El Episcopado nacional ha sido claro y directo al identificar el régimen imperante en Venezuela. Analizando la gravísima crisis nacional afirmó: “La raíz de los problemas está en la implantación de un proyecto político totalitario, empobrecedor, rentista y centralizado que el gobierno se empeña en mantener” (Exhortación del 12.7.2016, citado en la del 12. 1. 2018). Ulteriormente ratificó la calificación, subrayando el aspecto opresivo: “Vivimos en un régimen totalitario e inhumano en el que se persigue a la disidencia política con tortura, represión violenta y asesinatos (…)” (Carta fraterna del 10.10.2020).
Esta naturaleza del Socialismo del Siglo XXI ha sido denunciada de modo repetitivo por la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV). Su Presidencia afirmó: “la nación se ha venido a menos, debido a la pretensión de implantar un sistema totalitario, injusto, ineficiente, manipulador, donde el juego de mantenerse en el poder a costa del sufrimiento del pueblo, es la consigna” (Mensaje del 19.3.2018). Posteriormente en plenaria puntualizó: “el régimen se consolida como un gobierno totalitario, justificando que no se puede entregar el poder a alguien que piense distinto” (Exhortación 10 julio 2020). Este ha sido el mismo tono al juzgar el Plan de la Patria e iniciativas como la frustrada Asamblea Nacional Constituyente, enderezadas en la línea del “sistema totalitario, militarista, policial, violento y represor, que ha originado los males que hoy padece el país” (CEV, Comunicado del 5. 5. 2017).
El Episcopado, pronto, explícitamente y sin ambages identificó el proyecto del Régimen; cosa no hecha por el liderazgo político, con efectos nefastos previsibles en lo táctico y estratégico y, obviamente, en cuanto a resultados (pensemos en los de “diálogos” y protestas públicas). Politólogos han propuesto caracterizaciones del régimen, que han diluido la substancia del mismo y no han favorecido soluciones efectivas.
Estamos frente no a una dictadura y sistemas semejantes, sino a un proyecto totalitario, que, como su nombre mismo subraya, apunta a la totalidad societaria y, por tanto, no se reduce a lo político y económico, sino que incluye lo cultural en su sentido más propio. Esto, lo cultural, es lo más hondo y definitorio humano, pues toca el ser y no sólo el tener y el poder, afectando lo ético y espiritual de un pueblo, su identidad más profunda. Por ello el totalitarismo enfila sus baterías privilegiadamente al control de la educación y de la comunicación, para modelar conciencias y valoraciones (no por nada el marxismo cultural está reformulando la relación estructura-superestructura para insistir en lo ideológico).
Totalitarismo implica unificación centralizadora del poder (Montesquieu queda desempleado). La reciente recomposición del Tribunal Supremo de Justicia se ubica en esa línea, así como la partidización de la Fuerza Armada y la neutralización de las organizaciones de la sociedad civil. Cambian los códigos, también los estéticos: lo feo, inapropiado y repugnante recibe carta de ciudadanía revolucionaria. Se reescribe la historia y se cortan sus raíces para que el árbol sea otro. Escudos y nombres tradicionales van al paredón. Se poda el árbol genealógico. El “hombre nuevo” deberá surgir de cenizas.
El ejemplo de Cuba -modelo seguido y a seguir- es patente: homogeneización del pensamiento, masificación societaria, feroz estatización, amedrentamiento colectivo, militarización ambiental, emigración inducida, nomenklatura privilegiada y culto de la personalidad individual o grupal.
Identificar bien al que se tiene en frente es conditio sine qua non para un actuar apropiado. Análisis inadecuados, valoraciones incompletas y decisiones erradas conducen a frustraciones y desesperanzas. Base seria tiene el Episcopado al urgir la refundación del país.
La raíz de la voluntad está en el entendimiento. Previo a una buena praxis está un buen juicio. No identificar totalitarismo con simple dictadura es un buen comienzo.
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