Los números no tienen color, calor, ni sustancia. Pero como se dice que son fríos, dentro de esta frialdad podemos recordar que los 7.1 millones y más de venezolanos emigrados forzados, doblan la población criolla a la caída de Gómez en 1936, e igualan la nacional a la caída de Pérez Jiménez en 1958. Una cifra superior a la de habitantes de varios países latinoamericanos y la de muchos del concierto internacional ¿1 venezolano fuera por cada 4 dentro?
Los números cobran vida cuando se “encarnan” en seres humanos concretos. Entonces
son 7.1 millones de compatriotas de carne y hueso, dispersos y rondando por los
varios puntos cardinales del globo. Insertos en árboles genealógicos concretos,
con relaciones familiares precisas y situaciones frecuentemente dramáticas y no
pocas veces trágicas. Allí hay nombres y apellidos de niños abandonados,
ancianos en soledad, muchachas expuestas, hogares descuartizados, jóvenes
narcoatrapados; ilusiones truncadas, estudios interrumpidos, enfermedades
agravadas, muertes aceleradas; parejas rotas y uniones fugaces.
Inventariar daños materiales, perjuicios económicos, es relativamente
fácil; no sucede lo mismo con pérdidas y destrozos antropológicos en
profundidad. Es aquí donde se toca la autoestima, el sentido de la vida, la
conciencia de auto realización. Es alegría o tristeza respecto de una
habitación o empleo, de un emprendimiento o documento. Justificar una
existencia e identificar una razón de vivir.
Junto a los aspectos negativos individuales y familiares de esta emigración
forzada es menester anotar en el inventario del éxodo los daños sociales,
económicos, políticos y ético-culturales de Venezuela como conjunto, el lamentable
impacto habido en la educación y la asistencia social y, en general, en los
servicios públicos a todos los niveles; el debilitamiento institucional de la
sociedad civil y el acrecentamiento del simple poder de facto en el sector
oficial.
Recordar el lado oscuro de la expatriación no significa ignorar logros
parciales y elementos positivos dentro del maremágnum de la dispersión. Estos,
con todo, no impiden calificar el conjunto como tragedia nacional y escándalo
internacional, los cuales desafían gravemente a la conciencia y el compromiso
humanos contemporáneos.
Un factor muy dañino en situaciones como la que estamos considerando es el síndrome
de Estocolmo, que lleva a aclimatarse en situaciones y
procedimientos inaceptables; las víctimas se van progresivamente familiarizando
con violaciones de derechos humanos, tenidas inicialmente por in soportables.
A propósito de este desangramiento de Venezuela viene muy a propósito hacer
a los principales personeros militares y civiles del presente régimen
Socialismo del Siglo XXI, la pregunta que Dios hizo al fratricida Caín, en lo
que el Génesis narra como inicios de la historia humana: “¿Dónde está tu
hermano Abel?” (Gn 4, 9). Porque los
millones de venezolanos que han salido a buscar otras tierras no lo han hecho
por una catástrofe natural, un conflicto bélico o una calamidad semejante. El
Episcopado venezolano ha sido claro y preciso al denunciar la causa: “En los
últimos tiempos Venezuela se ha convertido en una especie de tierra extraña
para todos. Con inmensas riquezas y potencialidades, la nación se ha venido a
menos, debido a la pretensión de implantar un sistema totalitario, injusto,
ineficiente, manipulador, donde el juego de mantenerse en el poder a costa del
sufrimiento del pueblo, es la consigna. Junto a esto, además de ir eliminando
las capacidades de la producción de bienes y servicios, ha aumentado la
pobreza, la indefensión y la desesperanza de los ciudadanos (…) Esto ha
conducido a que un considerable número de personas decidan irse del país en búsqueda
de nuevos horizontes” (Presidencia de la Conferencia Episcopal Venezolana, Mensaje
del 19 de marzo 2018).
Porque la destrucción es global y el mal profundo el Episcopado ha urgido
repetidas veces la urgencia de una refundación nacional. Ésta exige como condición
fundamental nuestro reconocimiento mutuo como personas portadoras todas de una
común dignidad y derechos humanos irrenunciables, participantes de una
soberanía de carácter originario; sujetos éticos, libres y responsables. Y en
perspectiva creyente: hijos de un mismo Padre celestial.
¡Sí! ¡Dios nos ha puesto como
guardas de nuestros hermanos compatriotas!