Dios dijo a
Caín: “¿Dónde está tu hermano
Abel? Contestó: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” Replicó Dios:
“¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo” (Génesis
4, 9-10).
Es el diálogo que aparece en la Biblia entre Dios y un descendiente
inmediato de Adán, fratricida paradigmático en la historia que se está
iniciando y la cual estará marcada por una secuencia incesante de homicidios y
genocidios. Expresión de la libertad humana, no sólo limitada y frágil, sino
también pecadora, es decir, agente de mal. Un sucesor de Caín, Lamec, pronto se
ufanará: “Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por
una lesión que recibí” (Ibid. 4, 23). El mismo primer libro de la Biblia
relatará luego la queja de Dios a Noé antes del Diluvio: “He decidido acabar
con todo hombre, porque la tierra está llena de violencia por culpa de ellos” (Ibid.
6, 13).
La historia del pensamiento registra todo género de
interpretaciones acerca del ser humano y de la sociedad que teje. Las hay
radicalmente conflictivas aunque contradictoriamente optimistas como como la
marxista, por su creencia en paraísos terrenos construidos por “hombres
nuevos”, auto liberados, pero en perspectiva puramente materialista. Hay
quienes como Hobbes, menos crédulos, conciben a los humanos como lobos que
aseguran su convivencia terrena a través de un pacto, aunque a la sombra de un
bestial Leviatán. En la interpretación judeo-cristiana del peregrinar humano el
claroscuro de la historia desemboca en un final positivo ultramundano, obra fundamentalmente
divina (Reinado de Dios).
En la interpretación creyente de la historia, emerge el
pecado como negatividad moral y religiosa, el cual, si bien no entra metodológicamente,
en cuanto tal, en el vocabulario de las ciencias naturales y sociales, está
metido, como mal uso de la libertad, en todo en lo que el ser humano es o hace.
Un ejercicio fácil a este propósito es echar un simple vistazo en las
consecuencias de los pecados capitales en la salud del relacionamiento social
(por ejemplo, de la soberbia en la política, de la avaricia en la economía, y de
todos en la cultura).
Es sintomática en tal sentido la “regla de oro” que las grandes
religiones establecen, en su formulación tanto positiva como negativa, como
clave para una buena marcha social. Según aquélla, he de comportarme con el
“otro” como si fuera mi propia persona. No otra cosa, en el fondo, estableció
Kant en su reflexión filosófica al definir el “imperativo categórico”. Son fórmulas
interpelantes en especial para quienes edificar sus estatuas sobre los retazos
de prójimos marginados y oprimidos. El mensaje cristiano es claro al presentar
el amor como el mandamiento máximo, centro y eje del comportamiento humano. San
Pablo en su Carta a los Romanos precisa: “Con nadie tengan otra deuda que la
del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (13, 8).
A propósito del reciente llamado de los Obispos a refundar nuestro
país ante la magnitud y hondura del actual desastre, es oportuno subrayar que
una refundación política ha de acompañarse de una ético-cultural: reconocernos prójimos,
hermanos, en una misma comunidad nacional. No a pesar de nuestras
diferencias, sino precisamente por ellas. La prédica ideológica
fundamentalista nos ha dividido en extremo. El término escuálido y otros
semejantes, que expresan la aniquilación del oponente, han llevado al
desmembramiento del conjunto nacional y abierto el camino a la expatriación
física de millones de compatriotas. Los homi-geno-cidios han comenzado siempre
por asesinatos verbales. Y lemas como “revolución o muerte” convierten las
diferencias ideológico-políticas en beligerancia armada. De enfrentamiento
democrático se cae en “guerra a muerte”, que abre paso a la prisión y la
tortura por causas políticas.
La refundación exige un reencuentro nacional. Hemos de
cambiar régimen e ideas, pero antes, durante y después tenemos que cambiar
nosotros. Me gusta recordar aquello que en Edipo Rey pone Sófocles en
boca del sacerdote: “Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna
persona hay en ellos”.
Sí ¡Hemos de ser guardianes de nuestros hermanos venezolanos!