Hay una tentación siempre amenazante y frecuente en Venezuela, la de proyectar futuros sobre vacíos de memoria histórica.
Condición fundamental del ser humano creado por Dios es su historicidad, la
cual, siendo tiempo humano de libertad y no simple secuencia de hechos,
comporta duración riesgosa, desafío permanente hacia compromisos éticos. La
historia genera memoria -tanto individual como colectiva- que, si bien,
está sujeta al olvido, es en sí imborrable. Estamos llamados a mejorar nuestro
pasado y proyectar un futuro mejor mediante un presente más sensato y positivo.
Pero “lo escrito, escrito está”. De sabios y prudentes es saber manejar y
aprovechar el camino recorrido. El “eliminarlo” en casos es onerosa enfermedad
y el ignorarlo priva de experiencias necesarias hacia un futuro realista y
consistente. Eso sí, la limitación y pecaminosidad humanas no hacen fácil la tarea
de recordar y recordar bien.
Falla notable venezolana ha sido el no haber utilizado bien nuestra
memoria, en especial por parte de quienes ha tenido manos mayores
responsabilidades en los distintos ámbitos de la vida social. Un ejemplo
bastante ilustrativo es la escasa o predominantemente negativa valoración del pasado
colonial, casi como si la genealogía patria hubiese comenzado el 19 de abril
hace sólo dos siglos; en esto Simón Bolívar pudo haber sentado mejores
precedentes; gente como Mario Briceño Iragorri ha dejado, sin embargo, páginas
de gran profundidad y mesura sobre la génesis e identidad nacionales. Otro ejemplo
es el de los “eternos comienzos” con ocasión de la nutrida sucesión de guerras y
enfrentamientos fratricidas y las correspondientes consignas y pretensiones de
“crear” novedades a partir de la nada. Intentos de re-renacimientos fantasiosos
de un país en continua agonía, con la vana pretensión de existir y progresar sin
ascendientes ni herencias. Historia sin pretérito. Muestra de ello, un “Siglo
XXI” sin precedentes.
Esta ilusión creacionista explica la debilidad de estructuras y tradiciones
en los varios campos de la vida nacional y la poca estima, cuando no olvido y desprecio
respecto de organizaciones, personas y acontecimientos que han brindado aportes
significativos al desarrollo del país, pero que no han sido ubicables en los
estrechos cercos de la ideología o intereses dominantes. Es bien expresivo al respecto lo que sucede
hoy con universidades y academias de mayor edad, con medios de comunicación de largo
recorrido y alcance, con instituciones como las judiciales, merecedoras éstas de
privilegiado respeto y cuido. Las realidades buenas merecen el tratamiento de
los vinos, en que el añejamiento cuenta, también cuando los nuevos tiempos son
de cambio epocal.
El tema de la identidad corre íntimamente unido al de la memoria pues
aquella se teje en historia; por ello también no constituye un simple dato (factum),
sino que implica también un deber ser, tarea y cultivo permanentes. La
identidad es dinámica, en actualización permanente, de modo especial en
procesos de globalización y salto cultural como los presentes, en que acechan
los extremos del cierre sobre sí mismo o el diluirse en la universalidad.
Bajando a lo concreto, un campo en que lo de identidad y memoria nacionales
merece particular atención es el religioso popular, al cual se dedican algunas
líneas en la perspectiva ecuménica y de libertad religiosa del Concilio
Vaticano II y del Concilio Plenario de Venezuela. La religiosidad popular
católica ha sido un rasgo característico de la identidad del pueblo venezolano,
conjunto de mestizaje étnico y cultural que comenzó a integrarse hace ya cinco
siglos y cuyo peregrinaje registra un sucederse de transformaciones notables en
muy diversos ámbitos y enmarcados ahora en un marco de cambio epocal y
globalización. Ese rasgo primordial no recibe del Estado, sin embargo, la
atención y el reconocimiento debidos en las políticas educativas. El Estado no
se comporta actualmente como laico sino ideológicamente como laicista,
hasta el punto que ha cerrado el Programa Educación Religiosa Escolar
convenido con la Iglesia.
Venezuela no es sólo un país. Es una nación, con memoria e identidad. Un
conjunto ético-cultural llamado a crecer
como gran familia en el concierto de la polis global.
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