Me gusta recordar aquella antigua reflexión: “¿No hay que filosofar? Eso es ya filosofar”. El ser humano podría entonces definirse como un animal filósofo.
Muchas cosas positivas
se han dicho del “médico de los pobres”, tarea relativamente fácil por la
riqueza multiforme de su personalidad. Hay una que merece destacarse, por
cuanto denota profundidad a la vez que sencillez, y en todo caso, autenticidad:
su autoidentificación como filósofo. Lo cual según la conocida
etimología significa “amigo de la sabiduría”.
Me sirvo en
esta reflexión de una copia de sus Elementos de Filosofía, obra editada
originalmente en 1912. El ejemplar tiene una dedicatoria muy
diciente: “A mi estimado amigo” ¿Quién? Alguien que estaba en las antípodas de la
orientación doctrinal del beato: el Doctor Luis Razetti.
La
inevitabilidad de la condición filosófica humana la expresa José Gregorio justo
al inicio del prólogo de dicha obra: “Ningún hombre puede vivir sin tener una
filosofía”. Ésta le es indispensable, bien se trate de su vida sensitiva, moral
y particularmente intelectual. Es la razón por qué el niño ya desde el comienzo
de su desarrollo “empieza a ser filósofo; le preocupa la causalidad, la
modalidad, la finalidad de todo cuanto ve”. Y “El rústico va lenta,
laboriosamente consiguiendo en el trascurso de su vida algunos principios
filosóficos que le van a servir para irse formando el pequeño capital de ideas
que ha de ser el alimento de su inculta inteligencia”. Es una filosofía
espontánea, natural, que podrá cultivarse después de modo sistemático,
académico, como él lo intenta en el referido libro.
Esta
interpretación del ser humano es altamente positiva; y justa. Desde su ejercicio
elemental, la mente trasciende lo inmediato perceptible y atraviesa lo
epidérmico vital para encontrarse con lo más íntimo de sí mismo y la
esencialidad de lo real, a través de preguntas y respuestas. La vida racional implica
desde temprano un encuentro connatural con la sabiduría. José Gregorio lo
valora bien: “La filosofía elaborada de esta manera viene a ser el más apreciado
de todos los bienes que el hombre alcanza a poseer”. Es una concepción opuesta
a un elitismo cultural, que lleva a juicios sumarios, despreciativos, de la
capacidad y logros intelectuales de todo ser humano -también del más
sencillo- creado por Dios “a su imagen y semejanza”.
Para el precursor
de la medicina experimental en Venezuela los
conocimientos científicos se ubican en un determinado marco filosófico existencial
formado de antemano. (Aquí introduce una apreciación muy suya sobre el
venezolano, cuya alma, dice, es “esencialmente apasionada” por la filosofía). Sin
ser filósofo profesional, José Gregorio manifiesta un serio conocimiento de la
problemática filosófica académica de su tiempo (problemas, autores, corrientes),
pero interpreta su libro como expresión de su filosofía personal:
“Esta filosofía me ha hecho posible la vida. Las circunstancias que me han
rodeado en casi todo el trascurso de mi existencia, han sido de tal naturaleza,
que muchas veces, sin ella, la vida me habría sido imposible. Confortado por
ella he vivido y seguiré viviendo apaciblemente”. Vivir en sentido pleno
implica filosofar.
Al término del
prólogo José Gregorio mismo se pone esta objeción o dificultad ¿Sólo o principalmente
tu paz interior se debe a tu filosofía, o sobre todo a tu convicción religiosa?
La respuesta del beato a este interlocutor imaginario es reveladora: “Le
responderé que todo es uno”. Unidad de pensamiento, reflejo de unidad
existencial.
Las corrientes
de ideas entonces dominantes en el ámbito académico, cultural (racionalismo,
materialismo, positivismo…) no eran ciertamente las de José Gregorio. Pero él
entendía su vocación no para el repliegue dogmático, sino para un testimonio
cristiano firme, en primera línea y desde adentro, pero servicial y, por ello,
comprensivo y dialogal. La amistad con Razetti es indicativa de esta actitud.
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