sábado, 10 de septiembre de 2022

A IMAGEN Y SEMEJANZA

    Los primeros cuatro capítulos del Génesis ofrecen los elementos fundamentales de una sólida antropología. La narración bíblica, en efecto, bajo un ropaje mítico, con antropomorfismos y datos espacio temporales no sujetos a exigencias científicas, ofrece lineamentos básicos de una concepción racional del ser humano. La Sagradas Escrituras tanto del Antiguo Testamento como, particularmente, del Nuevo, habrán de enriquecer ese panorama en una perspectiva de fe, utilizando categorías tales como redención, gracia y santificación.

    Entre los rasgos primordiales del ser humano -creado a imagen y semejanza de Dios- tradicionalmente destacados en el referido texto bíblico, aparecen los atributos de inteligencia, voluntad, subjetividad y libertad, expuestos en contraste con los de los animales y otros seres de la naturaleza, confiados al hombre para su cuido y servicio. La socialidad (apertura a la comunicación y la comunión) aparece también como un dato capital; en función de ella surge la pluralidad y la distinción sexual de las personas; Adán dialoga con Dios y se relaciona con su pareja. El marco del relato es de intercomunicación humano-divina e interhumana, así como de responsabilidad y corresponsabilidad de la naciente humanidad. El lado oscuro autodestructivo de ésta (egoísmo, insolidaridad, auto absolutización) se muestra también en sus orígenes (ver Gn 3).

    La expresión “a imagen y semejanza” de Dios, que usa el Génesis para identificar esa trascendente similitud de la creatura humana, no ha recibido tradicionalmente, sin embargo, un adecuado desarrollo en cuanto a su causa en la socialidad de Dios mismo. Sobre este punto conviene hacer aquí algunos comentarios.

    Lo substancial y central de la fe cristiana está contenida en el Credo. Ahora bien, éste es, centralmente, la confesión de Dios como Uno y Trino (Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo) y de Jesucristo Salvador (el Hijo de Dios encarnado). La Iglesia, por cierto, entiende esta verdad como misterio en sentido estricto, es decir, como verdad no adquirida por procedimiento puramente racional sino mediante la revelación divina, y la cual verdad, aun ya conocida, permanece indemostrable para la sola razón humana.

    Esta naturaleza trinitaria de Dios no ha repercutido adecuadamente, con todo, en la reflexión y la praxis cristianas, a tal punto que un pensador católico como Karl Rahner llegó a decir que si se eliminase la Trinidad de los libros de teología, no cambiaría mayor cosa en el pensamiento y la vida de los cristianos. De Dios se suele subrayar es en su unicidad, infinitud, omnisciencia, eternidad y omnipotencia. Resulta conveniente, por tanto, destacar algunos consecuencias o reflejos en las creaturas humanas de la naturaleza relacional, comunional, de Dios, que “es amor” (1 Jn 4, 8). Valgan algunos ejemplos: a) la socialidad del ser humano (ser-para-el-otro, para la comunicación y la comunión, dialogal); b) el sentido unificante del plan salvador de Dios en Jesucristo, que no finaliza simplemente en individuos singulares, aislados, sino en una comunidad universal, de la cual la Iglesia es-ha de ser signo e instrumento; c) el mandamiento máximo y central divino, el amor, fundamento de  una ética y espiritualidad de comunión, de dimensión también ecológica (ver esta ampliación analógica en Francisco, Laudato Si´220). Vale la pena añadir que la socialidad (relacionalidad, comunionalidad) divina manifiesta la flecha o dirección vital, personalizante y comunional de la perfección del ser. Interpretación ésta que se sitúa en las antípodas de una concepción individualista, intimista, de la persona.

    No creo que resulte extemporáneo al término de las anteriores reflexiones poner de relieve dos cosas. Una primera, el ineludible compromiso temporal sociopolítico y cultural de los cristianos y su proyección supratemporal (ver Mt 25, 31-46). La otra es la necesidad por parte de los mismos, de proyectar debidamente en reflexión y praxis la fe en la naturaleza trinitaria (relacional, comunional) de Dios, para lo cual será de suma utilidad en la actual “civilización de la imagen” la revalorización y difusión del triángulo equilátero como símbolo del Unitrino.


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