El título de estas líneas debería ser “Iglesia y política”; lo pongo así porque alguien del Régimen se ha servido de dicho binomio para descalificar un mensaje.
El acusar de intromisión religiosa en política no es nada nuevo. A Jesús le
achacaron querer suplantar al Emperador romano; por eso sentó el principio “dad
a César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12, 17).
Una pregunta nos sirva para buscar luz en el presente asunto: ¿Puede-debe
la Iglesia meterse en política? Para responder es menester definir antes qué se
entiende por Iglesia y por política. Precisar términos es algo
que cuando no se hace, es causa de no pocos malentendidos y de interminables y
encendidas discusiones, al final de las cuales, alguno de los interlocutores
expresa: “pero eso es lo que yo quería decir” ¿Y entonces por qué no lo dijo en
su momento?
La referida pregunta puede responderse tanto afirmativa como negativamente.
Depende de lo que entienda por Iglesia y por política; aquí surgen
dos tríadas de interpretaciones. Política puede significar a) “lo
político” como una dimensión fundamental de lo humano -de naturaleza social- y
por tanto lo relativo a la comunidad política (polis); b) el poder o
autoridad en la misma; c) la organización y actividad de los partidos
políticos, que buscan el acceso al poder o su recuperación. Por Iglesia,
puede entenderse a) la comunidad de todos los creyentes y bautizados;
b) el sector jerárquico en ella (obispos-presbíteros y diáconos); c) los
laicos o seglares, los cuales constituyen la casi totalidad de la
Iglesia. Surgen consiguientemente varias composiciones o relaciones, que
determinan el que las respuestas sean afirmativas o negativas.
Si por Iglesia se entiende la comunidad de los bautizados y creyentes
y por política la participación en la polis, resulta obvia y
obligante la respuesta afirmativa, por la condición social del ser humano y
porque el compromiso social, caritativo, es una de las dimensiones de la
evangelización (=misión de la Iglesia); a ésta, sin embargo, no le corresponde
la política en sus acepciones tanto de ejercicio del poder como de praxis
partidista. En lo que toca a la Jerarquía eclesiástica, ella, por lo ya dicho,
ha de participar en lo político en su sentido primero, pero no en el de poder
ni en el de actividad partidista. En cambio a los laicos les corresponde
la política en las tres acepciones, pues lo peculiar de ellos como cristianos,
es su presencia transformadora en las realidades temporales; y según su
vocación, de acuerdo a capacidades, circunstancias y oportunidades, han de
entrar en el ejercicio del poder político y en la acción partidista. Cabe
añadir, en cualquiera de las relaciones, que el conflicto y, por ende, la ineliminable
posibilidad del ejercicio de la fuerza y hasta de la violencia, han de
encararse con gran realismo y en perspectiva humanista
Con respecto a lo de “sotanas” en política conviene traer aquí algo del Directorio
para el ministerio pastoral de los obispos emanado de Roma: “El Obispo está
llamado a ser un profeta de la justicia y de la paz, defensor de los derechos
inalienables de la persona, predicando la doctrina de la Iglesia, en defensa
del derecho a la vida, desde la concepción
hasta su conclusión natural, y de la dignidad humana; asuma con dedicación
especial la defensa de los débiles y sea la voz de los que no tienen voz para
hacer respetar sus derechos” (No. 209). Los obispos Rafael Arias Blanco en
Venezuela y San Oscar Arnulfo Romero en El Salvador no tuvieron que quitarse la
sotana, antes bien, debieron ajustarla, para ser coherentes con su misión.
Y una última observación con respecto a los laicos En virtud de su
bautismo, están llamados a ser protagonistas en la construcción de una nueva
sociedad, en la verdad y la libertad, en la justicia y la solidaridad, en la fraternidad
y la paz, obedientes al mandamiento máximo del Señor. Esto ha de subrayarse,
especialmente en situaciones como la presente de Venezuela, de grave crisis
global y en la cual se quiere imponer un proyecto totalitario comunista. Para
ello los laicos han de formarse lo mejor posible y actuar con la mayor lucidez
y responsabilidad. Están obligados a demostrar en la polis,
con obras de bien común, su fidelidad a Dios Amor; deben ser,
allí, la presencia real, viva y eficaz de la Iglesia.
La misión de la Iglesia es la evangelización, una de cuyas dimensiones es
contribuir a la construcción de una “nueva sociedad”, de libertad, solidaridad y
paz.