Cuando el ser humano comenzó a filosofar de modo sistemático -porque la razón implica ya un filosofar espontáneo o connatural- por allá en el Asia Menor, unos seis siglos ante de Cristo, una de las primerísimas preguntas planteadas fue sobre la unidad de las cosas, ante su perceptible multiplicidad.
Las respuestas se fueron a extremos: afirmación de lo real como pura anarquía
y fugacidad o como un todo homogéneo y permanente. Parménides y Heráclito
fueron se radicalizaron en uno y otro lado. Luego gente como Aristóteles, al
afirmar una unidad análoga (convergente “en cierto modo”) lograron identificar
lo uno en lo múltiple.
Lo cierto es que el ser humano no se conforma con la sola aceptación de lo plural
o diverso; se esfuerza en descubrir o señalar nexos, relaciones, coincidencias,
conjuntos, en esa variedad. El problema está en encontrar puntos de encuentro razonables
y objetivos y no apenas unificar elementos de manera arbitraria o subjetiva.
Todo lo anterior sirva de introducción a la propuesta de una noción o
categoría unificante del entero mensaje cristiano, que contiene elementos
doctrinales, como los que se expresan en el credo, y también
orientaciones y normas para la praxis, como las del Decálogo y el Sermón
de la Montaña. La planteó la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano (Puebla, México, 1979) y la asumieron los obispos de nuestro país
con vista al Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006). Un verdadero
descubrimiento de consecuencias invalorables no sólo para dichos encuentros y
los documentos que produjeron, sino para la Iglesia universal y su misión
evangelizadora. Y más allá de esto, para la interpretación de la realidad en
perspectiva cristiana.
El hallazgo consistió, por cierto, en algo muy simple: identificar una categoría
y, en concreto, comunión, como noción enucleante, eje articulador del
entero mensaje cristiano: se la denominó línea teológico-pastoral (LTP).
Un modo fácil de entender la función de ésta es ponerla como respuesta a la
pregunta “qué es”, con respecto a los elementos fundamentales doctrinales y
prácticos de dicho mensaje, comenzando por interrogantes primordiales como son los
relativos a la divinidad misma - ¿Qué es Dios? - y a la voluntad divina sobre
la actuación libre de sus creaturas - ¿Qué prescribe el mandamiento máximo? - La
respuesta en ambos casos es comunión. Porque Dios lo es, en cuanto
Trinidad, unión interpersonal del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y su
voluntad sobre sus creaturas es amarlo a él y al prójimo, es decir, comunión
humano-divina e interhumana (comunión y amor son equivalentes, si bien éste
acentúa un matiz operativo y por ello decimos que el amor teje la comunión). Otros
ejemplos son la definición de la Iglesia como signo e instrumento de comunión
humano-divina e interhumana, dada por el Concilio Vaticano II (ver LG 1), y la calificación
de “civilización del amor” que el Papa Pablo VI asignó a la sociedad que el
cristiano ha de contribuir a edificar. Puebla y el episcopado venezolano al
plantear su LTP acompañaron comunión de las nociones participación
y solidaridad, respectivamente, para recalcar frutos o requisitos de la
comunión.
El conjunto de verdades y lineamientos operativos que se proponen al
creyente no se quedan, por tanto, en un agregado o inventario de elementos,
sino que forman un conjunto armónico estructurado en torno a una categoría que
los integra e interrelaciona, articulando también lo negativo (el pecado es
anti-comunión y la exclusión de la Iglesia, excomunión).
Comunión como eje articulador
teórico-práctico no se circunscribe a lo “religioso”; está abierta a lo amplio
secular y a una aplicación sin fronteras, desbordando aún lo interpersonal,
como cuando el Papa Francisco utiliza analógicamente el término “comunión
universal” (Laudato Si´220) hablando de ecología.
El mensaje cristiano no es, pues, un listado de doctrinas y normas.
Conforma un corpus articulado en torno a la categoría comunión, que
responde a la pregunta ¿qué es? respecto de los elementos doctrinales y
prácticos que organiza.