El término antropocéntrico caracterizaría al tiempo inaugurado por el Renacimiento, en contraposición al medieval conceptuado como teocéntrico. Es decir, un desplazamiento de la centralidad de Dios a la del ser humano. Nueva época de exaltación del humanismo, del monopolio de la razón y del progreso científico-técnico.
Coexistente en los inicios aunque renuente después, con el reconocimiento
de Dios, el antropocentrismo tendió de modo progresivo a la exclusión de lo
genuino trascendente en la interpretación y el manejo de lo histórico, evolucionando
hacia una antropolatría (culto divinizante del hombre). Tal
fue la dinámica de la Ilustración y sus derivados en una época de absolutización
también de la libertad. Marx, Nietzsche y Freud, a los cuales se integra Comte,
son bandera en esta corriente.
Las conflagraciones internacionales del S. XX y experiencias como el Holocausto,
los gulags e Hiroshima-Nagasaki, vinieron a desinflar muchas ilusiones sobre el
poder humano, hasta recalar en existencialismos pesimistas y desesperos
nihilistas. Se llegó a conceptuar al hombre como “pasión inútil”. La llamada modernidad
y su entusiasta autopercepción dio paso a un posmodernismo fragmentador,
inestable y relativista, que, por su misma naturaleza, ha favorecido un subjetivismo
radical y extravagante, a manera de torneo de absurdos y autodestrucciones. Puede
decirse que el antropocentrismo radical está generando un antropocidio (cidio
viene del latín caedo, cortar, matar). Reconocerlo y lamentarlo no
significa, en modo alguno, olvidar el origen y el destino trascendentes del ser
humano, subrayados, respectivamente, por la pareja de capítulos que abre el
Génesis y cierra el Apocalipsis.
¿Antropocidio? No otra cosa es la deconstrucción y volatilización en marcha
del ser humano. La dinámica de la
ideología de género y las múltiples corrientes consanguíneas tipo woke,
queer -desarrolladas en el marco de una cultura globalista de “corrección
política” y de cancelación histórica- han convertido la antropología y, en
general, la reflexión filosófica, en una Torre de Babel; en ésta la
comunicación se pulveriza en un sinfín de vocablos al gusto personal,
que resucitan y acentúan el nominalismo de épocas pasadas. En lo sexual se
compele a la biología a ceder el paso a la psicología y ésta a la fantasía. Al
ser humano se lo descuartiza y recompone para terminar evaporándolo. Se hace
realidad el “mundo feliz” de Aldous Huxley (1894-1963) y su distopia
biocientificista. Y gente como Judith Butler no encuentra ya que desestructurar
y desidentificar. Claro, de por medio queda aniquilada la familia, diluido el
matrimonio e instrumentalizada la educación, particularmente la infantil, con
sus conejillos de indias manejados por el papá Estado y poderosos magnates
crematísticos y comunicacionales. A la disidencia frente a estos desvaríos se la
condena como odio y a lo heredado molesto se le aplica la metodología de
cancelación. Parece volverse al caos inicial, de antes que Dios formase
el cosmos.
En tiempos de antropocidio urge afirmar una recta e integral
filosofía de lo humano. Bastante iluminadora al respecto es la que, con peculiar
lenguaje, ofrecen los capítulos iniciales del Génesis. Allí aparecen
claros ciertos rasgos fundamentales del hombre: condición creatural y corpóreo-espiritual,
socialidad y responsabilidad ética, binariedad sexual y naturaleza familiar,
relación amistosa ecológica y vocación al propio desarrollo integral. Pero
también, que somos no sólo limitados y frágiles, sino también sujetos de
tentación y pecado; éste se muestra desde el comienzo de la historia como
ruptura de la comunión (armonía, unión) humano-divina, interhumana y ecológica
querida por Dios; y esa ruptura es fuente de daño y destrucción para el ser
humano. El cristiano confiesa a Cristo precisamente como liberador del pecado y
de la muerte.
Al actual desafío cultural
antropocida es preciso responder desde la razón y la fe con una antropología integral.
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