, que, como realidad temporal, está en permanente “crisis”, acentuada
ahora por la globalización.
Según la Doctrina Social de la
Iglesia -que no es un código cerrado confesional, sino conjunto dialogalmente
abierto de principios, criterios y orientaciones para la acción- la persona es
anterior al Estado, el cual ha surgido connaturalmente y debe estar al servicio
de la persona. Entendida ésta, obviamente, no como un ente aislado y auto
referencial, sino como ser social y cuyos intereses deben proyectarse en el
bien común. De allí el imperativo de la participación y la subsidiaridad como
expresiones de irrenunciable protagonismo ciudadano.
Hoy en día, agresiones serias a
una sana relación persona-Estado suelen disfrazarse con el atractivo
metalenguaje de “poder popular”. Ejemplo patente lo ofrece el Plan de la
Patria 2019-2025 de Venezuela, que presenta engañosamente lo comunal
como expresión efectiva del pueblo en la construcción del Nuevo Estado
Popular Revolucionario. Las grandilocuentes especificaciones de dicho Plan
nos recuerdan el florido vocabulario de Mao Tse Tung en la época de las
grandes masacres chinas.
El vocablo socialismo,
que, de por sí, sugiere compartir, participar, distribuir el poder,
históricamente se ha concretado en Estados centralizadores, en nomenklaturas
cerradas, hegemónicas y despóticas, que bastante han hecho sufrir a pueblos
enteros. Es lo que sucede hoy en la Venezuela del Socialismo del Siglo XXI.
Perversión ética y política es
tomar el poder para imponer una ideología y mantenerse en él a toda costa. Se
asume el Estado como papá, en el sentido de patriarca impositivo, agente
de proyectos sectarios, opresivos. Lo que ciertos grupos no son capaces de lograr
en competencia limpia y riesgosa en la arena democrática, buscan imponerlo
mediante la autoridad del Estado con el soporte de su fuerza armada. Esto de refugio
en el papá Estado para la aprobación de proyectos de minorías se está
dando también a nivel internacional en sectores del ámbito cultural. Un caso patente
es el del multiforme conjunto denominado “ideología de género” con su plan deconstructor
de la vida, la familia y la educación. Se acude al Leviatán como eficaz brazo
operativo.
Un humanismo auténtico y una
“nueva sociedad” entrañan un relacionamiento social, respetuoso de la dignidad
y los derechos fundamentales de la persona, orientado al bien común y en el
marco de un Estado de derecho, democrático, participativo. El Estado tiene su
origen y sentido en el ser humano mismo, libre, responsable, social, histórico
y abierto a la trascendencia. El Estado existe y debe actuar en función de la
persona y ésta, al servicio del prójimo.
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